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JUAN PABLO II

ÁNGELUS

Domingo 2 de noviembre de 1997

 

Amadísimos hermanos y hermanas:

1. Hemos celebrado ayer la solemnidad de Todos los Santos, y hoy la liturgia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. A la contemplación de cuantos ya han alcanzado la gloria de Dios, la Iglesia une el recuerdo de nuestros seres queridos, que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz (cf. Canon Romano).

Me uno espiritualmente a cuantos visitan durante estos días las tumbas de sus muertos, en los cementerios de Roma y de todo el mundo. Voy en peregrinación espiritual, en especial, a donde están enterradas las víctimas de la violencia y la guerra, de la injusticia y el hambre. Jesús, que dijo: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25), conceda  a todos los difuntos el descanso de los justos y la plenitud de la vida eterna.

2. La tradición de la Iglesia ha exhortado siempre a orar por los difuntos. El fundamento de la oración de sufragio se encuentra en la comunión del Cuerpo místico. Como reafirma el concilio Vaticano II, «la Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos» (Lumen gentium, 50).

Por tanto, recomienda la visita a los cementerios, el cuidado de las tumbas y los sufragios como testimonio de esperanza confiada, a pesar del dolor por la separación de los propios seres queridos. La muerte no es la última palabra sobre el destino humano, puesto que el hombre está destinado a una vida sin límites, que encuentra su plenitud en Dios.

Por esto, el Concilio subraya que «la fe, apoyada en sólidos argumentos, ofrece a todo hombre que reflexiona una respuesta a su ansiedad sobre su destino futuro, y le da al mismo tiempo la posibilidad de una comunión en Cristo con los hermanos queridos arrebatados ya por la muerte, confiriéndoles la esperanza de que ellos han alcanzado en Dios la vida verdadera» (Gaudium et spes, 18).

3. Con esta fe en el destino supremo del hombre, nos dirigimos ahora a María, que vivió al pie de la cruz el drama de la muerte de Cristo y después participó del gozo de su resurrección. Que ella, Puerta del cielo, nos ayude a comprender cada vez más el valor de la oración de sufragio por nuestros amados difuntos, nos sostenga en la peregrinación diaria en la tierra y nos ayude a tener siempre presente la meta última de la vida, que es el paraíso.



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