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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 9 de junio de 1996

 

1. La semana que acaba de concluir se ha caracterizado litúrgicamente por la solemnidad del Corpus Domini, que en Italia y en otras naciones se celebra precisamente hoy. En el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo la Iglesia reconoce la fuente y el culmen de su vida. La Eucaristía hace presente misteriosamente el único sacrifico del Gólgota. Cristo mismo se hace alimento de su pueblo.

Es un misterio de vida, según la promesa de Jesús: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna» (Jn 6, 54). Es una realidad de comunión, como recuerda el apóstol Pablo: «Porque, aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan» (1 Co 10, 17). Es una fuente de amor para la vida de la Iglesia, que inspira y alimenta el proyecto de una sociedad abierta y solidaria, atenta sobre todo a los más pobres.

2. Este pensamiento me lleva , una vez más, a la Conferencia sobre el Hábitat, que se está celebrando en Estambul, para hacerme portavoz de cuantos no tienen voz y pedir a los representantes de los pueblos, dedicados a la reflexión sobre los asentamientos humanos, que pongan en el centro de su atención a los pobres, a los niños, a las mujeres, a los ancianos y a los marginados.

El compromiso de desarraigar la pobreza y el de una organización civil de la convivencia, tanto en las áreas rurales del planeta como en las urbanas, deben ir juntos. No hay que resignarse al espectáculo de las grandes periferias urbanas, donde se hacinan multitudes de pobres en búsqueda de refugios improvisados y del mínimo vital entre las migajas del consumismo que, por desgracia, es a menudo derrochador e indiferente. El derecho a la vivienda y el derecho a un trabajo honrado forman parte de un único designio de convivencia que debe proporcionar a todos, sin discriminación, condiciones dignas de vida.  Toda ciudad debe sentirse comprometida a convertirse en la ciudad de todos.

¿Cómo no recordar que pueblos enteros se dirigen hacia las ciudades más ricas desde regiones donde reina la pobreza y desde tierras de sufrimiento: inmigrantes, prófugos y refugiados que esperan escapar de la necesidad y del miedo? Aunque con frecuencia las metrópolis modernas son lugares de libertad, pueden presentarse como lugares donde reinan la indiferencia, la soledad y nuevas formas de miseria. Se trata de un desafío que hay que afrontar con prontitud, generosidad y sentido de responsabilidad.

3. Encomendamos estas urgencias mundiales a la solicitud materna de la Virgen santísima, que dio a luz a Jesús, el Hijo de Dios, en un pesebre, porque —como dice el Evangelio— ella y su esposo José no encontraron sitio en el alojamiento de Belén (cf. Lc 2, 7). Así pues, ¿quién puede comprender mejor que María el malestar y la humillación de cuantos carecen de vivienda y de comida? Que María nos infunda los sentimientos y los propósitos necesarios para que nuestros hábitat tengan cada vez más el rostro de la solidaridad.



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