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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 25 de febrero de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. El miércoles pasado, con el rito de la ceniza, hemos entrado en la santa Cuaresma, el período litúrgico de penitencia que prepara para la Pascua.

Hablar hoy de penitencia no es fácil. ¡Parece un tema de otros tiempos! Sin embargo, se trata de un tema vital para todo hombre y para la misma sociedad. En efecto, en su sentido profundo, la penitencia indica al arrepentimiento por los pecados cometidos y el propósito de enmendarse. ¿Quién no tiene necesidad de ello? ¿No es ésta una exigencia que destacan también las religiones no cristianas? En la Iglesia, además, el sacramento de la penitencia la pone de manifiesto de modo particular.

La práctica penitencial nos compromete no sólo de modo individual, sino también comunitario. En efecto, dado que el pecado tiene una dimensión social, es justo que la tenga también su remedio. Por eso, al invitar a la comunidad cristiana a prepararse para el gran jubileo, he subrayado que la Iglesia «no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes» (Tertio millennio adveniente, 33).

Pero no olvidemos que la renovación comunitaria se apoya necesariamente en el compromiso personal de cada uno. La conversión parte de lo profundo del corazón. Intentaríamos en vano cambiar de modo auténtico las cosas exteriores, si no trabajáramos por cambiarnos profundamente a nosotros mismos.

2. En este sentido, inmediatamente después del Concilio, Pablo VI dio una indicación valiosa con la constitución apostólica Paenitemini. Treinta años después, es muy oportuno redescubrir sus sabias orientaciones. Desgraciadamente, en aquel entonces hubo quienes la interpretaron como una relajación de la práctica penitencial, dado que alguna de sus expresiones tradicionales, como la abstinencia y el ayuno, se disciplinaban de modo más flexible y atento a las diferentes situaciones y circunstancias de la vida contemporánea.

En realidad, no se trataba de una relajación, sino más bien de una profundización. En efecto, aunque las prácticas penitenciales externas conservan todo su valor, nunca son un fin en sí mismas, sino una ayuda de la gracia, de la opresión del pecado, para dirigirlo hacia el amor a Dios y a los hermanos.

3. Ojalá que estas orientaciones nos guíen a lo largo del itinerario cuaresmal. Que la Virgen santa, a quien invocamos como Madre de la Misericordia, nos ayude a recorrerlo con generosidad. Entrando dentro de nosotros mismos y dejándonos guiar por ella, podremos hacer así un balance de nuestra vida. E iremos con confianza al encuentro del Señor: aunque nuestro pecado, en efecto, es grande, es mayor aún su amor. Precisamente de este amor podemos sacar la fuerza de una vida nueva y el secreto de la paz para nosotros mismos y para la sociedad.



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