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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 14 de marzo de 1984

 

1. "Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad" (1Jn 1, 9)

Queridísimos hermanos y hermanas: A la luz de las palabras del Apóstol Juan, queremos continuar en esta meditación el descubrimiento de los significados que hay bajo los gestos que estamos llamados a realizar, según la dinámica del sacramento y la pedagogía de la Iglesia, cuando nos acercamos a la confesión. Hoy nuestra atención se fija en ese momento que la ascética cristiana suele llamar examen de conciencia para el reconocimiento de nuestros pecados.

Ya es empresa ardua admitir que el pecado en sí es decisión que contrasta con la norma ética que el hombre lleva grabada en el propio ser; es difícil reconocer en la opción que se hace contra Dios, verdadero "Fin" en Cristo, la causa de una disociación intolerable de nuestra intimidad entre la tendencia necesaria hacia el Absoluto y nuestra voluntad de "bloquearnos" en bienes finitos. El hombre se resiste a admitir que la opción mala rompa la armonía que debe reinar entre él y los hermanos, y entre él y la realidad del cosmos.

La dificultad aumenta desmesuradamente cuando hay que reconocer no el pecado en su abstracción teórica y general, sino en su densidad de acto realizado por una persona concreta o en las condiciones en que se halla esta determinada persona. Entonces se pasa de la comprensión de una doctrina a la admisión de una experiencia que nos afecta directamente y que no se puede delegar, porque es fruto de nuestra responsabilidad: estamos llamados no a decir: "Existe el pecado", sino a confesar: "Yo he pecado", "Yo estoy en pecado". A esta dificultad alude San Juan cuando en su primera Carta, nos advierte: "Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros" (1Jn 1, 8).

2. Quizá tengamos que insistir: reconocer las propias culpas no significa sólo recordar los sucesos en su escueta realidad, dejando que vuelvan a salir al corazón como recuerdo de simples comportamientos, de gestos casi desprendidos de la libertad, y hasta, de algún modo, "alejados" de la conciencia. Reconocer las propias culpas implica, más bien, poner en claro la intencionalidad que está detrás y dentro de cada uno de los hechos que hemos consumado.

Esto requiere la valentía de admitir la propia libertad puesta en juego en el mal. Esto nos impone la confrontación con las exigencias morales, que Dios ha grabado en nuestra intimidad como imperativos que llevan a la perfección, al crearnos "a su imagen y semejanza" (cf. Gén 1, 26) y al "predestinarnos a ser conformes con la imagen de su Hijo" (cf. Rom 8, 29). Esto nos impone, en particular, "entrar en nosotros mismos" (cf. Lc 15, 17) para dejar hablar a la evidencia: nuestras opciones malas no pasan a nuestro lado; no existen antes de nosotros; no se cruzan en nuestro camino como si fueran sucesos que no nos envuelven. Nuestras opciones perversas, en cuanto perversas, nacen en nosotros, únicamente de nosotros.

Dios nos presta su "concurso" para que podamos actuar; pero la connotación negativa de nuestra actuación depende sólo de nosotros. Somos nosotros los que decidimos nuestro destino por Dios o contra Dios, mediante la libertad que Él nos ha confiado como don y como tarea. Más aún: cuando, con dificultad, logramos reconocer nuestros pecados, nos damos cuenta también, con mayor dificultad todavía, de que no podemos liberarnos de ellos nosotros solos, con nuestras solas fuerzas. Paradoja de esta aventura de la culpa humana: sabemos realizar actos que no podemos reparar. Nos rebelamos contra un Dios a quien luego no podemos obligar a que nos ofrezca su perdón.

3. El "examen de conciencia" se nos revela así no tanto como esfuerzo de introspección psicológica, o como gesto intimista que se circunscribe al perímetro de nuestra conciencia, abandonada a sí misma. Es sobre todo confrontación: confrontación con la ley moral que Dios nos dio en el momento creador, que Cristo asumió y perfeccionó con su precepto del amor (cf. 1Jn 3, 23), y que la Iglesia no cesa de profundizar y actualizar con su enseñanza; confrontación con el mismo Señor Jesús que, siendo Hijo de Dios, ha querido asumir nuestra condición humana (cf. Flp 2, 7) para cargar con nuestros pecados (cf. Is 53, 12) y vencerlos con su muerte y su resurrección.

Sólo a la luz de Dios que se revela en Cristo y que vive en la Iglesia, sabemos percibir con claridad nuestras culpas. Sólo ante el Señor Jesús que ofrece su vida "por nosotros y por nuestra salvación", logramos confesar nuestros pecados. Lo conseguimos también porque sabemos que ya están perdonados, si nos abrimos a su misericordia. Podemos dejar que nuestro corazón "nos arguya", porque estamos seguros de que "Dios es mejor que nuestro corazón" (1Jn 3, 20). Y "todo lo conoce" (ib.). Y nos ofrece su benevolencia y su gracia para cada una de las culpas.

Entonces surge dentro de nosotros también el propósito de la enmienda. Pascal observaría: "Si conocieses tus pecados, te desanimarías... A medida que los expías, los conocerás, y se te dirá: Tus pecados te han sido perdonados" (Pensées, 553: éditions León Brunschvicg).

 



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