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CARTA APOSTÓLICA
DILECTI AMICI
DEL PAPA
JUAN PABLO II
A LOS JÓVENES Y A LAS JÓVENES
DEL MUNDO
CON OCASIÓN
DEL AÑO INTERNACIONAL
DE LA JUVENTUD

 

Queridos amigos:

Votos para el Año de la juventud

1. «Siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1 Pe 3, 15).

Estos son los votos que formulo para vosotros, jóvenes, desde el comienzo del año en curso. El 1985 ha sido proclamado por la Organización de las Naciones Unidas como Año Internacional de la Juventud, lo cual reviste un significado múltiple ante todo para vosotros mismos, y también para todas las generaciones, para cada persona, para la comunidades y para toda la sociedad. Esto reviste asimismo un particular significado para la Iglesia en cuanto depositaria de verdades y valores fundamentales, y a la vez servidora de los destinos eternos que el hombre y la gran familia humana tienen en Dios mismo.

Si el hombre es el camino fundamental y cotidiano de la Iglesia (Cf. Juan Pablo II, Encícl. Redemptor hominis, 14: AAS 71 [1979], 284 s.), entonces se comprende bien por qué la Iglesia atribuye una especial importancia al período de la juventud como una etapa clave de la vida de cada hombre. Vosotros, jóvenes, encarnáis esa juventud. Vosotros sois la juventud de las naciones y de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad. Vosotros sois también la juventud de la Iglesia. Todos miramos hacia vosotros, porque todos nosotros en cierto sentido volvemos a ser jóvenes constantemente gracias a vosotros. Por eso, vuestra juventud no es sólo algo vuestro, algo personal o de una generación, sino algo que pertenece al conjunto de ese espacio que cada hombre recorre en el itinerario de su vida, y es a la vez un bien especial de todos. Un bien de la humanidad misma.

En vosotros está la esperanza, porque pertenecéis al futuro, y el futuro os pertenece. En efecto, la esperanza está siempre unida al futuro, es la espera de los «bienes futuros». Como virtud cristiana ella está unida a la espera de aquellos bienes eternos que Dios ha prometido al hombre en Jesucristo (Cf. Rom 8, 19. 21; Ef 4, 4; Flp 3, 10 s.; Tit 3, 7; Heb 7, 19; 1 Pe 1, 13.). Y contemporáneamente esta esperanza, en cuanto virtud cristiana y humana a la vez, es la espera de los bienes que el hombre se construirá utilizando los talentos que le ha dado la Providencia.

En este sentido a vosotros, jóvenes, os pertenece el futuro, como una vez perteneció a las generaciones de los adultos y precisamente también con ellos se ha convertido en actualidad. De esa actualidad, de su forma múltiple y de su perfil son responsables ante todo los adultos. A vosotros os corresponde la responsabilidad de lo que un día se convertirá en actualidad junto con vosotros y que ahora es todavía futuro.

Cuando decimos que a vosotros os corresponde el futuro, pensamos en categorías humanas transitorias, en cuanto el hombre está siempre de paso hacia el futuro. Cuando decimos que de vosotros depende el futuro, pensamos en categorías éticas, según las exigencias de la responsabilidad moral que nos impone atribuir al hombre como persona –y a las comunidades y sociedades compuestas por personas– el valor fundamental de los actos, de los propósitos, de las iniciativas y de la las intenciones humanas.

Esta dimensión es también la dimensión propia de la esperanza cristiana y humana. En esta dimensión, el primer y fundamental voto que la Iglesia, a través de mí, formula para vosotros, jóvenes, en este Año dedicado a la Juventud es que estéis «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (1 Pe 3, 15).

Cristo habla con los jóvenes

2. Estas palabras, escritas un día por el apóstol Pedro a la primera generación cristiana, están en relación con todo el Evangelio de Jesucristo. Non daremos cuenta de esta relación de modo más claro, cuando reflexionemos sobre el coloquio de Cristo con el joven referido por los evangelistas (Cf. Mc 10. 17-22; Mt 19, 16-22; Lc 18, 18-23). Entre muchos otros textos bíblicos es éste el primero que debe ser recordado aquí.

A la pregunta: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?», Jesús responde con esta pregunta: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios». Y añade: «Ya sabes los mandamientos: No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10, 17-19). Con estas palabras Jesús recuerda a su interlocutor algunos de los mandamientos del Decálogo.

Pero la conversación no termina ahí. En efecto, el joven afirma: «Maestro, todo esto lo he guardado desde mi juventud». Entonces –escribe el evangelista– «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó y le dijo: Una sola cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme» (Mc 10, 20s).

En este momento cambia el clima del encuentro. El evangelista escribe del joven que «se anubló su semblante y se fue triste, porque tenía mucha hacienda» (Mc 10, 22).

Hay otros pasajes del Evangelio en los que Jesús de Nazaret encuentra a jóvenes. Particularmente sugestivas son las dos resurrecciones: la de la hija de Jairo (cf. Lc 8, 49-56) y la del hijo de la viuda de Naín (cf. Lc 7, 11-17). Sin embargo, podemos admitir que el coloquio antes citado es sin duda el encuentro más completo y más rico de contenido. Se puede decir también que éste tiene carácter más universal y ultratemporal; es decir, que vale en cierto sentido, constante y continuamente, a lo largo de los siglos y generaciones. Cristo habla así con un joven, con un muchacho o muchacha; conversa en diversos lugares de la tierra en medio a las diversas naciones, razas y culturas. Cada uno de vosotros es un potencial interlocutor en este coloquio.

Al mismo tiempo todos los elementos de la descripción y todas las palabras dichas por ambas partes en tal conversación tienen un significado muy esencial, poseen su peso específico. Se puede decir que estas palabras contienen una verdad, particularmente profunda sobre el hombre en general y, en especial, la verdad sobre la juventud humana. Son en verdad importantes para los jóvenes.

Permitidme, por ello, que como línea de fondo relacione mis reflexiones en esta Carta con ese encuentro y con ese texto evangélico. Quizá de esta manera será más fácil para vosotros desarrollar el propio coloquio con Cristo, un coloquio que es de importancia fundamental y esencial para un joven.

La juventud una riqueza singular

3. Comenzaremos por lo que se encuentra al final del texto evangélico. El joven se fue triste «porque tenía mucha hacienda».

Sin duda esta frase se refiere a los bienes materiales, de los que el joven era propietario o heredero. Quizá es ésta la situación propia de algunos, pero no es la típica. Por ello las palabras del evangelista sugieren otra visión del problema: se trata de hecho de que la juventud por sí misma (prescindiendo de cualquier bien material) es una riqueza singular del hombre, de una muchacha o de un muchacho, y en la mayor parte de los casos es vivida por los jóvenes como una específica riqueza. La mayor parte de las veces, pero no siempre, no como regla, porque no faltan hombres que por diversos motivos no experimentan la juventud como riqueza. De ello habrá que hablar por separado.

Hay sin embargo razones –incluso de tipo objetivo– para pensar en la juventud como en una singular riqueza que el hombre experimenta precisamente en tal período de su vida. Este se distingue ciertamente del período de la infancia (es, en efecto, la salida de los años de la infancia), como se distingue también del período de la plena madurez. Efectivamente, el período de la juventud es el tiempo de un descubrimiento particularmente intenso del «yo» humano y de las propiedades y capacidades que éste encierra. A la vista interior de la personalidad en desarrollo de un joven o de una joven se abre gradual y sucesivamente aquella específica –en cierto sentido única e irrepetible– potencialidad de una humanidad concreta, en la que está como inscrito el proyecto completo de la vida futura. La vida se delinea como la realización de tal proyecto, como «autorrealización».

La cuestión merece naturalmente una explicación desde muchos puntos de vista. Pero si queremos expresarlo brevemente, se revela precisamente el perfil y la forma de riqueza que es la juventud. Es la riqueza de descubrir y a la vez de programar, de elegir, de prever y de asumir como algo propio las primeras decisiones, que tendrán importancia para el futuro en la dimensión estrictamente personal de la existencia humana. Al mismo tiempo, tales decisiones tienen no poca importancia social. El joven del Evangelio se encuentra en esta fase existencial, como deducimos de las mismas preguntas que hace en el coloquio con Jesús. Por ello, también las palabras conclusivas referentes a la «mucha hacienda», es decir, a la riqueza, pueden entenderse en este sentido preciso: el de la riqueza que es la juventud misma.

Pero hemos de preguntarnos: esa riqueza que es la juventud ¿debe acaso alejar al hombre de Cristo? El evangelista no dice esto ciertamente; el mismo examen del texto permite concluir más bien en sentido opuesto. En la decisión de alejarse de Cristo han influido en definitiva sólo las riquezas exteriores, lo que el joven poseíala hacienda»). No lo que él era. Lo que él era, precisamente en cuanto joven –es decir, la riqueza interior que se esconde en la juventud– le había conducido a Jesús. Y le había llevado a hacer aquellas preguntas, en las que se trata de manera más clara del proyecto de toda la vida. ¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna? ¿Qué he de hacer para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido?

La juventud de cada uno de vosotros, queridos amigos, es una riqueza que se manifiesta precisamente en estas preguntas. El hombre se las pone a lo largo de toda su vida. Sin embargo, durante la juventud ellas se imponen de un modo particularmente intenso, incluso insistente. Y es bueno que suceda así. Porque esas preguntas prueban la dinámica del desarrollo de la personalidad humana que es propia de vuestra edad. Estas preguntas os las ponéis a veces de manera impaciente, y a la vez vosotros mismos comprendéis que la respuesta a ellas no puede ser apresurada ni superficial. Ha de tener un peso específico y definitivo. Se trata de una respuesta que se refiere a toda la vida, que abarca el conjunto de la existencia humana.

De manera particular estas preguntas esenciales se las ponen vuestros coetáneos, cuya vida está marcada, ya desde la juventud, por el sufrimiento: por alguna carencia física, por alguna deficiencia, por algún «handicap» o limitación, por la difícil situación familiar o social. Si a pesar de todo ello su conciencia se desarrolla normalmente, la pregunta sobre el sentido y valor de la vida se convierte en algo esencial y a la vez particularmente dramático, porque desde el principio está marcada por el dolor de la existencia. ¡Cuántos de estos jóvenes se encuentran en medio de la gran multitud de jóvenes del mundo entero! ¡Cuántos se ven obligados a vivir desde la juventud en una institución u hospital, condenados a una cierta pasividad que puede suscitar en ellos sentimientos de ser inútiles a la humanidad!

¿Se puede decir entonces que también su juventud es una riqueza interior? ¿A quién hemos de preguntar esto? ¿A quién han de poner ellos esta pregunta esencial? Parece que Cristo es en estos casos el único interlocutor competente, aquel que nadie puede sustituir plenamente.

Dios es amor

4. Cristo responde a su joven interlocutor del Evangelio. Él le dice: «Nadie es bueno sino sólo Dios». Hemos oído ya lo que el otro preguntaba. «Maestro bueno ¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». ¿Cómo actuar, a fin de que mi vida tenga sentido, pleno sentido y valor? Nosotros podemos traducir así su pregunta en el lenguaje de nuestro tiempo. En este contexto la respuesta de Cristo quiere decir: sólo Dios es el último fundamento de todos los valores; sólo Él da sentido definitivo a nuestra existencia humana.

Sólo Dios es bueno, lo cual significa: en Él y sólo en Él todos los valores tienen su primera fuente y su cumplimiento final; en Él «el alfa y la omega, el principio y el fin» (Ap 21, 6). Solamente en Él hallan su autenticidad y confirmación definitiva. Sin Él –sin la referencia a Dios– todo el mundo de los valores creados queda como suspendido en un vacío absoluto, pierde su transparencia y expresividad. El mal se presenta como bien y el bien es descartado. ¿No nos indica esto mismo la experiencia de nuestro tiempo, donde quiera que Dios ha sido eliminado del horizonte de las valoraciones, de los criterios, de los actos?

¿Por qué sólo Dios es bueno? Porque Él es amor. Cristo da esta respuesta con las palabras del Evangelio, y sobre todo con el testimonio de la propia vida y muerte: «Porque tanto amó Dios al mundo, que lo dio su unigénito Hijo» (Jn 3, 16). Dios es bueno porque «es amor» (1Jn 4, 8.16).

La pregunta sobre el valor, la pregunta sobre el sentido de la vida –lo hemos dicho– forma parte de la riqueza particular de la juventud. Brota de lo más profundo de las riquezas y de las inquietudes, que van unidas al proyecto de vida que se debe asumir y realizar. Más todavía cuando la juventud es probada por el sufrimiento personal o es profundamente consciente del sufrimiento ajeno; cuando experimenta una fuerte sacudida ante las diversas formas del mal que existe en el mundo; y finalmente cuando se pone frente al misterio del pecado, de la iniquidad humana (mysterium iniquitatis) (cf. 2 Tes 2, 7). La respuesta de Cristo equivale a: sólo Dios es bueno, sólo Dios es amor. Esta respuesta puede parecer difícil, pero a la vez es firme y verdadera; lleva en sí la solución definitiva. Ruego insistentemente, a fin de que vosotros, jóvenes amigos, escuchéis esta respuesta de Cristo de modo verdaderamente personal, para que encontréis el camino interior que os ayude a comprenderla, para aceptarla y hacerla realidad.

Así es Cristo en la conversación con el joven. Así es en el coloquio con cada uno y cada una de vosotros. Cuando le preguntáis: «Maestro bueno...», Él pregunta, «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios». Como si dijera: el hecho de que yo sea bueno da testimonio de Dios. «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). Así habla Cristo, maestro y amigo, Cristo crucificado y resucitado; el mismo ayer, hoy y por los siglos (cf. Heb 13, 8).

Éste es el núcleo, el punto esencial de la respuesta a las preguntas que vosotros, jóvenes, le hacéis a Él mediante la riqueza que hay en vosotros y que está arraigada en vuestra juventud. Ésta abre ante vosotros diversas perspectivas, os ofrece como tarea el proyecto de una vida entera. De ahí la pregunta sobre los valores; de ahí la pregunta sobre el sentido, sobre la verdad, sobre el bien y el mal. Cuando Cristo al responderos os manda referir todo esto a Dios, os indica a la vez cuál es la fuente de ello y el fundamento que está en vosotros. En efecto, cada uno de vosotros es imagen y semejanza de Dios por el hecho mismo de la creación (cf. Gén 1, 26). Tal imagen y semejanza hace precisamente que os pongáis estas preguntas que os debéis plantear. Ellas demuestran hasta qué punto el hombre sin Dios no puede comprenderse a sí mismo ni puede tampoco realizarse sin Dios. Jesucristo ha venido al mundo ante todo para hacer a cada uno de nosotros conscientes de ello. Sin Él esta dimensión fundamental de la verdad sobre el hombre caería fácilmente en la oscuridad. Sin embargo, «vino la luz al mundo» (Jn 3, 19; cf. 1, 9), «pero las tinieblas no la acogieron» (Jn 1, 5).

La pregunta sobre la vida eterna

5. ¿Qué he de hacer para que la vida tenga valor, tenga sentido? Esta pregunta apasionante, en boca del joven del Evangelio suena así: «¿qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». El hombre que pone la pregunta de esta manera ¿habla un leguaje comprensible para los hombres de hoy? ¿No somos nosotros la generación a la que el mundo y el progreso temporal llenan completamente el horizonte de la existencia? Nosotros pensamos ante todo con categorías terrenas. Si superamos los confines de nuestro planeta, lo hacemos para inaugurar los vuelos interplanetarios, para transmitir señales a otros planetas y enviarles sondas cósmicas.

Todo esto se ha convertido en el contenido de nuestra civilización moderna. La ciencia junto con la técnica ha descubierto de modo inigualable las posibilidades del hombre con respecto a la materia, y ha conseguido también dominar el mundo interior de su pensamiento, de sus capacidades, tendencias y pasiones.

Pero a la vez está claro que, cuando nos ponemos ante Cristo, cuando Él se convierte en el confidente de los interrogantes de nuestra juventud, no podemos poner una pregunta diversa de la del joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Cualquier otra pregunta sobre el sentido y valor de nuestra vida sería, ante Cristo, insuficiente y no esencial.

En efecto, Cristo no sólo es el «maestro bueno» que indica los caminos de la vida sobre la tierra. Él es el testigo de aquellos destinos definitivos que el hombre tiene en Dios mismo. Él es el testigo de la inmortalidad del hombre. El Evangelio que Él anunciaba con su voz está sellado definitivamente con la cruz y la resurrección en el misterio pascual. «Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere, la muerte no tiene ya dominio sobre Él» (Rom 6, 9). En su resurrección Cristo se ha convertido también en un permanente «signo de contradicción» (Lc 2, 34) frente a todos los programas incapaces de conducir al hombre más allá de las fronteras de la muerte. Más aún, ellos con este confín eliminan toda pregunta del hombre sobre el valor y el sentido de la vida. Frente a todos estos programas, a los modos de ver el mundo y a las ideologías, Cristo repite constantemente: «Yo soy la resurrección y la vida» (Jn 11, 25).

Por tanto, si tú, querido hermano y querida hermana, quieres hablar con Cristo adhiriéndote a toda la verdad de su testimonio, por una parte has de «amar al mundo»; porque Dios «tanto amó al mundo, que le dio su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16); y al mismo tiempo, has de conseguir el desprendimiento interior respecto a toda esta realidad rica y apasionante que es «el mundo». Has de decidirte a plantearte la pregunta sobre la vida eterna. En efecto, «pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7, 13), y cada uno de nosotros estamos sometidos a este pasar. El hombre nace con la perspectiva del día de su muerte en la dimensión del mundo visible; y al mismo tiempo el hombre, para quien la razón interior de ser consiste en superarse a sí mismo, lleva consigo también todo aquello con lo que supera al mundo.

Todo aquello con que el hombre supera en sí mismo al mundo –aun estando radicado en él– se explica por la imagen y semejanza de Dios que está inscrita en el ser humano desde el principio. Y todo esto con lo que el hombre supera al mundo no solamente justifica el interrogante sobre la vida eterna, sino que, incluso, lo hace indispensable. Ésta es la pregunta que los hombres se plantean desde hace tiempo, y no sólo en el ámbito del mundo cristiano, sino también fuera de él. Vosotros debéis tener también el valor de ponerla como el joven del Evangelio. El cristianismo nos enseña a comprender la temporalidad desde la perspectiva del Reino de Dios, desde la perspectiva de la vida eterna. Sin ella, la temporalidad, incluso la más rica o la más formada en todos los aspectos, al final lleva al hombre sólo a la inevitable necesidad de la muerte.

Ahora bien, existe una antinomia entre la juventud y la muerte. La muerte parece estar lejos de la juventud. Y así es. Más aún, dado que la juventud significa el proyecto de toda la vida, construido según el criterio del sentido y del valor, también durante la juventud se hace indispensable la pregunta sobre el final. La experiencia humana dejada a sí misma, da la misma respuesta que la Sagrada Escritura: «Está establecido morir una vez» (Heb 9, 27), y el escritor inspirado añade: «Después de esto viene el juicio». Y Cristo dice: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11, 25s). Preguntad por tanto a Cristo, como el joven del Evangelio: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?».

Sobre la moral y la conciencia

6. A este interrogante Jesús responde: «Ya sabes los mandamientos», y a continuación enumera dichos mandamientos que forman parte del Decálogo. Moisés los había recibido sobre el monte Sinaí en el momento de la Alianza entre Dios e Israel. Estos fueron escritos sobre tablas de piedra (cf. Ex 34. 1; Dt 9, 10; 2 Cor 3, 3) y constituían para todo israelita una diaria indicación del camino (cf. Dt 4,5-9). El joven que habla con Cristo conoce naturalmente de memoria los mandamientos del Decálogo; es más, puede decir con alegría: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud» (Mc 10, 20).

Hemos de suponer que en este diálogo que Cristo sostiene con cada uno de vosotros, jóvenes, se repita la misma pregunta: ¿Sabes los mandamientos? Ésta se repetirá infaliblemente, porque los mandamientos forman parte de la Alianza entre Dios y la humanidad. Los mandamientos determinan las bases esenciales del comportamiento, deciden el valor moral de los actos humanos, permanecen en relación orgánica con la vocación del hombre a la vida eterna, con la instauración del Reino de Dios en los hombres y entre los hombres. En la palabra de la Revelación divina está escrito con claridad el código de la moralidad del cual permanecen como punto clave las tablas del Decálogo del monte Sinaí y cuyo ápice se encuentra en el Evangelio: en el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7) y en el mandamiento del amor (cf. Mt 22, 37-40; Mc 12, 29-31; Lc 10, 27).

Este código de moralidad encuentra al mismo tiempo otra redacción. Dicho código está inscrito en la conciencia moral de la humanidad, de tal manera que quienes no conocen los mandamientos, esto es, la ley revelada por Dios, «son para sí mismos Ley» (cf. Rom 2, 14). Así lo escribe San Pablo en la carta a los Romanos; y añade a continuación: «Con esto muestran que los preceptos de la Ley están inscritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia» (Rom 2, 15).

Tocamos aquí problemas de suma importancia para vuestra juventud y para el proyecto de vida que de ella emerge.

Dicho proyecto se conforma con la perspectiva de la vida eterna en primer lugar a través de la verdad de las obras sobre las que será construido. La verdad de las obras halla su fundamento en aquella doble redacción de la ley moral: la que se encuentra escrita en las tablas del Decálogo de Moisés y en el Evangelio, y la que está esculpida en la conciencia moral del hombre. Y la conciencia se presenta como testigo de aquella ley, como escribe San Pablo. Esta conciencia –según las palabras de la carta a los Romanos– son «las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan» (Rom 2, 15). Cada uno sabe hasta qué punto estas palabras corresponden a nuestra realidad interior; cada uno de nosotros desde la juventud experimenta la voz de la conciencia.

Por tanto, cuando Jesús en el coloquio con el joven enumera los mandamientos: «No matarás, no adulterarás, no robarás, no levantarás falso testimonio, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre» (Mc 10, 19), la recta conciencia responde a las respectivas obras del hombre con una reacción interior: ella acusa o excusa. Hace falta, sin embargo, que la conciencia no esté desviada; hace falta que la formulación fundamental de los principios de la moral no ceda a la deformación bajo la acción de cualquier tipo de relativismo o utilitarismo.

¡Queridos jóvenes amigos! La respuesta que Jesús da a su interlocutor del Evangelio se dirige a cada uno y a cada una de vosotros. Cristo os interroga sobre el estado de vuestra sensibilidad moral y pregunta al mismo tiempo sobre el estado de vuestras conciencias. Es ésta una pregunta clave para el hombre; es el interrogante fundamental de vuestra juventud, válido para todo el proyecto de vida que, precisamente, ha de construirse durante la juventud. Su valor es el que está más estrechamente unido a la relación que cada uno de vosotros tiene respecto al bien y al mal moral. El valor de este proyecto depende en modo esencial de la autenticidad y de la rectitud de vuestra conciencia. Depende también de su sensibilidad.

De esta manera nos hallamos aquí en un momento crucial, en el que temporalidad y eternidad se encuentran a cada paso a un nivel que es propio del hombre. Es el nivel de la conciencia, el nivel de los valores morales; ésta es la dimensión más importante de la temporalidad y de la historia. En efecto, la historia se escribe no sólo con los acontecimiento que se suceden en cierta manera «desde dentro»: es la historia de la conciencia humana, de las victorias o de las derrotas morales. Aquí encuentra también su fundamento la esencial grandeza del hombre; su dignidad auténticamente humana. Éste es el tesoro interior con el que el hombre se supera constantemente a sí mismo en dirección a la eternidad. Si es verdad que «está establecido que los hombres mueren una sola vez» es también verdad que el tesoro de la conciencia, el depósito del bien y del mal, lo lleva el hombre más allá de la frontera de la muerte para que, en presencia de Aquél que es la santidad misma, encuentre la última y definitiva verdad sobre toda su vida: «Después de esto viene el juicio» (Heb 9, 27).

Así sucede precisamente con la conciencia: en la verdad interior de nuestros actos se halla, en un cierto sentido, constantemente presente la dimensión de la vida eterna. Y a la vez la misma conciencia, a través de los valores morales, imprime el sello más expresivo en la vida de las generaciones, en la historia y en la cultura de los ambientes humanos, de la sociedad, de las naciones y de la humanidad entera.

¡Cuánto depende en este campo de cada uno y cada una de vosotros!

«Jesús, poniendo en él los ojos, le amó»

7. Continuando en el examen del coloquio de Cristo con el joven, entramos ahora en otra fase. Ésta es nueva y decisiva. El joven ha recibido la respuesta esencial y fundamental a su pregunta: «¿Qué he de hacer para alcanzar la vida eterna?». Y esta respuesta coincide con todo el camino recorrido hasta ahora en su vida: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud». ¡Cómo deseo ardientemente para cada uno de vosotros que el camino de vuestra vida recorrido hasta ahora coincida de igual modo con la respuesta de Cristo! Más aún, deseo que la juventud os dé una base robusta de sanos principios; que vuestra conciencia consiga ya en estos años de la juventud aquella transparencia madura que en vuestra vida os permitirá a cada uno ser siempre «personas que inspiran confianza», esto es, que son creíbles. La personalidad moral así formada constituye a la vez la contribución más esencial que vosotros podréis aportar a la vida comunitaria, a la familia, a la sociedad, a la actividad profesional y también a la actividad cultural o política, y, finalmente, a la comunidad misma de la Iglesia con la que estáis o podréis estar ligados un día.

Se trata aquí a la vez de una plena y profunda autenticidad de la humanidad y de una igual autenticidad en el desarrollo de la personalidad humana, femenina o masculina, con todas las características que constituyen el rasgo irrepetible de esta personalidad y que al mismo tiempo provocan una múltiple resonancia en la vida de la comunidad y de los ambientes, comenzando por la familia. Cada uno de vosotros debe contribuir de algún modo a la riqueza de estas comunidades, en primer lugar, mediante lo que él es. ¿No se abre en esta dirección la juventud que es la riqueza «personal» de cada uno de vosotros? El hombre se lee a sí mismo, su propia humanidad, tanto como el propio mundo interior, cuanto como el terreno específico del ser «con los demás», «para los demás».

Justamente aquí asumen un significado decisivo los mandamientos del Decálogo y del Evangelio, especialmente el mandamiento de la caridad que abre al hombre hacia Dios y hacia el prójimo. La caridad, de hecho, es «el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). Por medio de ella maduran más plenamente el hombre y la fraternidad interhumana. Por esto la caridad es más grande (cf. 1Cor 13, 13), es el primero entre todos los mandamientos; es el primero de ellos, como nos enseña Cristo (cf. Mt 22, 38); en él, todos los demás están encerrados y unificados.

Os deseo, pues, a cada uno de vosotros que los caminos de vuestra juventud se encuentren con Cristo para que podáis confirmar ante Él, con el testimonio de la conciencia, este código evangélico de la moral a cuyos valores, en el curva de las generaciones, se han acercado de alguna manera tantos hombres grandes de espíritu.

No es éste el lugar de citar las comprobaciones de ello que se hallan en toda la historia de la humanidad. Es verdad que desde los tiempos más antiguos el dictamen de la conciencia orienta a cada sujeto humano hacia una norma moral objetiva que encuentra su expresión concreta en el respeto de la persona del otro y en el principio de no hacerle lo que no queremos que se nos haga.

En esto vemos ya emerger claramente aquella moral objetiva de la que San Pablo afirma que está escrita «en los corazones» y que recibe el testimonio de la conciencia (cf. Rom 2, 15). El cristiano percibe allí fácilmente un rayo del Verbo creador que ilumina a todo hombre( cf. Jn 1, 9; Nostra Aetate, 2) y, precisamente por ser seguidor de este Verbo hecho carne, se eleva a la ley superior del Evangelio que positivamente –con el mandamiento de la caridad– le impone hacer al prójimo todo el bien que quiere para sí mismo. De esta manera él sella la voz íntima de su conciencia con la adhesión absoluta a Cristo y a su palabra.

Os deseo que experimentéis, tras el discernimiento de los problemas esenciales e importantes para vuestra juventud, para el proyecto de toda la vida que se abre ante vosotros, aquello de que habla el Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó». Deseo que experimentéis una mirada así. Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mire con amor.

Él mira con amor a todo hombre. El Evangelio lo confirma a cada paso. Se puede también decir que en esta «mirada amorosa» de Cristo está contenida casi como en resumen y síntesis toda la Buena Nueva. Si buscamos el principio de esta mirada, es necesario volver atrás al libro del Génesis, a aquel instante en que, tras la creación del hombre «varón y mujer» Dios vio que «era muy bueno» (Gén 1, 31). Esta primera mirada del Creador se refleja en la mirada de Cristo que acompaña la conversación con el joven del Evangelio.

Sabemos que Cristo confirmará y sellará esta mirada con el sacrificio redentor de la Cruz, puesto que precisamente por medio de este sacrificio, aquella «mirada» ha alcanzado una particular profundidad de amor. En ella está contenida una tal afirmación del hombre y de la humanidad de la que sólo Cristo, Redentor y Esposo, es capaz. Solamente Él conoce lo que hay en el hombre (cf. Jn 2, 25): conoce su debilidad pero conoce también y sobre todo su dignidad.

Os deseo a cada uno y cada una de vosotros que descubráis esta mirada de Cristo y que la experimentéis hasta el fondo. No sé en qué momento de la vida. Pienso que el momento llegará cuando más falta haga; acaso en el sufrimiento, acaso también con el testimonio de una conciencia pura como en el caso del joven del Evangelio, o acaso precisamente en la situación opuesta: junto al sentimiento de culpa, con el remordimiento de conciencia. Cristo, de hecho, miró también a Pedro en la hora de su caída, cuando por tres veces había negado a su Maestro (cf. Lc 22, 61).

Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad (cf. Ef 1, 4). Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad esté casi borrada a los ojos de los hombres, cuando sea ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces, esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir.

Os deseo, pues, que experimentéis lo que sintió el joven del Evangelio: «Jesús, poniendo en él los ojos, le amó».

«Sígueme»

8. Del examen del texto evangélico resulta que esta mirada fue, por así decirlo, la respuesta de Cristo al testimonio que el joven había dado de su vida hasta aquel momento, o sea, haber actuado según los mandamientos de Dios. «Todo esto lo he guardado desde mi juventud».

A la vez, esta «mirada de amor» fue la introducción a la fase conclusiva de la conversación. Siguiendo la redacción de Mateo, fue el mismo joven quien inició esta fase, dado que no sólo constató su fidelidad respecto a los mandamientos del Decálogo, que caracterizaba su conducta anterior, sino que contemporáneamente formuló una nueva pregunta. De hecho preguntó: «¿Qué me queda aún?» (Mt 19, 20).

Esta pregunta es muy importante. Indica que en la conciencia moral del hombre y, concretamente del hombre joven, que forma el proyecto de toda su vida, está escondida la aspiración a «algo más». Este deseo se siente de diversos modos, y podemos advertirlo también entre aquellas personas que den la impresión de estar alejadas de nuestra religión.

Entre los seguidores de las religiones no cristianas, sobre todo del Budismo, del Hinduismo y del Islamismo, encontramos, desde hace milenios, numerosos hombres «espirituales» que, a menudo, desde la juventud, abandonan todo para vivir en estado de pobreza y de pureza en la búsqueda del Absoluto que está por encima de la apariencia de las cosas sensibles, se esfuerzan por conquistar el estado de liberación perfecta, se refugian en Dios con amor y confianza e intentan someterse de todo corazón a los designios escondidos en Él. Se sienten como empujados por una misteriosa voz interior que resuena dentro de su espíritu, haciendo como eco a las palabras de San Pablo: «Pasa la apariencia de este mundo» (1Cor 7,31), y los conduce a la búsqueda de cosas más grandes y duraderas: «Buscad las cosas de arriba» (Col 3,1). Tienden con todas sus fuerzas hacia la meta, trabajando mediante un serio aprendizaje en la purificación de su espíritu, llegando a hacer a veces de la propia vida una donación de amor a la divinidad. Actuando de este modo, se convierten en un ejemplo viviente para sus contemporáneos, a los que indican con su conducta la primacía de los valores eternos sobre los fugaces y, a veces, ambiguos, ofrecidos por la sociedad en la que viven.

El deseo a la perfección, a «algo más» encuentra su explícito punto de referencia en el Evangelio. Cristo, en el sermón de la montaña, confirma toda la ley moral, en cuyo centro están las tablas mosaicas de los diez mandamientos; pero al mismo tiempo da a estos mandamientos un sentido nuevo, evangélico. Todo esto se concentra –como se ha dicho precedentemente– alrededor de la caridad, no sólo como mandamiento, sino además como don: «... el amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rom 5, 5).

En este contexto nuevo se hace comprensible asimismo el programa de las ocho bienaventuranzas, con el que comienza el sermón de la montaña en el Evangelio según San Mateo (cf. Mt 5, 3-12).

En este mismo contexto el conjunto de los mandamientos, que constituyen el código fundamental de la moral cristiana, es completado por el conjunto de los consejos evangélicos, en los que se expresa y concreta, de modo especial, la llamada de Cristo a la perfección, que es una llamada a la santidad.

Cuando el joven pregunta sobre el «algo más»: «¿Qué me queda aún?», Jesús lo mira con amor y este amor encuentra aquí un nuevo significado. El hombre es conducido interiormente por el Espíritu Santo desde una vida según los mandamientos a otra vida consciente del don, y la mirada plena de amor por parte de Cristo expresa este «paso» interior. Jesús añade: «Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme» (Mt 19, 21).

¡Sí, mis queridos jóvenes! El hombre, el cristiano es capaz de vivir conforme a la dimensión del don. Más aún, esta dimensión no sólo es «superior» a la de las meras obligaciones morales conocidas por los mandamientos, sino que es también «más profunda» y fundamental. Esta dimensión testimonia una expresión más plena de aquel proyecto de vida que construimos ya en la juventud. La dimensión del don crea a la vez el perfil maduro de toda vocación humana y cristiana, como se dirá después.

Sin embargo, en este momento deseo hablaros del significado particular de las palabras que Cristo dijo a aquel joven. Y hago esto convencido de que Cristo las dirige en la Iglesia a algunos jóvenes interlocutores suyos de cada generación. También de la nuestra. Aquellas palabras significan en este caso una vocación particular dentro de la comunidad del Pueblo de Dios. La Iglesia halla el «sígueme» de Cristo (cf. Mc 10, 21; Jn 1, 43; 21, 23) al comienzo de toda llamada al servicio en el sacerdocio ministerial, que en la Iglesia católica de rito latino está unida simultáneamente a la responsable y libre elección del celibato. La Iglesia encuentra el mismo «sígueme» de Cristo al comienzo de la vocación religiosa en la que, mediante la profesión de los consejos evangélicos (castidad, pobreza y obediencia), un hombre o una mujer reconocen como suyo el programa de vida que el mismo Cristo realizó en la tierra por el reino de Dios (cf. Mt 19, 12). Al emitir los votos religiosos, estas personas se comprometen a dar un testimonio concreto del amor de Dios por encima de cualquier cosa y, a la vez, de aquella llamada a la unión con Dios en la eternidad que se dirige a todos. No obstante esto, es necesario que algunos den un testimonio excepcional de tal llamada ante los demás.

Me limito a mencionar estos temas en la presente Carta, dado que han sido ya presentados ampliamente en otro lugar y en más de una ocasión (Cf. Por ejemplo Juan Pablo II, Exhort. Apost. Redemptionis donum: AAS 76 (1984), 513-546.). Los recuerdo aquí porque en el contexto del coloquio de Cristo con el joven adquieren una claridad particular, especialmente el tema de la pobreza evangélica. Los recuerdo también, porque el «sígueme» de Cristo, precisamente en este sentido excepcional y carismático, se hace sentir la mayoría de las veces ya en la época de la juventud; y, a veces, se advierte incluso en la niñez.

Ésta es la razón por la que deseo decir a todos vosotros, jóvenes, en esta importante fase del desarrollo de vuestra personalidad masculina o femenina: si tal llamada llega a tu corazón, ¡no la acalles! Deja que se desarrolle hasta la madurez de una vocación. Colabora con esa llamada a través de la oración y la fidelidad a los mandamientos. «La mies es mucha»  (Mt 9, 37). Hay una gran necesidad de que muchos oigan la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una gran necesidad de que a muchos llegue la llamada de Cristo: «Sígueme». Hay una enorme necesidad de sacerdotes según el corazón de Dios. La Iglesia y el mundo actual tienen urgente necesidad de un testimonio de vida entregada sin reserva a Dios, del testimonio de este amor esponsal de Cristo, que de modo particular haga presente el Reino de Dios entre los hombres y lo acerque al mundo.

Permitidme pues completar aún las palabras de Cristo el Señor sobre la mies que es abundante. Sí, es abundante la mies del Evangelio, la de la salvación... «pero los obreros son pocos». Tal vez hoy se note esto más que en el pasado, especialmente en algunos países, así como también en algunos Institutos de vida consagrada y similares.

«Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 37), continúa diciendo Cristo. Estas palabras, especialmente en nuestro tiempo, se convierten en un programa de oración y acción en favor de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Con este programa la Iglesia se dirige a vosotros, jóvenes. Rogad también vosotros. Y si el fruto de esta oración de la Iglesia nace en lo íntimo de vuestro corazón, escuchad al Maestro que os dice: «Sígueme».

El proyecto de vida y la vocación cristiana

9. En el Evangelio estas palabras se refieren ciertamente a la vocación sacerdotal o religiosa, pero al mismo tiempo, nos permiten entender más profundamente la cuestión de la vocación en un sentido aún más amplio y fundamental.

Se podría hablar aquí de la vocación «de vida», que se identifica en cierto modo con el proyecto de vida, que cada uno de vosotros elabora en el período de su juventud. Sin embargo, «la vocación» dice todavía algo más que el «proyecto». En el segundo caso, es uno mismo el sujeto que elabora, y esto se corresponde más con la realidad de la persona, con lo que es cada una y cada uno de vosotros. Este «proyecto» es la «vocación», en cuanto en ella se hacen sentir los diversos factores que llaman. Estos factores componen normalmente un determinado orden de valores (llamado también «jerarquía de valores»), de los que brota un ideal a realizar, que es atractivo para un corazón joven. En este proceso la «vocación» se convierte en «proyecto», y el proyecto comienza a ser también vocación.

Pero dado que nos encontramos ante Cristo y basamos nuestras reflexiones en torno a la juventud sobre su coloquio con el joven, es menester precisar aún mejor la relación existente entre «el proyecto de vida» en relación con la «vocación de vida». El hombre es una criatura y, a la vez, un hijo adoptivo de Dios en Cristo: es hijo de Dios. Entonces la pregunta: «¿Qué me queda aún?» el hombre la hace durante la juventud no sólo a sí mismo y a las demás personas de las que espera una respuesta, especialmente a los padres y a los educadores, sino que la hace asimismo a Dios, como creador y padre. El hombre se hace esta pregunta en el ámbito de aquel particular espacio interior en el que ha aprendido a estar en estrecha relación con Dios, ante todo en la oración. El hombre pregunta pues a Dios: «¿Qué me queda aún?», ¿cuál es tu plan respecto a mí vida?, ¿cuál es tu plan creador y paterno?, ¿cuál es tu voluntad? Yo deseo cumplirla.

En este contexto el «proyecto» adquiere el significado de «vocación de vida», como algo que es confiado al hombre por Dios como tarea. Una persona joven, al entrar dentro de sí y a la vez al iniciar el coloquio con Cristo en la oración, desea casi leer aquel pensamiento eterno que Dios creador y padre tiene con ella. Entonces se convence de que la tarea que Dios le asigna es dejada completamente a su libertad y, al mismo tiempo, está determinada por diversas circunstancias de índole interior y exterior. La persona joven, muchacho o muchacha, examinando estas circunstancias, construye su proyecto de vida y a la vez reconoce este proyecto como la vocación a la que Dios la llama.

Así pues, deseo confiar a todos vosotros, jóvenes destinatarios de la presente Carta, este trabajo maravilloso que se une al descubrimiento, ante Dios, de la respectiva vocación de vida. Éste es un trabajo apasionante. Es un compromiso interior entusiasmante. Vuestra humanidad se desarrolla y crece en este compromiso mientras vuestra personalidad joven va adquiriendo la madurez interior. Os arraigáis en lo que cada uno y cada una de vosotros es, para convertirse en lo que debe llegar a ser: para sí mismo, para los hombres y para Dios.

Paralelamente al proceso de descubrir la propia «vocación de vida» debería desarrollarse la conciencia de en qué modo esta vocación de vida es al mismo tiempo una «vocación cristiana».

Hay que observar aquí que, en el periodo anterior al Concilio Vaticano II, el concepto de «vocación» se aplicaba ante todo respecto al sacerdocio y a la vida religiosa, como si Cristo hubiera dirigido al joven su «sígueme» evangélico únicamente para estos casos. El Concilio ha ampliado esta visual. La vocación sacerdotal y religiosa ha conservado su carácter particular y su importancia sacramental y carismática en la vida del Pueblo de Dios. Pero al mismo tiempo, la toma de conciencia, renovada por el Vaticano II, de la participación universal de todos los bautizados en la triple misión de Cristo (tria munera) profética, sacerdotal y real, así como la conciencia de la vocación universal a la santidad (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Constit. dogmática Lumen gentium, 39-42), hacen ciertamente que toda vocación de vida humana, al igual que la vocación cristiana, corresponda a la llamada evangélica. El «sígueme» de Cristo se puede escuchar a lo largo de distintos caminos, a través de los cuales andan los discípulos y los testigos del divino Redentor. Se puede llegar a ser imitadores de Cristo de diversos modos, o sea no sólo dando testimonio del Reino escatológico de verdad y de amor, sino también esforzándose por la transformación de toda la realidad temporal conforme al espíritu del Evangelio (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Constit. pastoral Gaudium et Spes, 43-44). Es aquí donde comienza también el apostolado de los seglares, inseparable de la esencia misma de la vocación cristiana.

Estas premisas son extremadamente importantes para el proyecto de vida, que corresponde al dinamismo esencial de vuestra juventud. Es preciso que examinéis este proyecto –independientemente del contenido concreto «de vida» del que se llenará– a la luz de las palabras dirigidas por Cristo al joven.

Es menester que reflexionéis también –y muy seriamente– sobre el significado del bautismo y de la confirmación. En efecto, el depósito fundamental de la vida y de la vocación cristiana está contenido en estos dos sacramentos. De ellos parte el camino hacia la Eucaristía, que contiene la plenitud del don sacramental concedido al cristiano: toda la riqueza de la Iglesia se concentra en este Sacramento de Amor. A la vez, siempre en relación con la Eucaristía, hay que reflexionar sobre el tema del Sacramento de la penitencia, que tiene una importancia insustituible en la formación de la personalidad cristiana, especialmente si está unida a él la dirección espiritual, es decir, una escuela sistemática de vida interior.

Sobre estas cuestiones quiero hablar brevemente, aunque cada uno de los Sacramentos de la Iglesia tiene su definida y específica referencia a la juventud y a los jóvenes. Confío en que el tema sea tratado de modo detallado por otros, especialmente por los agentes de pastoral expresamente enviados a colaborar con la juventud.

La Iglesia misma –como enseña el Concilio Vaticano II– es «como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Conc. Ecum. Vat. II, Constit. dogmática Lumen gentium, 1). Toda vocación de vida, como vocación «cristiana», está arraigada en la sacramentalidad de la Iglesia: se forma, por lo tanto, mediante los sacramentos de nuestra fe. Son los que nos permiten, desde la juventud, abrir nuestro «yo» humano a la acción salvífica de Dios, es decir de la Santísima Trinidad. Nos permiten participar en la vida de Dios, viviendo al máximo una vida humana auténtica. De esta manera, la vida humana adquiere una dimensión nueva y, a la vez, su originalidad cristiana: la conciencia de las exigencias impuestas al hombre por el Evangelio se completa por la toma de conciencia de aquel don, que supera todo. «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4, 10), dijo Cristo en su coloquio con la Samaritana.

«Gran sacramento esponsal»

10. Sobre esta vasta perspectiva que vuestro proyecto juvenil de vida adquiere en relación con la idea de la vocación cristiana, deseo dirigir la atención junto con vosotros, jóvenes destinatarios de la presente Carta, hacia el problema que, en cierto sentido, se encuentra en el centro de la juventud de todos vosotros. Este es uno de los problemas centrales de la vida humana y es, a la vez, uno de los temas centrales de reflexión, de creatividad y de cultura. Éste es también uno de los principales temas bíblicos, al que personalmente he dedicado muchas reflexiones y análisis. Dios ha creado al ser humano hombre y mujer, introduciendo con esto en la historia del género humano aquella particular «duplicidad» con una completa igualdad, si se trata de la dignidad humana, y con una complementariedad maravillosa, si se trata de la división de los atributos, de las propiedades y las tareas, unidas a la masculinidad y a la femineidad del ser humano.

Por lo tanto, éste es un tema de suyo grabado en el mismo «yo» personal de cada uno y cada una de vosotros. La juventud es el período en el que este gran tema invade, de forma experimental y creadora, el alma y el cuerpo de cada muchacho o muchacha, y se manifiesta en el interior de la joven conciencia junto con el descubrimiento fundamental del propio «yo» en toda su múltiple potencialidad. Entonces, también en el horizonte de un corazón joven se perfila una experiencia nueva: la experiencia del amor, que desde el primer instante pide ser esculpido en aquel proyecto de vida, que la juventud crea y forma espontáneamente.

Todo esto posee cada vez su irrepetible expresión subjetiva, su riqueza afectiva e incluso, su belleza metafísica. Al mismo tiempo, en todo esto se contiene una poderosa exhortación a no falsear esta expresión, a no destruir esa riqueza y desfigurar esa belleza. Estad convencidos de que esta llamada viene del mismo Dios, que ha creado el ser humano «a su imagen y semejanza», concretamente «como hombre y mujer». Esta llamada brota del Evangelio y se hace notar en la voz de las jóvenes conciencias, si éstas han conservado su sencillez y limpieza: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Sí, a través de aquel amor que nace en vosotros –y quiere ser esculpido en el proyecto de toda la vida– debéis ver a Dios que es amor  (cf. 1Jn 4, 8.16).

Por lo tanto os pido que no interrumpáis el diálogo con Cristo en esta fase extremadamente importante de vuestra juventud, más aún, os pido que os empeñéis todavía más. Cuando Cristo dice «sígueme», su llamada puede significar: «te llamo aún a otro amor»; pero muchas veces significa: «sígueme» a Mí que soy el esposo de la Iglesia, mi esposa...; ven, conviértete tú también en el marido de tu mujer..., conviértete en la esposa de tu marido. Convertíos ambos en participantes de aquel misterio, de aquel sacramento, del cual en la carta a los Efesios se dice que es grande: grande «referente a Cristo y a la Iglesia» (cf. Ef 5, 32).

Mucho depende del hecho de que vosotros, también en este camino sigáis a Cristo; que no huyáis de Él mientras tenéis este problema que consideráis justamente el gran acontecimiento de vuestro corazón, un problema que existe en vosotros y entre vosotros. Deseo que creáis y os convenzáis de que este gran problema tiene su dimensión definitiva en Dios, que es amor; en Dios, que en la unidad absoluta de su divinidad, es a la vez una comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Deseo que creáis y os convenzáis de que este vuestro «gran misterio» humano tiene su origen en Dios que es el Creador, que está arraigado en Cristo Redentor, que como el esposo «se ha donado totalmente», y a todos los esposos y esposas enseña a «donarse» de acuerdo con la plena capacidad de la dignidad personal de cada uno y cada una. Cristo nos enseña el amor esponsal.

Emprender el camino de la vocación matrimonial significa aprender el amor esponsal, día tras día, año tras año; el amor según el alma y el cuerpo, el amor que «es longánimo, es benigno, que no busca lo suyo... todo lo excusa»; el amor, que «se complace en la verdad», el amor que «todo lo tolera» (cf. 1Cor 13, 4.5.6.7).

Vosotros, jóvenes, precisamente tenéis necesidad de este amor si vuestro futuro matrimonio debe «superar» la prueba de toda la vida. Y, en concreto, esta prueba forma parte de la esencia misma de la vocación que, a través del matrimonio, intentáis grabar en el proyecto de vuestra vida.

Por ello, no ceso de pedir a Cristo y a la Madre del Amor Hermoso por el amor que nace en los corazones jóvenes. Muchas veces durante mi vida me ha sido posible acompañar, en cierto modo, más de cerca este amor de los jóvenes. Gracias a esta experiencia he comprendido cuán esencial es el problema que tratamos, aquí, cuán importante y grande es. Pienso que el futuro del hombre se decide en buena medida por los caminos de este amor, inicialmente juvenil, que tú y ella... o tú y él descubrís a lo largo de vuestra juventud. Ésta es –puede decirse– una gran aventura, pero es también una gran tarea.

Hoy los principios de la moral cristiana matrimonial son presentados de modo desfigurado en muchos ambientes. Se intenta imponer en ambientes y hasta en sociedades enteras un modelo que se autoproclama «progresista» y «moderno». No se advierte entonces que en este modelo el ser humano, y sobre todo quizá la mujer, es transformado de sujeto en objeto (objeto de una manipulación específica), y todo el gran contenido del amor es reducido a mero «placer», el cual, aunque toque a ambas partes, no deja de ser egoísta en su esencia. Finalmente, el niño, que es fruto y encarnación nueva del amor de los dos, se convierte cada vez más en «una añadidura fastidiosa». La civilización materialista y consumista penetra en este maravilloso conjunto del amor conyugal –paterno y materno–, y lo despoja de aquel contenido profundamente humano que desde el principio llevó una señal y un reflejo divino.

¡Queridos jóvenes amigos! ¡No os dejéis arrebatar esta riqueza! No grabéis un contenido deformado, empobrecido y falseado en el proyecto de vuestra vida: el amor «se complace en la verdad». Buscadla donde se encuentra de veras. Si es necesario, sed decididos en ir contra la corriente de las opiniones que circulan y de los «slogans» propagandísticos. No tengáis miedo del amor, que presenta exigencias precisas al hombre. Estas exigencias –tal como las encontráis en la enseñanza constante de la Iglesia– son capaces de convertir vuestro amor en un amor verdadero.

Y si tengo que hacerlo en algún lugar, deseo repetir aquí de modo especial el deseo formulado al comienzo, es decir, que estéis «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere». La Iglesia y la humanidad os confían el gran problema del amor sobre el que se basa el matrimonio, la familia; es decir, el futuro. Esperan que sabréis hacerlo renacer; esperan que sabréis hacerlo hermoso, humana y cristianamente. Un amor humana y cristianamente grande, maduro y responsable.

Herencia

11. En el vasto ámbito en el que el proyecto de vida, formado durante la juventud, se encuentra con «los demás», hemos analizado el punto más neurálgico. Pensemos aún que este punto central, en el que nuestro «yo» personal se abre a la vida «con los demás» y «para los demás» en la alianza matrimonial, encuentra una palabra muy significativa en la Sagrada Escritura: «El hombre dejará a su padre y a su madre; y se unirá a su mujer» (Gén 2, 24; cf. Mt 19, 5).

La palabra «dejará» merece una atención particular. La historia de la humanidad pasa desde el comienzo –y pasará hasta el final– a través de la familia. El ser humano forma parte de ella mediante el nacimiento que debe a sus padres: al padre y a la madre, para dejar en el momento oportuno este primer ambiente de vida y amor y pasar a otro nuevo. «Al dejar al padre y a la madre» cada uno y cada una de vosotros contemporáneamente, en cierto sentido, los lleva dentro consigo, asume la herencia múltiple, que tiene su comienzo directo y su fuente en ellos y en sus familias. De este modo, aun marchando, cada uno de vosotros permanece; la herencia que asume lo vincula establemente con aquellos que se la han transmitido y a los que debe tanto. Y él mismo, –ella o él– seguirá transmitiendo la misma herencia. De ahí que el cuarto mandamiento del Decálogo posea tan gran importancia: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex 20, 12; Dt 5, 16; Mt 15, 4).

Se trata aquí, ante todo, del patrimonio de ser hombre y, sucesivamente, de ser hombre en una más definida situación personal y social. Tiene su cometido en esto hasta la semejanza física con los padres. Más importante todavía es todo el patrimonio cultural, en cuyo centro se encuentra casi a diario la lengua. Los padres han enseñado a cada uno de vosotros a hablar aquella lengua que constituye la expresión esencial del vínculo social con lo demás hombres. Ello está determinado por límites más amplios que la familia misma o bien que un determinado ambiente. Estos son, por lo menos, los límites de una tribu y la mayoría de las veces los confines de un pueblo o de una nación, en la que habéis nacido.

La herencia familiar se extiende de este modo. A través de la educación familiar participáis en una cultura concreta, participáis también en la historia de vuestro pueblo o nación. El vínculo familiar significa la pertenencia común a una comunidad más amplia que la familia, y a la vez otra base de identidad de la persona. Si la familia es la primera educadora de cada uno de vosotros, al mismo tiempo –mediante la familia– es un elemento educativo la tribu, el pueblo o la nación, con la que estamos unidos por la unidad cultural, lingüística e histórica.

Este patrimonio constituye también una llamada en el sentido ético. Al recibir la fe y heredar los valores y contenidos que componen el conjunto de la cultura de su sociedad, de la historia de su nación, cada uno y cada una de vosotros recibe una dotación espiritual en su humanidad individual. Tiene aplicación aquí la parábola de los talentos que recibimos del Creador a través de nuestros padres, de nuestras familias y también de la comunidad nacional a la que pertenecemos. Respecto a esta herencia no podemos mantener una actitud pasiva o incluso de renuncia, como hizo el último de los siervos que menciona la parábola de los talentos (cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-26).

Debemos hacer todo lo que está a nuestro alcance para asumir este patrimonio espiritual, para confirmarlo, mantenerlo e incrementarlo. Ésta es una tarea importante para todas las sociedades, de manera especial quizás para aquellas que se encuentran al comienzo de su existencia autónoma, o bien para aquellas que deben defender su propia existencia y la identidad esencial de su nación ante el peligro de destrucción desde el exterior o de descomposición desde el interior.

Al escribiros, jóvenes, trato de tener presente ante mis ojos la situación compleja y diversa de las tribus, de los pueblos y de las naciones en nuestro mundo. Vuestra juventud y el proyecto de vida, que cada uno y cada una de vosotros elabora durante la juventud, están desde el primer instante insertos en la historia de estas sociedades diversas, y esto sucede no «desde el exterior», sino principalmente «desde el interior». Esto se convierte para vosotros en una cuestión de conciencia familiar y consiguientemente, nacional: es una cuestión de corazón, una cuestión de conciencia. El concepto de «patria» se desarrolla mediante una inmediata contigüidad con el concepto de «familia» y, en cierto sentido, se desarrolla el uno dentro del ámbito del otro. Vosotros de forma gradual, al experimentar este vínculo social, que es más amplio que el familiar, comenzáis a participar también en la responsabilidad por el bien común de aquella familia más amplia, que es la «patria» terrena de cada uno y de cada una de vosotros. Las figuras preclaras de la historia, antigua o contemporánea de una nación, guían también vuestra juventud y favorecen el desarrollo de aquel amor social que se llama a menudo «amor patrio».

Talentos y tareas

12. En este contexto de la familia y la sociedad que es vuestra patria, se inserta gradualmente un tema relacionado muy de cerca con la parábola de los talentos. En efecto, vosotros reconocéis progresivamente aquel «talento» o aquellos «talentos», que son propiedad de cada uno y cada una de vosotros, y comenzáis a serviros de ellos de modo creativo, comenzáis a multiplicarlos. Esto se realiza por medio del trabajo.

¡Qué escala tan grande de posibles direcciones, capacidades e intereses existe en este campo! No es mi intención enumerarlos aquí, ni siquiera a modo de ejemplo, porque existe el riesgo de omitir más de los que tomemos en consideración. Presupongo por consiguiente toda la variedad y multiplicidad de direcciones. Ella demuestra también la múltiple riqueza de descubrimientos que la juventud conlleva. Si hacemos referencia al Evangelio, se puede decir que la juventud es el tiempo del discernimiento de los talentos. Y es a la vez el tiempo en el que se entra en los múltiples caminos, a través de los cuales se han desarrollado y siguen desarrollándose toda la actividad humana, el trabajo y la creatividad.

Deseo a todos vosotros que os descubráis a vosotros mismos a lo largo de estos caminos. Os deseo que entréis en ellos con interés, diligencia y entusiasmo. El trabajo –toda clase de trabajo– está unido a la fatiga: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gén 3, 19), y esta experiencia de cansancio es participada por cado uno y cada una de vosotros desde los primeros años. Sin embargo, el trabajo, a la vez, forma al hombre de modo específico y en cierto modo lo crea. Por lo tanto, se trata también de una fatiga creativa.

Esto no se refiere sólo al trabajo de investigación o, en general, al trabajo intelectual de tipo cognoscitivo, sino también a los trabajos ordinarios de índole física, que aparentemente no tienen en sí nada de «creativo».

El trabajo, que es característico del período de la juventud, constituye ante todo una preparación al trabajo de la edad madura y, por ello, está unido a la escuela. Por lo tanto, mientras os escribo estas palabras a vosotros, queridos jóvenes, pienso en todas las escuelas existentes en el mundo a las que vuestra joven existencia está unida durante varios años, en los diversos y sucesivos niveles, según el grado de desarrollo mental y la orientación de las propias inclinaciones: desde la escuela elemental hasta la universidad. Pienso asimismo en todas las personas adultas, mis hermanos y hermanas, que son vuestros maestros, vuestros educadores, guías de las mentes y caracteres jóvenes. ¡Cuán grande es su misión! ¡Qué responsabilidad particular la suya! ¡Pero qué grande es también su mérito!

Finalmente pienso en aquellos sectores de la juventud, de vuestros coetáneos y coetáneas, que –de manera especial en algunas sociedades y en algunos ambientes– carecen de la posibilidad de la instrucción y, a menudo, hasta de la instrucción elemental. Este hecho constituye un desafío permanente a todas las instituciones responsables, tanto a escala nacional como internacional, para que se someta a las mejoras necesarias tal estado de cosas. En efecto, la instrucción es uno de los bienes fundamentales de la civilización humana. Aquella tiene una importancia particular para los jóvenes. De ella depende también en gran medida el futuro de toda la sociedad.

Pero cuando nos planteamos el problema de la instrucción, del estudio, de la ciencia y de la escuela, surge un problema de importancia fundamental para el hombre y especialmente para el joven. Es el problema de la verdad. La verdad es la luz de la inteligencia humana. Si desde la juventud la inteligencia humana intenta conocer la realidad en sus distintas dimensiones, esto lo hace con el fin de poseer la verdad: para vivir de la verdad. Tal es la estructura del espíritu humano. El hambre de verdad constituye su aspiración y expresión fundamental.

Cristo dice: «Conocerás la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). De las palabras contenidas en el Evangelio, éstas ciertamente están entre las más importantes. Se refieren, en efecto, al hombre en su totalidad. Explican el fundamento sobre el que se edifican desde dentro, en la dimensión del espíritu humano, la dignidad y la grandeza propias del hombre. El conocimiento que libera al hombre no depende únicamente de la instrucción, aunque sea universitaria; puede poseerlo también un analfabeto; no obstante esto, la instrucción, como conocimiento sistemático de la realidad, debería servir a esta dignidad y grandeza. Por lo tanto, debería servir a la verdad.

El servicio a la verdad se realiza también en el trabajo que seréis llamados a desarrollar una vez finalizado el programa de vuestra instrucción. Debéis adquirir en la escuela las capacidades intelectuales, técnicas y prácticas que os permitan ocupar útilmente vuestro lugar en el gran taller del trabajo humano. Pero aun siendo verdad que la escuela debe preparar al trabajo, incluso al manual, es también verdad que el trabajo es en sí una escuela de grandes e importantes valores: posee tal elocuencia, que aporta una contribución válida a la cultura humana.

Sin embargo, en la relación existente entre la instrucción y el trabajo que caracteriza a la sociedad actual, emergen problemas gravísimos de orden práctico. Me refiero en particular al problema del desempleo y, más en general, a la falta de puestos de trabajo que acucia, de modos diversos, a las jóvenes generaciones del mundo entero. Este problema –lo sabéis bien– conlleva otras preguntas que desde los años de la escuela proyectan una sombra de inseguridad sobre vuestro futuro. Vosotros os preguntáis: ¿Tiene la sociedad necesidad de mí? ¿podré encontrar un trabajo adecuado que me permita ser independiente, formarme una familia con unas condiciones dignas de vida y, ante todo, de tener mi propia casa? En una palabra: ¿es verdad que la sociedad espera mi aporte?

La gravedad de estos interrogantes me apremia a recordar también en esta circunstancia a los gobernantes y a todos los responsables de la economía y del desarrollo de las naciones que el trabajo es un derecho del hombre y, por consiguiente, debe ser garantizado dedicando a ello los cuidados más asiduos y poniendo en el centro de la política económica la preocupación por crear unas posibilidades adecuadas de trabajo para todos y principalmente para los jóvenes, que con tanta frecuencia sufren hoy ante la plaga del desempleo. Todos estamos convencidos de que «el trabajo es un bien del hombre –es un bien de su humanidad– porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido se hace más hombre» (Juan Pablo II, Encícl. Laborem exercens, 9: AAS 73 [1981], 599 s.).

La autoeducación y las amenazas

13. Lo que se refiere a la escuela como institución y como ambiente comprende en sí, antes que nada, a la juventud. Pero podríamos decir que la elocuencia de las palabras antes mencionadas de Cristo sobre la verdad, mira más aún a los jóvenes mismos. En efecto, aunque no hay duda de que la familia educa y de que la escuela instruye y educa, al mismo tiempo, tanto la acción de la familia como de la escuela, quedará incompleta y podría incluso ser estéril, si cada uno y cada una de vosotros, jóvenes, no emprende por sí mismo la obra de la propia educación. La educación familiar y escolar deben procuraros sólo algunos elementos para la obra de la autoeducación.

En este campo las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» vienen a ser un programa esencial. Los jóvenes –si nos podemos expresar así– tienen un congénito «sentido de la verdad». Y la verdad debe servir para la libertad: los jóvenes tienen también un espontáneo «deseo de libertad». ¿Qué significa ser libre? Significa saber usar la propia libertad en la verdad, ser «verdaderamente» libres. Ser verdaderamente libres no significa en modo alguno hacer todo aquello que me gusta o tengo ganas de hacer. La libertad contiene en sí el criterio de la verdad, la disciplina de la verdad. Ser verdaderamente libres significa usar la propia libertad para lo que es un bien verdadero. Continuando, pues, hay que decir que ser verdaderamente libres significa ser hombre de conciencia recta, ser responsable, ser un hombre «para los demás».

Todo esto constituye el núcleo interior mismo de lo que llamamos educación y, ante todo, de lo que llamamos autoeducación. Sí, autoeducación. En efecto, una tal estructura interior, en la que «la verdad nos hace libres» no puede ser construida solamente «desde fuera». Cada uno ha de construirla «desde dentro»; edificarla con esfuerzo, con perseverancia y paciencia (lo cual no siempre es tan fácil para los jóvenes). El Señor Jesús habla también de esto cuando subraya que sólo «con la perseverancia» podemos «salvar nuestras almas». «Salvar la propia alma» (cf. Lc 21, 19): he aquí el fruto de la autoeducación.

Todo esto implica un modo nuevo de ver la juventud. No se trata aquí ya del simple proyecto de vida que debe ser realizado en el futuro. Éste se realiza ya en la fase de la juventud si nosotros, mediante el trabajo, la instrucción y especialmente mediante la autoeducación, creamos la vida misma construyendo el fundamento del sucesivo desarrollo de nuestra personalidad. En este sentido se puede decir que «la juventud es la escultora que esculpe toda la vida» y la forma que ella confiere a la concreta humanidad de cada uno y de cada una de vosotros, se consolida en toda la vida.

Si esto tiene un importante significado positivo, por desgracia puede tener también un importante significado negativo. No podéis taparos los ojos ante las amenazas que os acechan durante el período de la juventud. También ellas pueden dejar su señal en toda la vida.

Quiero aludir, por ejemplo, a la tentación del criticismo exasperado que pretende discutir todo y revisar todo; o del escepticismo respecto de los valores tradicionales de donde fácilmente se puede desembocar en una especie de cinismo desaprensivo cuando se trata de afrontar los problemas del trabajo, de la carrera o del mismo matrimonio. Y ¿cómo callar ante la tentación que representa el difundirse –sobre todo en los países más prósperos– de un mercado de la diversión que aparta de un compromiso serio en la vida y educa a la pasividad, al egoísmo y al aislamiento? Os amenaza, amadísimos jóvenes, el mal uso de las técnicas publicitarias, que estimula la inclinación natural a eludir el esfuerzo, prometiendo la satisfacción inmediata de todo deseo, mientras que el consumismo, unido a ellas, sugiere que el hombre busque realizarse a sí mismo sobre todo en el disfrute de los bienes materiales. ¡Cuántos jóvenes, conquistados por la fascinación de engañosos espejismos se abandonan a las fuerzas incontroladas de los instintos o se aventuran por caminos aparentemente ricos en promesas, pero en realidad privados de perspectivas auténticamente humanas! Siento la necesidad de repetir aquí cuanto escribí en el Mensaje que a vosotros precisamente he dedicado para la Jornada Mundial de la Paz: «algunos de vosotros podéis sentiros tentados a huir de vuestra responsabilidad; en lo ilusorios mundos del alcohol y de la droga, en efímeras relaciones sexuales sin compromiso matrimonial o familiar, en la indiferencia, el cinismo y hasta la violencia. Estad alerta contra el fraude de un mundo que quiere explotar o dirigir mal vuestra energía y ansiosa búsqueda de felicidad y orientación».

Os escribo todo esto para expresar la viva preocupación que siento por vosotros. Si, en efecto, debéis estar «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere», entonces todo lo que amenaza esta esperanza debe suscitar preocupación. Y a todos aquellos que con tentaciones o ilusiones de signo vario intentan destruir vuestra juventud, no puedo menos de recordar las palabras de Cristo cuando habla del escándalo y de aquellos que lo provocan: «Ay de aquél por quien vengan los escándalos. Mejor fuera que le atasen al cuello una rueda de molino y le arrojaran al mar antes que escandalizar a uno de estos pequeños» (Lc 17, 1s).

¡Palabras severas! Particularmente graves en la boca de aquel que vino a reveler el amor. Pero quien lee atentamente estas palabras del Evangelio, debe sentir cuán profunda es la antítesis entre el bien y el mal, entre la juventud y el pecado. Él debe darse cuenta de modo aún más claro de la importancia que tiene a los ojos de Cristo la juventud de cada uno y de cada una de vosotros. Ha sido precisamente el amor por los jóvenes el que ha dictado estas severas y graves palabras. Ellas contienen como un eco lejano del coloquio evangélico de Cristo con el joven al cual la presente Carta se refiere constantemente.

La juventud como «crecimiento»

14. Permitidme que termine esta parte de mis consideraciones recordando las palabras con las que el Evangelio habla de la juventud misma de Jesús de Nazaret. Éstas son breves, aunque abarcan el período de treinta años transcurridos por Él en el hogar familiar, al lado de María y José, el carpintero. El evangelista Lucas escribe: «Jesús crecía (o progresaba) en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52).

Así pues, la juventud es un «crecimiento». A la luz de todo lo que se ha dicho hasta ahora sobre este tema, tal palabra evangélica parece ser particularmente sintética y sugestiva. El crecimiento «en edad» se refiere a la relación natural del hombre con el tiempo; este crecimiento es como una etapa «ascendente» en el conjunto del pasar humano. A este corresponde todo el desarrollo psicofísico; es el crecimiento de todas las energías, por medio de las cuales se constituye la normal individualidad. Pero es necesario que a este proceso corresponda el crecimiento «en sabiduría y en gracia».

A todos vosotros, queridos jóvenes amigos, deseo precisamente tal «crecimiento». Puede decirse que por medio de éste la juventud es precisamente la juventud. De este modo ella adquiere su característica propia e irrepetible. De este modo ella llega a cada uno y a cada una de vosotros, en la experiencia personal y a la vez comunitaria, como un valor especial. Y de manera parecida, ella se consolida también en la experiencia de los hombres adultos, que ya tienen la juventud detrás de sí, y que de la etapa «ascendente» van pasando a la «descendente» haciendo el balance global de la vida.

Conviene que la juventud sea un «crecimiento» que lleve consigo la acumulación gradual de todo lo que es verdadero, bueno y bello, incluso cuando ella esté unida «desde fuera» a los sufrimientos, a la pérdida de personas queridas y a toda la experiencia del mal, que incesantemente se hace sentir en el mundo en que vivimos.

Es necesario que la juventud sea un «crecimiento». Para ello es de enorme importancia el contacto con el mundo visible, con la naturaleza. Esta relación nos enriquece durante la juventud de modo distinto al de la ciencia sobre el mundo «sacada de los libros». Non enriquece de manera directa. Se podría decir que, permaneciendo en contacto con la naturaleza, nosotros asumimos en nuestra existencia humana el misterio mismo de la creación, que se abre ante nosotros con inaudita riqueza y variedad de seres visibles y al mismo tiempo invita constantemente hacia lo que está escondido, que es invisible. La sabiduría –ya sea por boca de los libros inspirados (cf. por ej. Sal 104 [103]; 19 [18]; Sab 13, 1-9; 7. 15-20) como por el testimonio de muchas mentes geniales– parece poner en evidencia de diversos modos «la transparencia del mundo». Es bueno para el hombre leer en este libro admirable, que es el «libro de naturaleza», abierto de par en par para cada uno de nosotros. Lo que una mente joven y un corazón joven leen en él parece estar sincronizado profundamente con la exhortación a la Sabiduría: «Adquiere la sabiduría, compra la inteligencia... No la abandones y te guardará; ámala y ella te custodiará» (Prov 4, 5 s.).

El hombre actual, especialmente en el ámbito de la civilización técnica e industrial altamente desarrollada, ha llegado a ser en gran escala el explorador de la naturaleza, tratándola no pocas veces de manera utilitaria, destruyendo así muchas de sus riquezas y atractivos y contaminando el ambiente natural de su existencia terrena. La naturaleza, en cambio, ha sido dada al hombre como objeto de admiración y contemplación, como un gran espejo del mundo. Se refleja en ella la alianza del Creador con su criatura, cuyo centro ya desde el principio se encuentra en el hombre, creado directamente «a imagen» de su Creador.

Por esto deseo también a vosotros, jóvenes, que vuestro crecimiento «en edad y sabiduría» tenga 1ugar mediante el contacto con la naturaleza. ¡Buscad tiempo para ello! ¡No lo escatiméis! Aceptad también la fatiga y el esfuerzo que este contacto supone a veces, especialmente cuando deseamos alcanzar objetivos particularmente importantes. Esta fatiga es creativa, y constituye a la vez el elemento de un sano descanso que es necesario, igual que el estudio y el trabajo.

Esta fatiga y este esfuerzo poseen también su calificación bíblica, especialmente en San Pablo, que compara toda la vida cristiana a una competición en el estadio deportivo (Cf. 1Cor 9, 24-27).

A cada una y a cada uno de vosotros son necesarios esta fatiga y este esfuerzo, en los que no sólo se templa el cuerpo, sino que el hombre entero prueba el gozo de dominarse y de superar los obstáculos y resistencias. Ciertamente, éste es uno de los elementos del «crecimiento» que caracteriza a la juventud.

Os deseo, también, que este «crecimiento» tenga lugar a través del contacto con las obras del hombre y, más aún, con los hombres vivos. ¡Cuántas son las obras que los hombres han realizado en la historia! ¡Cuán grande es su riqueza y variedad! La juventud parece ser particularmente sensible a la verdad, al bien y a la belleza, que están contenidas en las obras del hombre. Permaneciendo en contacto con ellas en el terreno de tantas culturas diversas, de tantas artes y ciencias, nosotros aprendemos la verdad sobre el hombre (expresada tan sugestivamente también en el Salmo 8), la verdad que es capaz de formar y de profundizar la humanidad de cada uno de nosotros.

De manera particular, sin embargo, estudiamos al hombre teniendo relaciones con los hombres. Conviene que la juventud os permita crecer «en sabiduría» mediante este contacto. Éste es, en efecto, el tiempo en que se establecen nuevos contactos, compañías y amistades, en un ámbito más amplio que el de la familia. Se abre el gran campo de la experiencia, que posee no sólo una importancia cognoscitiva, sino al mismo tiempo educativa y ética. Toda esta experiencia de la juventud será útil, cuando produzca en cada uno y cada una de vosotros también el sentido crítico y, ante todo, la capacidad de discernimiento en todo aquello que es humano. Feliz será esta experiencia de la juventud, si gradualmente aprendéis de ella aquella esencial verdad sobre el hombre –sobre cada hombre y sobre uno mismo– la verdad que es sintetizada así en el insigne texto de la Constitución pastoral Gaudium et spes: «El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (Gaudium et spes, 24).

Así aprendemos a conocer a los hombres para ser más plenamente hombres mediante la capacidad de «darse», de ser hombre «para los demás». Esta verdad sobre el hombre –esta antropología– encuentra su culmen inalcanzable en Jesús de Nazaret. Por esto es tan importante también su adolescencia, mientras «crecía en sabiduría... y gracia ante Dios y ante los hombres».

Os deseo este «crecimiento» mediante el contacto con Dios. Puede ayudar para ello –indirectamente– también el contacto con la naturaleza y con los hombres; pero de modo directo ayuda en ello especialmente la oración. ¡Orad y aprended a orar! Abrid vuestros corazones y vuestras conciencias ante Aquél que os conoce mejor que vosotros mismos. ¡Hablad con Él! Profundizad en la Palabra del Dios vivo, leyendo y meditando la Sagrada Escritura.

Estos son los métodos y medios para acercarse a Dios y tener contacto con Él. Recordad que se trata de una relación recíproca. Dios responde también con la más «gratuita entrega de sí mismo», don que en el lenguaje bíblico se llama «gracia». ¡Tratad de vivir en gracia de Dios!

Esto por lo que se refiere al tema del «crecimiento», del que escribo señalando solamente los principales problemas; cada uno de ellos es susceptible de una discusión más amplia. Espero que esto tenga lugar en los diversos ambientes juveniles y grupos, en los movimientos y en las organizaciones, que son tan numerosas en los distintos países y en cada continente, mientras cada uno es guiado por su propio método de trabajo espiritual y de apostolado. Estos organismos, con la participación de los Pastores de la Iglesia, desean indicar a los jóvenes el camino de aquel «crecimiento» que constituye, en cierto sentido, la definición evangélica de la juventud.

El gran desafío de la juventud

15. La Iglesia mira a los jóvenes; es más, la Iglesia de manera especial se mira a sí misma en los jóvenes, en todos vosotros y a la vez en cada una y cada uno de vosotros. Así ha sido desde el principio, desde los tiempos apostólicos. Las palabras de San Juan en su Primera Carta pueden ser un singular testimonio: «Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os he escrito a vosotros, hijos míos, porque conocéis al Padre... Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros» (1Jn 2, 13s).

Las palabras del Apóstol se suman a la conversación evangélica de Cristo con el joven, y resuenan con un eco potente de generación en generación.

En nuestra generación, al final del segundo Milenio después de Cristo, también la Iglesia se mira a sí misma en los jóvenes. Y, ¿cómo se mira a sí misma la Iglesia? Sea un testimonio particular de ello la enseñanza del Concilio Vaticano II. La Iglesia se ve a sí misma como «un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium, 1). Y por tanto se ve a sí misma en las dimensiones universales. Se ve a sí misma en el camino del ecumenismo, es decir, de la unión de todos los cristianos, por la que Cristo mismo oró y que es de una urgencia indiscutible en nuestro tiempo. Se ve a sí misma también en el diálogo con los seguidores de las religiones no cristianas y con todos los hombres de buena voluntad. Tal diálogo es un diálogo de salvación, el cual debe favorecer también la paz en el mundo y la justicia entre los hombres.

Vosotros, jóvenes, sois la esperanza de la Iglesia que precisamente de este modo se ve a sí misma y ve su misión en el mundo. Ella os habla de esta misión. Ello ha sido expresado en el reciente Mensaje del 1° de enero de 1985, para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz. Este mensaje ha sido dirigido precisamente a vosotros con la convicción de que «el camino de la paz es a la vez el camino de los jóvenes» (La paz y los jóvenes caminan juntos). Esta convicción es una llamada y al mismo tiempo un compromiso; una vez más se trata de estar «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere», sobre la esperanza que está unida a vosotros. Como veis, esta esperanza mira hacia cuestiones fundamentales y a la vez universales.

Todos vivís cada día con vuestros seres queridos. Sin embargo, este círculo se amplía gradualmente. Un número cada vez mayor de personas participa en vuestra vida, y vosotros mismos descubrís los indicios de una comunión que os une a ellos. Casi siempre ésta es una comunidad, de alguna manera diferenciada. Es diferenciada, como entreveía y declaraba el Concilio Vaticano II en su Constitución dogmática sobre la Iglesia y en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. Vuestra juventud se forma a veces en ambientes uniformes desde el punto de vista de las confesiones, a veces diferenciados en lo religioso o incluso al límite entre fe y no creencia, ya sea bajo forma de agnosticismo o de ateísmo presentado de diversos modos.

Sin embargo, parece que ante algunos problemas estas múltiples y diferenciadas comunidades de jóvenes sienten, piensan y reaccionan de manera muy parecida. Por ejemplo, parece que los une a todos ellos una actitud similar ante el hecho de que centenares de miles de hombres viven en extrema miseria e incluso mueren de hambre, mientras simultáneamente se emplean cifras vertiginosas en la producción de armas nucleares, cuyos arsenales ya en el momento presente son capaces de provocar la autodestrucción de la humanidad. Hay también otras tensiones y amenazas parecidas, a escala hasta ahora desconocida en la historia de la humanidad. De esto se habla en el citado Mensaje de Año Nuevo; por tanto, no repito tales problemas. Todos somos conscientes de que en el horizonte de la existencia de miles de millones de personas, que forman la familia humana de finales del segundo Milenio después de Cristo, parece perfilarse la posibilidad de calamidades y de catástrofes de una magnitud verdaderamente apocalíptica.

En tal situación vosotros, jóvenes, podéis preguntar justamente a las generaciones anteriores: ¿Por qué se ha llegado a esto? ¿Por qué se ha alcanzado tal grado de amenaza contra la humanidad en nuestro planeta? ¿Cuáles son las causas de la injusticia que hiere nuestra vista? ¿Por qué tantos mueren de hambre? ¿Por qué tantos millones de prófugos en diversas fronteras? ¿Tantos casos en los que son vilipendiados los derechos elementales del hombre? ¿Tantas cárceles y campos de concentración, tanta violencia sistemática y muertes de personas inocentes, tantos maltratamientos al hombre y torturas, tantos tormentos infligidos a los cuerpos humanos y a las conciencias humanas? En medio de todo esto encontramos también hombres aún jóvenes, que tienen sobre la conciencia tantas víctimas inocentes, porque se les ha inculcado la convicción de que sólo por este medio –el del terrorismo programado– se puede mejorar el mundo. Vosotros una vez más preguntáis: ¿por qué?

Vosotros, jóvenes, podéis preguntaros todo esto, es más, debéis hacerlo. Se trata, ciertamente, del mundo en que vivís hoy, y en el que deberéis vivir mañana, cuando la generación de edad más madura habrá pasado. Con razón, pues, preguntáis: ¿Por qué un progreso tan grande de la humanidad –que no puede compararse con ninguna época anterior de la historia– en el campo de la ciencia y de la técnica; por qué el progreso en el dominio de la materia por parte del hombre se dirige en tantos aspectos contra el hombre? Justamente preguntáis también, aun con miedo interior: ¿Es quizás irreversible este estado de cosas? ¿Puede ser cambiado? ¿Podremos cambiarlo nosotros?

Vosotros preguntáis justamente esto. Sí, es ésta la pregunta fundamental en el ámbito de vuestra generación.

De este modo continúa vuestro coloquio con Cristo, iniciado un día en el Evangelio. Aquel joven preguntaba: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?». Y vosotros preguntáis siguiendo la corriente de los tiempos en los que os encontráis por ser jóvenes: ¿Qué debemos hacer para que la vida –la vida floreciente de la humanidad– no se transforme en el cementerio de la muerte nuclear? ¿Qué debemos hacer para que no domine sobre nosotros el pecado de la injusticia universal, el pecado del desprecio del hombre y el vilipendio de su dignidad, a pesar de tantas declaraciones que confirman todos sus derechos? ¿Qué debemos hacer? Y aún más: ¿Sabremos hacerlo?

Cristo responde, al igual que respondía a los jóvenes de la primera generación de la Iglesia, con las palabras del Apóstol: «Os escribo, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os he escrito a vosotros, hijos míos, porque conocéis al Padre... Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros» (1Jn 2, 13s) Las palabras del Apóstol, de hace casi dos mil años, son también una respuesta para hoy. Expresan el sencillo y fuerte lenguaje de la fe, que lleva consigo la victoria contra el mal que hay en el mundo: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe»  (1Jn 5, 4). Estas palabras están llenas de la experiencia apostólica –y de las generaciones cristianas sucesivas– de la Cruz y de la Resurrección de Cristo. En esta experiencia se ratifica todo el Evangelio. Se ratifica, entre otras cosas, la verdad contenida en el coloquio de Cristo con el joven.

Detengámonos, pues –al final de la presente Carta– en estas palabras apostólicas, que son a la vez una ratificación y un desafío para vosotros. Son también una respuesta.

Palpita en vosotros, en vuestros corazones jóvenes, el deseo de una auténtica hermandad entre todos los hombres, sin divisiones, contraposiciones o discriminaciones. ¡Sí! El deseo de una hermandad y de una múltiple solidaridad lo lleváis con vosotros, jóvenes, y no deseáis ciertamente la recíproca lucha del hombre contra el hombre bajo forma alguna. Este deseo de hermandad –¡el hombre es prójimo para el hombre! ¡El hombre es hermano para el hombre!– ¿no atestigua quizás el hecho de que «habéis conocido al Padre», como escribe el Apóstol? Porque los hermanos están sólo donde hay un padre. Y sólo donde está el Padre, los hombres son hermanos.

Si lleváis, pues, en vosotros mismos el deseo de la hermandad, ello significa que «la Palabra de Dios permanece en vosotros». Permanece en vosotros la doctrina que Cristo ha traído y que justamente tiene el nombre de «Buena Nueva». Y permanece en vuestros labios, o al menos está grabada en vuestros corazones, la oración del Señor, que empieza con las palabras «Padrenuestro». La oración que revela al Padre, ratifica al mismo tiempo que los hombres son hermanos; y se opone en todo su contenido a los programas construidos según un principio de lucha del hombre contra el hombre de cualquier forma. La oración del «Padrenuestro» aleja los corazones humanos de la enemistad, del odio, de la violencia, del terrorismo, de la discriminación, de las situaciones en que la dignidad humana y los derechos humanos son conculcados.

El Apóstol escribe que vosotros, jóvenes, sois fuertes con la doctrina divina, la doctrina que está contenida en el Evangelio de Cristo y se resume en la oración del «Padre nuestro». ¡Sí! Sois fuertes con esta enseñanza divina, sois fuertes con esta oración. Sois fuertes, porque ella infunde en vosotros el amor, la benevolencia, el respeto del hombre, de su vida, de su dignidad, de su conciencia, de sus convicciones y de sus derechos. Si «habéis conocido al Padre», sois fuertes con la fuerza de la hermandad humana.

Sois también fuertes en la lucha; no una lucha contra el hombre, en nombre de cualquier ideología o práctica alejada de las raíces mismas del Evangelio, sino fuertes en la lucha contra el mal, contra el verdadero mal; contra todo lo que ofende a Dios, contra toda injusticia y toda explotación, contra toda falsedad y mentira, contra todo lo que ofende y humilla, contra todo lo que profana la convivencia humana y las relaciones humanas, contra todo crimen que atenta a la vida: contra todo pecado.

El Apóstol escribe: «¡Habéis vencido al maligno!». Es así. Conviene remontarse constantemente a las raíces del mal y del pecado en la historia de la humanidad y del universo, como Cristo se remontó a estas mismas raíces en su misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección. No hay que tener miedo de llamar por su nombre al primer artífice del mal: al Maligno. La táctica que él usaba y usa consiste en no revelarse, a fin de que el mal, sembrado por él desde el principio, reciba su desarrollo por parte del hombre, de los sistemas mismos y de las relaciones interhumanas, entre las clases y entre las naciones... para hacerse también cada vez más pecado «estructural», y dejarse identificar cada vez menos como pecado «personal». Por tanto, a fin de que el hombre se sienta en un cierto sentido «liberado» del pecado y al mismo tiempo esté cada vez más sumido en él.

El Apóstol dice: «Jóvenes, sed fuertes»; hace falta solamente que «la Palabra de Dios permanezca en vosotros». Entonces, sed fuertes. Así podréis llegar a los mecanismos ocultos del mal, a sus raíces, y así conseguiréis cambiar el mundo gradualmente, transformarlo, hacerlo más humano, más fraterno, y al mismo tiempo, más según Dios. En efecto, no se puede separar el mundo de Dios y contraponerlo a Dios en el corazón humano. Ni se puede separar al hombre de Dios y contraponerlo a Dios. Esto sería contra la naturaleza del hombre, contra la verdad intrínseca que constituye toda la realidad. Verdaderamente el corazón del hombre está inquieto, hasta que no descansa en Dios. Estas palabras del gran Agustín nunca pierden su actualidad (cf. S. Agustín, Confessiones, I, 1: CSEL 33, 1).

Mensaje final

16. He aquí pues, jóvenes amigos, que yo pongo en vuestras manos esta Carta, que se inspira en el coloquio evangélico de Cristo con el joven y nace del testimonio de los Apóstoles y de las primeras generaciones cristianas. Os entrego esta Carta en el Año de la Juventud, mientras nos estamos acercando al final del segundo Milenio cristiano. Os la entrego en el año en que se conmemora el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, que llamó a los jóvenes «esperanza de la Iglesia» (Declaración Gravissimum educationis, sobre la educación cristiana de la juventud, 2) y a los jóvenes de entonces –igual que a los de hoy y de siempre– dirigió su «último Mensaje», en el que la Iglesia es presentada como la verdadera juventud del mundo, como la que «posee lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse con lo que comienza, de darse gratuitamente, de renovarse y de partir de nuevo para nuevas conquistas» (Mensaje del Concilio Ecuménico Vat. II a los Jóvenes: AAS 58 [1966], 18). Hago esto en el Domingo de Ramos, día en el que puedo encontrarme con muchos de vosotros, peregrinos hasta Plaza de San Pedro, en Roma. Precisamente este día el Obispo de Roma pide junto con vosotros por los jóvenes de todo el mundo, por cada una y cada uno. Estamos rezando en la comunidad de la Iglesia, a fin de que –en la perspectiva de los tiempos difíciles en que vivimos– estéis «siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere». Sí, precisamente vosotros, porque de vosotros depende el futuro, de vosotros depende el final de este Milenio y el comienzo del nuevo. No permanezcáis pues pasivos: asumid vuestras responsabilidades en todos los campos abiertos a vosotros en nuestro mundo. Por esta misma intención rezarán junto con vosotros los Obispos y los Sacerdotes en los distintos lugares.

Y rezando así en la gran comunidad de los jóvenes de toda la Iglesia y de todas las Iglesias tenemos ante nosotros a María, que acompaña a Cristo en el comienzo de su misión entre los hombres. Es María, la de Caná de Galilea, que intercede por los jóvenes, por los recién casados, cuando en el banquete de bodas falta el vino para los invitados. Entonces la Madre de Cristo dirige a los hombre, presentes allí para servir durante el banquete, estas palabras: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2, 5). Él, Cristo.

Yo repito estas palabras de la Madre de Dios y las dirijo a vosotros, jóvenes, a cada uno y a cada una: «Haced lo que Cristo os diga». Y os bendigo en el nombre de la Trinidad Santísima. Amén.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 31 de marzo, Domingo de Ramos de Passione Domini, del año 1985, séptimo de mi Pontificado.

 

JOANNES PAULUS PP. II



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