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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo
25 de agosto de 1996

 

Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Durante dos mil años de historia, no pocas veces se ha pedido a los cristianos la prueba suprema del martirio. Permanecen vivos en la memoria sobre todo los mártires de la primera era cristiana. Pero también en los siglos sucesivos han sido muchos los que, en circunstancias diversas, han derramado la sangre por Cristo, tanto en Oriente como en Occidente. La división, que desgraciadamente se produjo entre las Iglesias, no hace menos precioso su sacrificio.

A los mártires se dirige con especial intensidad la veneración del pueblo de Dios, que ve representada al vivo en ellos la pasión de Cristo. En este sentido es emblemática la historia de los santos Boris y Gleb, que se remonta a los albores del cristianismo eslavo del reino de Kiev. Se trata de dos hijos del primer príncipe cristiano, san Vladimiro, que al morir su padre fueron asesinados por su hermano usurpador. La fe del pueblo vinculó inmediatamente esa sangre derramada a la de Jesucristo, y Boris y Gleb fueron llamados strastoterpcy, «los que sufren la pasión». Una narración de finales del. siglo XI cita esta conmovedora oración de Boris antes de morir: «Gloria a ti, pródigo Dador de vida, que te has dignado hacerme partícipe de la pasión de los santos mártires (...). Tú sabes, Señor, que no ofrezco resistencia (...). Pero tú, Señor, mira y juzga entre mi hermano y yo; no le imputes este pecado y recibe mi alma en paz».

¡Qué oración tan admirable! Es el rostro de una humanidad hecha icono del rostro sufriente de Cristo.

2. Y ¿qué decir de la gran experiencia de martirio que ortodoxos y católicos han vivido juntos durante este siglo en los países del Este europeo? Muchos testigos valientes del Evangelio, perseguidos por un implacable poder ateo, han «completado» en su carne la pasión de Cristo (cf. Col 1, 24). Verdaderos mártires del siglo XX, son luz para la Iglesia y la humanidad: «Los cristianos de Europa y del mundo, arrodillados en oración junto a los confines de los campos de concentración y de las cárceles, deben agradecerles su luz: era la luz de Cristo, que ellos hacían resplandecer en las tinieblas» (Carta apostólica con ocasión del IV centenario de la Unión de Brest, 12 de noviembre de 1995, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de noviembre de 1995, p. 7).

La sangre de los mártires —decía Tertuliano— es semilla de nuevos cristianos. Es también linfa de unidad para la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. Si al final del segundo milenio, ésta «ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires» (Tertio millennio adveniente, 37), podemos esperar que su testimonio, recogido con cuidado en los nuevos martirologios, y sobre todo su intercesión, aceleren el tiempo de la plena comunión entre los cristianos de todas las confesiones, y en especial entre las veneradas Iglesias ortodoxas y la Sede apostólica.

3. La Virgen santísima, Reina de los mártires, nos obtenga la fuerza interior de los mártires de todos los tiempos, a fin de que podamos ofrecer a Cristo un testimonio claro de vida. Martirio significa precisamente testimonio. Todo cristiano, sin excepción, está llamado a darlo, viviendo en la santidad de la vida diaria, siempre dispuesto a «dar razón de la esperanza» (1 P 3, 15) que hay en él. Que este testimonio se haga más vigoroso gracias al hecho de ser ofrecido juntamente por todos los discípulos de Cristo, unidos en un solo, corazón y un alma sola.


Después del Ángelus

Me complace dirigir un saludo afectuoso a todas las personas de lengua española que habéis venido hasta aquí para el rezo del Ángelus. Os deseo que vuestra presencia en Roma contribuya al crecimiento de la fe, confesándola con generosidad y audacia en vuestra vida. Invocando la intercesión de la Virgen María, os imparto, así como a vuestras familias y seres queridos, la bendición apostólica.



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