Index   Back Top Print

[ ES  - IT ]

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 20 de mayo de 1987

 

En el corazón del testimonio evangélico

1. El ciclo de las catequesis sobre Jesucristo se ha acercado gradualmente a su centro, permaneciendo en relación constante con el artículo del Símbolo, en el cual confesamos: “Creo... en Jesucristo, Hijo único de Dios”. Las catequesis anteriores nos han preparado para esta verdad central, mostrando antes que nada el carácter mesiánico de Jesús de Nazaret. Y verdaderamente la promesa del Mesías -presente en toda la Revelación de la Antigua Alianza como principal contenido de las expectativas de Israel- encuentra su cumplimiento en Aquél que solía llamarse el Hijo del hombre.

A la luz de las obras y de las palabras de Jesús se hace cada vez más claro que Él es, al mismo tiempo, el verdadero Hijo de Dios. Esta es una verdad que resultaba muy difícil de admitir para una mentalidad enraizada en un rígido monoteísmo religioso. Y ésa era la mentalidad de los israelitas contemporáneos de Jesús. Nuestras catequesis sobre Jesucristo entran ahora precisamente en el ámbito de esta verdad que determina la novedad esencial del Evangelio, y de la que depende toda la originalidad del cristianismo como religión fundada en la fe en el Hijo de Dios, que se hizo hombre por nosotros.

2. Los Símbolos de la fe se concentran en esta verdad fundamental referida a Jesucristo.

En el Símbolo Apostólico confesamos: “Creo en Dios, Padre todopoderoso... y en Jesucristo, su único Hijo (unigénito)”. Sólo sucesivamente el Símbolo Apostólico pone de relieve el hecho de que el Hijo unigénito del Padre es el mismo Jesucristo, como Hijo del hombre: “el cual fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María”.

El Símbolo niceno-constantinopolitano expresa la misma realidad con palabras un poco distintas: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó (en latín: incarnatus est) de María la Virgen y se hizo hombre”.

Sin embargo, el mismo Símbolo presenta antes, ya de modo mucho más amplio la verdad de la filiación divina de Jesucristo, Hijo del hombre: “Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo fue hecho”. Estas últimas palabras ponen todavía más de relieve la unidad en la divinidad del Hijo con el Padre, que es “creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”.

3. Los Símbolos expresan la fe de la Iglesia de una manera concisa, pero precisamente gracias a su concisión esculpen las verdades más esenciales: aquellas que constituyen como el “meollo” mismo de la fe cristiana, la plenitud y el culmen de la autorrevelación de Dios. Pues bien, según la expresión del autor de la Carta a los Hebreos, “muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo” y finalmente ha hablado a la humanidad “por su Hijo” (Cfr. Heb 1, 1-2). Es difícil no reconocer aquí la auténtica plenitud de la Revelación. Dios no sólo habla de Sí por medio de los hombres llamados a hablar en su nombre, sino que, en Jesucristo, Dios mismo, hablando “por medio de su Hijo”, se convierte en sujeto de la Palabra que revela. Él mismo habla de Sí mismo. Su palabra contiene en sí a autorrevelación de Dios, la autorrevelación en el sentido estricto e inmediato.

4. Esta autorrevelación de Dios constituye la gran novedad y “originalidad” del Evangelio. Profesando la fe con las palabras de los Símbolos, sea el apostólico o el niceno-constantinopolitano, la Iglesia bebe en plenitud del testimonio evangélico y alcanza así su esencia profunda. A la luz de este testimonio profesa y da testimonio de Jesucristo como Hijo que es “de la misma naturaleza que el Padre”. El nombre “Hijo de Dios” podía usarse -y lo ha sido- en un sentido amplio, como se constata en algunos textos del Antiguo Testamento (Sab 2, 18; Sir 4, 11; Sal 82, 6, y, con mayor claridad, 2 Sam 7, 14; Sal 2, 7; Sal 110, 3). El Nuevo Testamento, y especialmente los Evangelios, hablan de Jesús como Hijo de Dios en sentido estricto y pleno: Él es “engendrado, no creado” y “de la misma naturaleza que el Padre”.

5. Prestaremos ahora atención a esta verdad central de la fe cristiana analizando el testimonio del Evangelio desde este punto de vista. Es ante todo el testimonio del Hijo sobre el Padre y, en concreto, el testimonio de una relación filial que es propia de Él y sólo de Él.

De hecho, así como son significativas las palabras de Jesús: “Nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiera revelárselo” (Mt 11, 27), lo son éstas otras: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre” (Mt 11, 27). Es el Padre quien realmente revela al Hijo. Merece la pena recordar que en el mismo contexto se reproducen las palabras de Jesús: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos” (Mt 11, 25; también Lc 10, 21-22). Son palabras que Jesús pronuncia -como anota el Evangelista- con una especial alegría del corazón: “Inundado de gozo en el Espíritu Santo” (cf. Lc 10, 21).

6. La verdad sobre Jesucristo, Hijo de Dios, pertenece, por tanto, a la esencia misma de la Revelación trinitaria. En ella y mediante ella Dios se revela a Sí mismo como unidad de la inescrutable Trinidad: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Así, pues, la fuente definitiva del testimonio, que los Evangelios (y todo el Nuevo Testamento) dan de Jesucristo como Hijo de Dios, es el mismo Padre: el Padre que conoce al Hijo y se conoce a Sí mismo en el Hijo. Jesús, revelando al Padre, comparte en cierto modo con nosotros el conocimiento que el Padre tiene de Sí mismo en su eterno, unigénito Hijo. Mediante esta eterna filiación Dios es eternamente Padre. Verdaderamente, con espíritu de fe y de alegría, admirados y conmovidos, hagamos nuestra la confesión de Jesús: “Todo te lo ha confiado el Padre a Ti, Jesús, Hijo de Dios, y nadie sabe quién es el Padre sino el Hijo y aquél a quien Tú, el Hijo, lo quieras revelar”.


Saludos

Vaya ahora mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos de lengua española. En particular, saludo a los Hermanos Maristas aquí presentes, que hacen en Roma un curso de formación. Que este tiempo que ahora dedicáis al estudio y a la reflexión reafirme vuestra generosa entrega a Dios y vuestra voluntad de servicio a la Iglesia y a los hermanos.

Saludo igualmente a la numerosa peregrinación organizada por la “Asociación Provincial de Amas de Casa”, de Valencia “ TYRIUS ”, que celebra el XX Aniversario de su fundación.

Finalmente mi saludo cordial se dirige al grupo de peregrinos procedentes de Chile, recordando las celebraciones de fe y amor que tuvieron lugar durante mi reciente visita pastoral a aquel amado país.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España, imparto con afecto la bendición apostólica.



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana