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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 18 de marzo de 1987

 

Jesucristo, inauguración y cumplimiento del Reino de Dios

1. “Se ha cumplido el tiempo, está cerca el reino de Dios” (Mc 1, 15). Con estas palabras Jesús de Nazaret comienza su predicación mesiánica. El reino de Dios, que en Jesús irrumpe en la vida y en la historia del hombre, constituye el cumplimiento de las promesas de salvación que Israel había recibido del Señor.

Jesús se revela Mesías, no porque busque un dominio temporal y político según la concepción de sus contemporáneos, sino porque con sumisión se culmina en la pasión-muerte-resurrección, “todas las promesas de Dios son ‘sí’” (2 Cor 1, 20).

2. Para comprender plenamente la misión de Jesús es necesario recordar el mensaje del Antiguo Testamento que proclama la realeza salvífica del Señor. En el cántico de Moisés (Ex15, 1-18), el Señor es aclamado “rey” porque ha liberado maravillosamente a su pueblo y lo ha guiado, con potencia y amor, a la comunión con Él y con los hermanos en el gozo de la libertad. También el antiquísimo Salmo 28/29 da testimonio de la misma fe: el Señor es contemplado en la potencia de su realeza, que domina todo lo creado y comunica a su pueblo fuerza, bendición y paz (Sal 28/29, 10). Pero la fe en el Señor “rey” se presenta completamente penetrada por el tema de la salvación, sobre todo en la vocación de Isaías. El “Rey” contemplado por el Profeta con los ojos de la fe “sobre un trono alto y sublime” (Is 6, 1 ) es Dios en el misterio de su santidad transcendente y de su bondad misericordiosa, con la que se hace presente a su pueblo como fuente de amor que purifica, perdona, salva: “Santo, Santo, Santo, Yahvé de los ejércitos. Está la tierra llena de tu gloria” (Is 6, 3).

Esta fe en la realeza salvífica del Señor impidió que, en el pueblo de la alianza, la monarquía se desarrollase de forma autónoma, como ocurría en el resto de las naciones: El rey es el elegido, el ungido del Señor y, como tal, es el instrumento mediante el cual Dios mismo ejerce su soberanía sobre Israel (cf. 1 Sam 12, 12-15). “El Señor reina”, proclaman continuamente los Salmos (cf. 5, 3; 9, 6; 28/29, 10; 92/93, 1; 96/97, 1-4; 145/146, 10).

3. Frente a la experiencia dolorosa de los límites humanos y del pecado, los Profetas anuncian una nueva Alianza, en la que el Señor mismo será el guía salvífico y real de su pueblo renovado (cf. Jer 31, 31-34; Ez 34, 7-16; 36, 24-28).

En este contexto surge la expectación de un nuevo David, que el Señor suscitará para que sea el instrumento del éxodo, de la liberación, de la salvación (Ez 34, 23-25; cf. Jer 23, 5-6). Desde ese momento la figura del Mesías aparece en relación íntima con la manifestación de la realeza plena de Dios.

Tras el exilio, aún cuando la institución de la monarquía decayera en Israel, se continuó profundizando la fe en la realeza que Dios ejerce sobre su pueblo y que se extenderá hasta “los confines de la tierra”. Los Salmos que cantan al Señor rey constituyen el testimonio más significativo de esta esperanza (cf. Sal 95/96 - 98/99).

Esta esperanza alcanza su grado máximo de intensidad cuando la mirada de la fe, dirigiéndose más allá del tiempo de la historia humana, llegará a comprender que sólo en la eternidad futura se establecerá el reino de Dios en todo su poder: entonces, mediante la resurrección, los redimidos se encontrarán en la plena comunión de vida y de amor con el Señor (cf. Dan 7, 9-10; 12, 2-3).

4. Jesús alude a esta esperanza del Antiguo Testamento y proclama su cumplimiento. El reino de Dios constituye el tema central de su predicación, como lo demuestran sobre todo las parábolas.

La parábola del sembrador (Mt 13, 3-8) proclama que el reino de Dios está ya actuando en la predicación de Jesús; al mismo tiempo invita a contemplar a abundancia de frutos que constituirán la riqueza sobreabundante del reino al final de los tiempos. La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra humana, sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el Señor. La parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 24-30) y la de la red para pescar (Mt 13, 47-52) se refieren, sobre todo, a la presencia, ya operante, de la salvación de Dios. Pero, junto a los “hijos del reino”, se hallan también los “hijos del maligno”, los que realizan la iniquidad: sólo al final de la historia serán destruidas las potencias del mal, y quien haya acogido el reino estará para siempre con el Señor. Finalmente, las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él.

5. De la enseñanza de Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios, en su plena y total realización, es ciertamente futuro, “debe venir” (cf. Mc 9, 1; Lc 22, 18); la oración del Padrenuestro enseña a pedir su venida: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10).

Pero al mismo tiempo, Jesús afirma que el reino de Dios “ya ha venido” (Mt 12, 28), “está dentro de vosotros” (Lc 17, 21) mediante la predicación y las obras, de Jesús. Por otra parte, de todo el Nuevo Testamento se deduce que la Iglesia, fundada por Jesús, es el lugar donde la realeza de Dios se hace presente, en Cristo, como don de salvación en la fe, de vida nueva en el Espíritu, de comunión en la caridad.

Se ve así la relación íntima entre el reino y Jesús, una relación tan estrecha que el reino de Dios puede llamarse también “reino de Jesús” (Ef 5, 5; 2 Pe 1, 11), como afirma, por lo demás, el mismo Jesús ante Pilato al decir que “su” reino no es de este mundo (cf. 18, 36).

6. Desde esta perspectiva podemos comprender las condiciones indicadas por Jesús para entrar en el reino se pueden resumir en la palabra “conversión”. Mediante la conversión el hombre se abre al don de Dios (cf. Lc 12, 32), que llama “a su reino y a su gloria” (1 Tes 2, 12); acoge como un niño el reino (Mc 10, 15) y está dispuesto a todo tipo de renuncias para poder entrar en él (cf. Lc 18, 29; Mt 19, 29; Mc 10, 29)

El reino de Dios exige una “justicia” profunda o nueva (Mt 5, 20); requiere empeño en el cumplimiento de la “voluntad de Dios” (Mt 7, 21), implica sencillez interior “como los niños” (Mt 18, 3; Mc 10, 15); comporta la superación del obstáculo constituido por las riquezas (cf. Mc 10, 23-24).

7. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5, 3-12) se presentan como la “Carta magna” del reino de los cielos, dado a los pobres de espíritu, a los afligidos, a los humildes, a quien tiene hambre y sed de justicia, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a los artífices de paz, a los perseguidos por causa de la justicia. Las bienaventuranzas no muestran sólo las exigencias del reino; manifiestan ante todo la obra que Dios realiza en nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo (Rom 8, 29) y capaces de tener sus sentimientos (Flp 2, 5 ss.) de amor y de perdón (cf. Jn 13, 34-35; Col 3, 13).

8. La enseñanza de Jesús sobre el reino de Dios es testimoniada por la Iglesia del Nuevo Testamento, que vivió esta enseñanza con a alegría de su fe pascual. La Iglesia es la comunidad de los “pequeños” que el Padre “ha liberado del poder de las tinieblas y ha trasladado al reino del Hijo de su amor” (Col 1, 13); es la comunidad de los que viven “en Cristo”, dejándose guiar por el Espíritu en el camino de la paz (Lc 1, 79), y que luchan para no “caer en la tentación” y evitar la obras de la “carne”, sabiendo muy bien que “quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios” (Gál 5, 21). La Iglesia es la comunidad de quienes anuncian, con su vida y con sus palabras, el mismo mensaje de Jesús: “El reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc 10, 9).

9. La Iglesia, que “camina a través de los siglos incesantemente a la plenitud de la verdad divina hasta que se cumpla en ella las palabras de Dios” (Dei Verbum, 8), pide al Padre en cada una de las celebraciones de la Eucaristía que “venga su reino”. Vive esperando ardientemente la venida gloriosa del Señor y Salvador Jesús, que ofrecerá a la Majestad Divina “un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor la paz” (Prefacio de la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo).

Esta espera del Señor es fuente incesante de confianza de energía. Estimula a los bautizados, hechos partícipes de la dignidad real de Cristo, a vivir día tras día “en el reino del Hijo de su amor”, a testimoniar y anunciar la presencia del reino con las mismas obras de Jesús (cf. Jn 14, 12). En virtud de este testimonio de fe y de amor, enseña el Concilio, el mundo se impregnará del Espíritu de Cristo y alcanzará con mayor eficacia su fin en la justicia, en la caridad y en la paz (Lumen gentium, 36).


Saludos

Saludo ahora cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de diferentes países de América Latina.

De modo especial me dirijo a la Comunidad sacerdotal del Pontificio Colegio Mexicano de Roma, a los grupos de Religiosas Dominicas de la Anunciata, así como de Maestras de Novicias de las Religiosas Escolapias que, respectivamente, participan en Roma en un curso de formación permanente. A todos exhorto –cada uno desde su propia tarea de apostolado– a ser siempre testigos de la fe y del amor, para que el Reino de Dios sea una realidad cada vez más plena en vuestros ambientes.

Saludo igualmente a los feligreses de la Parroquia de la Encarnación de Almuñécar, Granada (España), y a un grupo de Oficiales de Bolivia presentes en esta Audiencia. Que vuestra visita a la tumba del apóstol Pedro os ayude a ser cada día ejemplo de vida cristiana en vuestra sociedad.



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