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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 18 de enero de 1984

 

1. Hoy empieza la semana anual de oración por la unión de los cristianos. En cualquier rincón de la tierra los cristianos, pertenecientes a diversas Iglesias o Comunidades eclesiales, consagran a la plegaria este tiempo especial. Nosotros, hijos e hijas de la Iglesia católica, debemos entrar plenamente, con todo nuestro ser, en esta oración. Efectivamente, un período de tiempo consagrado a la oración está lleno de gracia: Dios, el Padre amoroso, rico en misericordia (cf. Ef 2, 4), que nunca dará una piedra a quien le pide pan (cf. Mt 7, 9), escuchará con toda seguridad la oración fervorosa de sus hijos, oración que prolonga la de su Hijo, el Señor Jesús, y finalmente nos concederá la perfecta unidad. Realizará todo esto del modo y en el tiempo que sólo Él conoce.

El hecho mismo de que los cristianos oren juntos por este don tan grande es ya un don de Dios: es la primera aurora de la unidad. El tema de este año: "Llamados a la unidad en la cruz de Nuestro Señor" es central en el misterio de la salvación; evoca el fundamento de nuestra fe. Sí, es una gracia, y grande, el que los cristianos sean llamados a estar juntos a la sombra y al amparo de la cruz, de esa cruz que es, a la vez, para nosotros motivo de dolor y de alegría, y es símbolo de ese "escándalo" que para los creyentes es verdadera gloria.

Además, este tema resulta particularmente apropiado para nosotros los católicos, que celebramos este año el Jubileo de la Redención: el Jubileo del misterio de la muerte y resurrección del Salvador. En la semana de oraciones por la unión, al contemplar juntamente con nuestros hermanos cristianos el misterio de la cruz —esto es, el misterio de la Vida que se ofrece en don hasta el sacrificio de la muerte—, tendremos la posibilidad de fijar el corazón y la mente en ese acontecimiento a cuya memoria hemos consagrado un año entero, y lo haremos con dolor por las heridas y desgarramientos del pasado, pero también con gran esperanza, fundada en la potencia de Dios.

2. Queridos hermanos y hermanas: Os invito insistentemente a los que estáis aquí presentes y, a través de vosotros, a todos los fieles católicos a hacer de esta semana un tiempo de oración constante y perseverante por el don de la unidad. ¡Jamás debemos olvidar que la oración es poderosa! O mejor: Nunca debemos infravalorar la amorosa generosidad con que Dios responde siempre a nuestras plegarias, aún cuando se parezcan a un frágil e inarticulado balbuceo, porque se las ofrecemos en el Hijo: con Él y por Él. Hemos escuchado en la lectura de hoy cómo oraba Jesús en sus días terrenos: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y suplicas con poderosos clamores y lágrimas... fue escuchado por su reverencial temor" (Heb 5, 7). Y sabemos también que Él vive siempre para interceder por nosotros (cf. Heb 7, 25).

En virtud de la cruz y de la resurrección Jesús reina por siempre a la derecha del Padre. Pero continúa viviendo también en nosotros, ya que: Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis revestido de Cristo... todos sois uno en Cristo Jesús (Gál 3, 27-28). Sabéis bien que la Iglesia católica reconoce como hermanos y hermanas en Cristo a todos los que han sido "justificados en el bautismo por la fe" y sólo así "incorporados a Cristo crucificado y glorificado", y son llamados, precisamente por esto, cristianos (cf. Unitatis redintegratio, 3 y 22). El bautismo, que nos asemeja a la muerte de Cristo (cf. Rom 6, 4), es el fundamento de toda unidad, de la que tenemos y de la que anhelamos. Nuestra oración por la unión tiene su fundamento en el bautismo, es la fuente de nuestra esperanza. Este Año Jubilar, cada miércoles, en la audiencia general, renovamos nuestras promesas bautismales, nuestra fe bautismal; al hacer esto, volvemos a afirmar precisamente el fundamento de nuestra unidad, tal como tuve oportunidad de hacer en la catedral de Canterbury durante una común celebración de fe, hace dos años. El recuerdo del bautismo es siempre recuerdo de nuestra vocación a la unión.

3. En la lectura de hoy hemos escuchado que Cristo, "aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia" (Heb 5, 8). En cuanto que somos hijos de Dios debemos ser fuertes ante la cruz; efectivamente, la cruz, la de la vida de cada uno de nosotros, es la que nos confirma que estamos en el sendero justo. Los pecados y los errores de los hombres han intentado desgarrar el Cuerpo de Cristo. Ciertamente, a ningún hombre de hoy se le pueden imputar las culpas del pasado. Pero también nosotros, si con nuestras actitudes, actos u omisiones perpetuamos las divisiones o ponemos obstáculos en el camino de la reconciliación, nos hacemos cómplices de algún modo de prolongar las rupturas en el cristianismo. Cristo, el Hijo obediente, nos llama a la obediencia y a la conversión, nos llama a llevar la cruz con Él. Dirijámonos a Él y pidámosle humildemente que nos convierta, que cure nuestras divisiones y nos haga instrumentos dóciles de reconciliación.

Pero nuestro arrepentimiento debe estar lleno de esperanza, y esto por una profunda razón: hemos escuchado que el Hijo "al ser consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna" (Heb 5, 9).

Estamos llamados a ser una sola cosa por medio de la cruz: pero la cruz no fue sólo signo de sufrimiento; es, ante todo, signo de victoria y de esperanza, esperanza para los cristianos y para todo el mundo. El alma de nuestra oración, pues, debe ser la esperanza. "La esperanza es nuestra guía, la oración es nuestra fuerza, la caridad nuestro método" (Pablo VI, Alocución a los Observadores delegados en el Concilio Vaticano II, 17 de octubre, 1963: Insegnamenti di Paolo VI, 1, 1963. pág. 231). Sí, nuestra fuerza es la oración.

Al reunirnos esta semana en torno a la cruz de Jesús juntamente con todos los cristianos, no podemos menos de recordar que junto a la cruz estaba su Madre (cf. Jn 19, 25), unida al Hijo en el acto supremo de obediencia a la voluntad salvífica de Dios. Precisamente allí, en la cruz, se la dio como Madre al discípulo predilecto, y en él a la Iglesia. Por esta razón la causa de la unidad de los cristianos "pertenece específicamente a la función de la maternidad espiritual de María. De hecho, a los que son de Cristo, María no los engendró y no podía engendrarlos sino en una fe única y en un único amor" (León XIII, Encíclica Adiutricem populi: ASS 28, 1895-6, 135; cit. en Pablo VI, Marialis cultus, n. 33).

Que pueda Ella aparecer una vez más "ante el peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo" (Lumen gentium, 68), mientras nosotros rezamos con todo el corazón a fin de que todos los creyentes puedan sentirse de verdad "llamados a la unión a través de la cruz de Nuestro Señor".

 



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