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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Tercer Domingo de Adviento, 15 de diciembre de 1996

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Entre las figuras que la liturgia pone en nuestro camino de Adviento, como preparación para el gran jubileo del año 2000, encontramos hoy a san Juan Bautista. Hombre austero, «voz del que dama en el desierto» (Jn 1, 23), que el poder sacrificó por haber dicho sin miedo la verdad, sigue siendo profundamente actual. El evangelio de Juan nos lo presenta como el «testigo de la luz» (cf. Jn 1, 6).

La luz que nos señala no es sólo una verdad moral; es la persona de Cristo, que no duda en decir de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8, 12), «Yo soy la verdad» (Jn 14, 6).

Se trata, indudablemente, de una afirmación inaudita, a primera vista desconcertante, pero plenamente creíble en boca de Jesús, que, con sus palabras y sus obras, y sobre todo con su muerte y resurrección, demostró que era el «Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos» (Símbolo Niceno-constantinopolitano).

Muchos mártires dieron su vida para testimoniar su fe en él. Después de dos milenios de historia, la Iglesia sigue ‹apostándolo todo» por esta verdad, que el concilio de Nicea, replicando a los arrianos, recogió para siempre en el Símbolo de fe, en el que confesamos a Cristo como «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero» (ib.).

2. Sí, Cristo es luz porque, en su identidad divina, revela el rostro del Padre. Pero también lo es porque, siendo hombre como nosotros, solidario en todo con nosotros, a excepción del pecado, revela el hombre al propio hombre. Lamentablemente, el pecado ha ofuscado en nosotros la capacidad de conocer y seguir la luz de la verdad; más aún, como advierte el apóstol Pablo, ha cambiado «la verdad de Dios por la mentira» (Rm 1, 25). Con su encarnación, el Verbo de Dios vino a traer al hombre la luz plena. El Vaticano II dice a este respecto: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes, 22).

3. Que la Virgen santísima, la humilde joven de Nazaret, que fue madre y discípula de Cristo, nos ayude a abrir los ojos a la luz. Ante el misterio de su Hijo divino, también ella debió hacer cada día su «peregrinación de la fe» (Lumen gentium, 58). Pidámosle que esté cerca de cuantos buscan sinceramente la verdad, orientando a «la humanidad hacia aquel que es "la luz verdadera, que ilumina a todo hombre"» (Tertio millennio adveniente, 59).

 


Después del Ángelus

Me complace saludar a los peregrinos de lengua española. De modo especial, a los fieles de las parroquias de Nuestra Señora del Pilar, y de San Vicente y San Antonio de la Archidiócesis de Valencia y la Sagrada Familia de Palma de Mallorca. A todos deseo que la peregrinación a Roma, en este tiempo de Adviento, os ayude a proseguir vuestro camino de fe en Dios y de amor a la Iglesia. Os bendigo a todos de corazón.



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