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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 7 de julio de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Con las solemnes celebraciones litúrgicas realizadas en al basílica de San Pedro ayer por la tarde y esta mañana, hemos recordado el IV centenario de la Unión de Brest, el acontecimiento eclesial que en 1596 marcó el restablecimiento de la unidad entre una parte de la Iglesia en esa región y la Sede de Pedro. Esta sugestiva conmemoración ha querido ser acción de gracias al Señor y, al mismo tiempo, expresión de la gran estima que la Iglesia de Roma tiene por las comunidades católicas de Oriente en el respeto a la sensibilidad ecuménica que caracteriza cada vez más las relaciones entre católicos y ortodoxos.

Con este espíritu reanudo la reflexión comenzada la semana pasada sobre las riquezas eclesiales y espirituales, que constituyen un patrimonio común de la Iglesia en Oriente y Occidente. Hoy, de modo especial, quisiera hablar de los grandes concilios que se celebraron precisamente en Oriente, durante los siglos en que existía la plena comunión entre los patriarcados orientales y Roma, pues representan un punto de referencia indestructible para la Iglesia universal.

Como es sabido, los primeros cuatro concilios, celebrados entre los años 325 y 451 en Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia, desempeñaron un papel particularmente significativo. Más allá de los acontecimientos históricos en que se sitúa cada uno de ellos, y a pesar de algunas dificultades terminológicas, fueron momentos de gracia, a través de los cuales el Espíritu de Dios derramó abundante luz sobre los misterios fundamentales de la fe cristiana.

2. Y ¿cómo podría subestimarse su importancia? En ellos se discutía sobre el fundamento, es decir, el centro mismo del cristianismo. En Nicea y Constantinopla se precisó la fe de la Iglesia en el misterio de la Trinidad, con la afirmación de la divinidad del Verbo y del Espíritu Santo. En Éfeso y Calcedonia se discutió sobre la identidad divino-humana de Cristo. Ante quien sentía la tentación de exaltar una dimensión en perjuicio de la otra o de dividirlas en detrimento de la unidad personal, se afirmó claramente que la naturaleza divina y la humana de Cristo permanecen íntegras e inconfundibles, indivisas e inseparables, en la unidad de la persona divina del Verbo. ¡Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre!

Se llegó a esta síntesis luminosa, bajo la asistencia del Espíritu Santo, gracias a la contribución de las Iglesias de Oriente y de Occidente. Ciertamente, no faltaron tensiones en la celebración de esas asambleas conciliares. Pero al final, incluso en los momentos más críticos, prevaleció el vivo sentido de la fe, corroborado por la gracia divina. Entonces se manifestó de forma evidente la fecundidad de la auténtica «sinergia» eclesial que le ministerio del Sucesor de Pedro está llamado a asegurar, y no ciertamente a mortificar. En particular, se manifestó en la carta que el Papa León envió al patriarca Flaviano de Constantinopla, el famoso Tomus ad Flavianum, que tanta importancia tuvo en las decisiones dogmáticas que se tomaron en Calcedonia.

3. Amadísimo hermanos y hermanas, entonces, como siempre, el camino de la Iglesia estuvo acompañado por la intercesión maternal de la Virgen santísima, a la que el Concilio de Éfeso, en el año 431, reconoció el título de «Theotókos», «Madre de Dios», subrayando así que la naturaleza humana que ella transmitió a Cristo, pertenece a aquel que desde siempre es Hijo de Dios. También ahora nos dirigimos con confianza a María. Que ella, amada por igual en Oriente como en Occidente, mantenga firmes a los cristianos en las inmutables verdades de la fe, y los abra a las legítimas diversidades de la tradición teológica y eclesial que no perjudican sino que, por el contrario, enriquecen la comunión, que esperamos que sea cada vez más plena, especialmente con vistas al gran jubileo del año 2000.



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