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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 23 de marzo de 1983

 

1. Dentro de dos días, esto es, el próximo viernes, hermanos y hermanas queridísimos, celebraremos la solemnidad de la Anunciación del Señor. Se trata de una fiesta que ha tenido siempre especial relieve en el calendario litúrgico, a causa del gran misterio de misericordia y amor que contiene en sí y que de por sí expresa: el misterio del Hijo mismo de Dios, que se hace hijo del hombre, asumiendo la carne en el seno purísimo de la Virgen María.

Pero este año es totalmente especial el relieve por la coincidencia de tal fiesta con la apertura de la Puerta Santa: precisamente el día destinado a la conmemoración del misterio de la Encarnación tendrá lugar el comienzo solemne del Año Jubilar de la Redención. Se trata de dos celebraciones que tienen un nexo íntimo: la Encarnación, en efecto, es el comienzo de la Redención, y en ambos misterios el protagonista es uno solo, es el mismo (unus idemque), es decir, "Cristo según la carne, que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos" (Rom 9, 5).

2. Jesucristo —conviene ponerlo de relieve— es el protagonista, es siempre el único y verdadero protagonista en toda la obra de la Redención humana. Él lo es desde el primer momento, que es precisamente el de la Encarnación, puesto que, inmediatamente después del anuncio que trajo el Ángel a María Santísima y, a consecuencia de la adhesión que Ella dio al mismo anuncio, "el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14).

La Encarnación, pues, es primicia de la Redención: el Verbo encarnado ya está dispuesto para la obra. Efectivamente, Él, al entrar en el mundo, puede decir con toda verdad a Dios Padre: "No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo... Entonces yo dije: Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad" (Heb 10, 5-7; cf. Sal 39, 7-9). Y lo mismo que puede nacer verdadero hombre en Belén. así también puede morir verdadero hombre en el Calvario. La Redención del Señor está preparada por la Anunciación del Señor.

Allá en la tierra de Galilea, dentro de la humilde casa de Nazaret, junto al Arcángel Gabriel que trae el anuncio (sujeto) y junto a María que recibe el anuncio (término), está Él a quien hay que entrever con los ojos atentos de la fe: Él es precisamente el contenido del anuncio (objeto). Nosotros invocaremos, pues, y bendeciremos al Ángel de la Anunciación invocaremos en particular, y bendeciremos a María, llamándola y venerándola con el hermoso apelativo de la "Anunciata", tan entrañable a la piedad popular; pero en el centro de estos dos personajes, como huésped augustísimo ya presente y operante, deberemos percibir siempre, invocar, bendecir, más aún, adorar al anunciado Hijo de Dios. "No temas, María... Concebirás y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo..." (Lc 1 30-31). Esto es, en síntesis, en la sobria sencillez del lenguaje evangélico, el anuncio: concepción y parto virginal del Hijo mismo de Dios.

Este anuncio, traído primariamente por el Ángel a la Virgen María, es comunicado luego a su esposo José (cf. Mt 1, 20-21) y transmitido también a los pastores y a los magos (cf. Lc 2, 10-11; Mt 2, 2 ss): el que es anunciado o está para nacer, o ha nacido hace poco, es el "Salvador", y precisamente de acuerdo con lo que su nombre significa, "porque salvará a su pueblo de sus pecados" (Mt 1, 21).

Por lo tanto, el mismo anuncio, en la perspectiva teológica de la salvación, está dirigido a toda la humanidad, a lo largo de todo el curso de los siglos, como anuncio de inefable gozo, donde se concentra y se realiza a la letra la "bondad" del mismo Evangelio (= buen anuncio).

3. El misterio de la Anunciación ha llamado siempre la atención de los artistas y ha inspirado frecuentemente páginas célebres. Es sugestiva —me limito a este solo caso— la tabla del Beato Angélico que reproduce el arcano encuentro entre Gabriel y María. Parece como que el cielo y la tierra están en espera de esta respuesta en la sublimidad inenarrable de una comunicación trascendente. Y, sin embargo, allí no está visiblemente Jesús: está, sí, su Espíritu, que va a realizar el gran milagro fecundando el seno virginal de María; está, sí, la potencia del Altísimo, para la que nada es imposible (cf. Lc 1, 35-37). Pero Jesús, al menos en el plano de las apariencias no está todavía. Se diría que, lo mismo que el cielo y la tierra esperan la respuesta de María, así también el Verbo la espera oculta y trémulamente para realizar enseguida el eterno designio del Padre.

De este modo, el esperado mismo, Aquel a quien la Ley y los Profetas habían presentado como "el esperado de las gentes" (cf. Gén 49, 10; Is 9, 5; Jn 1, 45), está en espera: de Él hablan ya los dos augustos interlocutores, y apenas venga la respuesta, esto es, cuando resuene el fiat en los labios de la Virgen, vendrá inmediatamente Él mismo.

4. Misterio grande, hermanos queridísimos, misterio sublime es el de la Encarnación, cuya comprensión no alcanza ciertamente la debilidad de nuestra mente, incapaz como es de entender las razones de la actuación de Dios.

En él debemos ver siempre, en posición de evidencia primaria, a Jesucristo, como al Hijo de Dios que se encarna, y junto a Él a Ella que coopera en la Encarnación dándole con amor de Madre su misma carne. La Anunciación del Señor, de este modo, nada quita a la función y al mérito de María, que precisamente por su maternidad será bendita por los siglos juntamente con su Hijo divino.

Pero debemos contemplar siempre este mismo misterio no ya separado. sino más bien coordinado y unido con todos los varios misterios de la vida oculta y pública de Jesús, hasta el otro y sublime misterio de la Redención. De Nazaret al Calvario hay, en efecto, una línea de ordenado desarrollo, en la continuidad de un indiviso e indivisible designio de amor. Por esto, en el Calvario volveremos a encontrar también a María, que allí se afirma precisamente como Madre, vigilando y orando junto a la cruz del Hijo que muere, y al mismo tiempo, como "socia", esto es, como colaboradora de su obra salvífica, "sirviendo con diligencia al misterio de la redención con Él y bajo Él, con la gracia de Dios omnipotente" (cf. Lumen gentium, 56).

Al comenzar en el nombre de Dios el Año Santo de la Redención, deseo ardientemente para vosotros que me escucháis aquí, como para todos los hermanos cristianos esparcidos por el mundo, que os resulte espontánea y natural a todos el paso de la escena tan dulce y recogida de Nazaret a la brillante y dramática del Calvario, a fin de que aparezca inseparable y sólida la relación entre todos los misterios de la vida del Hijo de Dios hecho hombre. Él nos ha salvado a todos por el misterio de su Encarnación y, sobre todo, por el misterio de la Redención. Nuestro deber, pues, durante el ya inminente año de gracia y de perdón será aprovechar esta obra, aplicando su divina virtud a nuestras almas.

 



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