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VIGILIA DE LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN
DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Castelgandolfo
Miércoles 14 de agosto de 1996

 

«Signum magnum apparuit in caelo...»: «Una gran señal apareció en el cielo: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza» (Ap 12, 1).

Amadísimos hermanos y hermanas, mañana, solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María, repetiremos estas palabras tomadas del Apocalipsis. Con ellas la Iglesia indica en María el pleno cumplimiento de las expectativas mesiánicas. Preservada de la culpa original para ser templo virginal de la encarnación del Hijo de Dios, la Virgen llegó a ser con toda su existencia el signo grandioso que ilumina el destino de todo ser humano. En ella los creyentes pueden ver realizadas las promesas salvíficas: la liberación del pecado y la consecuente victoria sobre la muerte.

María, redimida de modo sublime en consideración a los méritos de su Hijo, venció la muerte con él. Recorrió, en la fe, todo el Camino del Redentor. El pueblo cristiano ha percibido de modo cada vez más claro que esta comunión total con el destino de Jesús no podía menos de expresarse también mediante la participación en su gloria final, y ha reconocido la Asunción de María al cielo en alma y cuerpo.

Amadísimos hermanos y hermanas, hoy elevamos nuestra mirada a la santísima Virgen que, desde el cielo, brilla ante nosotros, peregrinos en la tierra, «como señal de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor» (Lumen gentium, 68). María nos acompaña por el camino de la vida, sosteniéndonos también en las situaciones más arduas y complejas.

San Maximiliano Kolbe, pocos meses antes de su martirio, en enero de 1941, escribió estas palabras: «Dejémonos guiar por ella tanto a lo largo de un camino bien asfaltado y cómodo, como a lo largo de uno accidentado y difícil. Ni siquiera las caídas deben desalentarnos. Basta un solo acto de amor —del amor que no proviene del sentimiento, sino sólo de la voluntad, es decir, un acto de obediencia religiosa realizado por ella—, para que una caída se transforme en una ventaja mayor» (Carta a fray Cassiano Tetich, 19 de enero de 1941).

Conscientes de poder contar con esta Madre atenta y diligente, nos dirigimos a ella para decirle con confianza:

«Bajo tu, amparo
nos acogemos, santa Madre de Dios:
no desoigas la oración
de tus hijos necesitados,
y líbranos de todo peligro,
oh Virgen gloriosa y bendita».


Después del Ángelus

Os agradezco vuestra presencia aquí en esta víspera de la solemnidad de la Asunción de María a los cielos. Como creyentes, elevamos nuestra mirada hacia la santísima Virgen que desde lo alto brilla ante nosotros, que somos peregrinos «como señal de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor» ( Lumen gentium, 68). Así, ella nos acompaña en el camino de la vida y nos sostiene en los momentos de dificultad.


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