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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 4 de febrero de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. La educación representa un ámbito de importancia vital en la Iglesia y en la sociedad. Por tanto, en el magisterio del concilio Vaticano II no podía faltar una reflexión sobre este tema. Los padres conciliares se ocuparon especialmente de él en la declaración Gravissimum educationis, reafirmando el derecho de todos los hombres a una educación adecuada. Además, se preocuparon por precisar las características de una verdadera educación, que es tal si favorece el desarrollo integral de la persona humana, «en orden a su fin último y, al mismo tiempo, al bien de las sociedades, de las que el hombre es miembro» (n. 1). Para este fin, a los niños y a los jóvenes —reafirmó el Concilio— hay que ayudarlos a «desarrollar armónicamente sus cualidades físicas, morales e intelectuales», y a adquirir «un sentido más perfecto de la responsabilidad» en sus opciones de vida y en los diversos campos de la actividad humana.

Además, en el proyecto educativo es de particular importancia la presencia de los valores morales y de los mismos valores religiosos. Naturalmente, éstos tienen una importancia específica en el ámbito eclesial, donde se forman los discípulos de Cristo, pero no pueden faltar, en términos de propuesta respetuosa y atenta a la libertad religiosa, en cualquier itinerario formativo, desde el momento en que estos valores responden a interrogantes profundos y a una dimensión imprescindible del ser humano (cf. n. 7).

2. La Gravissimum educationis establece una jerarquía precisa entre los educadores, reconociendo una tarea primaria a la familia y, en particular, a los padres. Esto no exonera a la Iglesia, a la comunidad civil y al Estado de sus precisas responsabilidades en el ámbito educativo, pero sobre todo los padres, por el hecho de haber transmitido la vida a sus hijos, son necesariamente «los primeros y principales educadores» (n. 3).

El Concilio reconoce gran importancia a la institución escolar (cf. n. 5), que es imprescindible para una formación adecuada de la juventud, especialmente frente a los desafíos de la sociedad moderna en constante y rápida evolución. El derecho a la educación implica también el derecho a la escuela. Por eso, corresponde al Estado garantizar su plena aplicación, tanto instituyendo escuelas propias como sosteniendo las que, administradas por instituciones no estatales, den suficientes garantías en el plano de los proyectos educativos y por la seriedad de su funcionamiento (cf. n. 6). Desde este punto de vista, la Gravissimum educationis se preocupó de invitar a las escuelas católicas a prestar un servicio cada vez más cualificado, realizando una síntesis eficaz entre fe y cultura y contribuyendo al bien común de toda la sociedad.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, dirijamos nuestra mirada a la Virgen santa que, como madre del Hijo de Dios, realizó admirablemente su singular tarea educativa junto con su esposo José. Que la atmósfera de la casa de Nazaret, rica en todo tipo de virtudes, sea el modelo de todas las estructuras y los ambientes educativos.



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