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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo
18 de agosto de 1996

 

Queridos hermanos y hermanas:

1. En los santos resplandece de modo especial la luz de Cristo, que ilumina el rostro de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 1). Su veneración es un puente que une vitalmente a las Iglesias de Oriente y Occidente, favoreciendo el intercambio de los dones espirituales y el camino hacia la plena unidad.

Además, en el amor a la santísima Virgen, se diría que los cristianos occidentales y orientales compiten, reconociendo en María a la Madre del Redentor y de la Iglesia, la síntesis y culminación de las maravillas realizadas por Dios en favor del hombre. Precisamente estos días hemos celebrado su Asunción al cielo. En Oriente, donde esta solemnidad se llama también «Dormición» de María, se trata de la máxima fiesta mariana, para la cual los fieles se preparan con ocho días o más de ayuno y oración.

En efecto, en la Asunción de María emerge un aspecto de la visión cristiana, que la tradición oriental subraya justamente: si toda persona humana ha sido hecha a imagen y semejanza de Dios, María, llena de gracia, es la que más se asemeja. En ella se realiza plenamente el designio de Dios que quiere elevar al hombre a la altura de su vida trinitaria. María ha sido elevada a la plenitud de la visión de Dios. Y ello no sólo porque ha dado su carne al Verbo de Dios, como verdadera Madre, sino sobre todo porque lo custodia para siempre en su corazón, como está espléndidamente representado en el icono Znamenie. El conocido himno akathistos a la Madre de Dios presenta a María como «compendio de las verdades de Cristo».

2. Los santos son, junto con María, el gran tesoro de la Iglesia en Oriente y en Occidente. Son el esplendor de la Redención obrada por Cristo. Su muerte es recordada como nacimiento para el cielo, y cada día la liturgia conmemora a algunos. Muchos de ellos son comunes a ambas tradiciones, especialmente los de la época bíblica y los de los primeros siglos cristianos. A ellos están dedicados infinidad de expresiones de alabanza. El arte los hace objeto de espléndidas representaciones. El pueblo los siente como patronos y modelos de vida.

Si se compara la liturgia oriental con la occidental, se encuentra una evidente complementariedad. También en este campo es preciso conocerse y apreciarse más. A este propósito me complace recordar el caso de san Gregorio Magno: el gran Papa, que había sido apocrisiario en Constantinopla, comprendió su ministerio de Sucesor de Pedro como el de «siervo de los siervos de Dios». Fue apreciado por los cristianos de Oriente y éstos lo recuerdan con el singular epíteto de Gregorio el Diálogo. Expresión sugestiva, que al mismo tiempo que evoca una famosa obra del gran Pontífice, suena también como inspiradora de un programa de santidad y de ministerio, en el que el decidido servicio a la verdad camine siempre al mismo paso que la capacidad de escucha y la viva búsqueda de la comunión entre los hermanos.

3. Confiamos a la intercesión de María el camino ecuménico en el que los cristianos están empeñados y al que el concilio Vaticano II ha dado un impulso decisivo. Si nos volvemos al pasado bajo la mirada de la Madre común y a la luz de los santos, será más fácil construir un futuro de santidad y, con él, un futuro de unidad. Sombras, incluso graves, no han faltado desgraciadamente en la historia de las relaciones entre Oriente y Occidente. Pero ahora más que nunca hay que mirar adelante, mientras se acerca a grandes pasos el tercer milenio. Que María santísima, modelo de la Iglesia, icono viviente de su misterio, guíe y sostenga nuestros pasos.


Después del Ángelus

En esta hora del Ángelus, deseo saludar a los peregrinos de lengua española que han participado en esta plegaria dedicada a la Madre del Salvador. Os agradezco vuestra presencia y, especialmente, vuestras oraciones. Invocando la protección de la Virgen María, os aliento a seguir viviendo con generosidad los valores evangélicos, tan necesarios al hombre y a la sociedad actual, y a testimoniarlos en la vida de cada día. Con gusto os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.



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