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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 12 de agosto de 1987

 

Jesucristo trae el Espíritu Santo a la Iglesia y a la humanidad

1. Jesucristo, el Hijo de Dios, que ha sido mandado por el Padre al mundo, llega a ser hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de María, la Virgen de Nazaret, y en la fuerza del Espíritu Santo cumple como hombre su misión mesiánica hasta la cruz y la resurrección.

En relación a esta verdad (que constituía el objeto de la catequesis precedente), es oportuno recordar el texto de San Ireneo que escribe: “El Espíritu Santo descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo Hijo del hombre, habituándose junto a Él a habitar en el género humano, a descansar en los hombres, y realizar las obras de Dios, llevando a cabo en ellos la voluntad del Padre y transformando su vetustez en la novedad de Cristo” (Adv. haer. III, 17, 1).

Es un pasaje muy significativo que repite con otras palabras lo que hemos tomado del Nuevo Testamento, es decir, que el Hijo de Dios se ha hecho hombre por obra del Espíritu Santo y en su potencia ha desarrollado la misión mesiánica, para preparar de esta manera el envío y la venida a las almas humanas de este espíritu, que “todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios” (1 Cor 2, 10), para renovar y consolidar su presencia y su acción santificante en la vida del hombre. Es interesante esta expresión de Ireneo, según cual, el Espíritu Santo, obrando en el Hijo del hombre, “se habituaba junto a Él a habitar en el género humano”.

2. En el Evangelio de Juan leemos que “el último día, el día grande de la fiesta, se detuvo Jesús y gritó diciendo: ‘Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Al que cree en mí, según dice la Escritura, ríos de agua viva manarán de sus entrañas’. Esto dijo del Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en Él, pues aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado” (Jn 7, 37-39).

Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo sirviéndose de la metáfora del “agua viva”, porque “el espíritu es el que da la vida...” (Jn 6, 63). Los discípulos recibirán este Espíritu de Jesús mismo en el tiempo oportuno, cuando Jesús sea “glorificado”: el Evangelista tiene en mente la glorificación pascual mediante la cruz y la resurrección.

3. Cuando este tiempo —o sea, la “hora” de Jesús— está ya cercano, durante el discurso en el cenáculo, Cristo repite su anuncio, y varias veces promete a los Apóstoles la venida del Espíritu Santo como nuevo Consolador (Paráclito).

Les dice así: “yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros” (Jn 14, 16-17). “El Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ese os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). Y más adelante: “Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí...” (Jn 15, 26).

Jesús concluye así: “Si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros: pero, si me fuere, os lo enviaré. Y al venir éste, amonestará al mundo sobre el pecado, la justicia y el juicio...” (Jn 16, 7-8).

4. En los textos reproducidos, se contiene de una manera densa la revelación de la verdad sobre el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. (Sobre este tema me he detenido ampliamente en la Encíclica Dominum et Vivificantem). En síntesis, hablando a los Apóstoles del cenáculo, la vigilia de su pasión, Jesús une su partida, ya cercana, con la venida del Espíritu Santo. Para Jesús se da una relación casual: Él debe irse a través de la cruz y de la resurrección, para que el Espíritu de verdad pueda descender sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia entera como el Abogado. Entonces el Padre mandará el Espíritu “en nombre del Hijo”, lo mandará en la potencia del misterio de la Redención, que debe cumplirse por medio de este Hijo, Jesucristo. Por ello, es justo afirmar, como hace Jesús, que también el mismo Hijo lo mandará: “el Abogado que yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15, 26).

5. Esta promesa hecha a los Apóstoles en la vigilia de su pasión y muerte, Jesús la ha realizado el mismo día de su resurrección. Efectivamente, el Evangelio de Juan narra que, presentándose a los discípulos que estaban aún refugiados en el cenáculo, Jesús los saludó y mientras ellos estaban asombrados por este acontecimiento extraordinario, “sopló y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quien se los retuviereis, les serán retenidos’” (Jn 20, 22 - 23).

En el texto de Juan existe un subrayado teológico, que conviene poner de relieve: Cristo resucitado es el que se presenta a los Apóstoles y les “trae” el Espíritu Santo, el que en cierto sentido lo “da” a ellos en los signos de su muerte en cruz (“les mostró las manos y el costado”: Jn 20, 20). Y siendo “el Espíritu que da la vida” (Jn 6, 63), los Apóstoles reciben junto con el Espíritu Santo la capacidad y el poder de perdonar los pecados.

6. Lo que acontece de modo tan significativo el mismo día de la resurrección, los otros Evangelistas lo distribuyen de alguna manera a lo largo de los días sucesivos, en los que Jesús continúa preparando a los Apóstoles para el gran momento, cuando en virtud de su partida el Espíritu Santo descenderá sobre ellos de una forma definitiva, de modo que su venida se hará manifiesta al mundo.

Este será también el momento del nacimiento de la Iglesia: “recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra” (Act 1, 8). Esta promesa, que tiene relación directa con la venida del Paráclito, se ha cumplido el día de Pentecostés.

7. En síntesis, podemos decir que Jesucristo es aquel que proviene del Padre como eterno Hijo, es aquel que “ha salido” del Padre haciéndose hombre por obra del Espíritu Santo. Y después de haber cumplido su misión mesiánica como Hijo del hombre, en la fuerza del Espíritu Santo “va al Padre” (cf. Jn 14, 21). Marchándose allí como Redentor del mundo, “da” a sus discípulos y manda sobre la Iglesia para siempre, el mismo Espíritu, en cuya potencia el actuaba como hombre. De este modo Jesucristo, como aquel que “va al Padre”, por medio del Espíritu Santo conduce “al Padre”” a todos aquellos que lo seguirán en el transcurso de los siglos.

8. “Exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo, (Jesucristo) le derramó” (Act 2, 33), dirá el Apóstol Pedro el día de Pentecostés. “Y, puesto que sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá!, ¡Padre!” (Gál 4, 6), escribía el Apóstol Pablo. El Espíritu Santo, que “procede del Padre” (cf. Jn 15, 26), es, al mismo tiempo, el Espíritu de Jesucristo: el Espíritu del Hijo.

9. Dios ha dado “sin medida” a Cristo el Espíritu Santo, proclama Juan Bautista, según el IV Evangelio. Y Santo Tomás de Aquino explica en su claro comentario que los profetas recibieron el Espíritu “con medida”, y por ello, profetizaban “parcialmente”. Cristo, por el contrario, tiene el Espíritu Santo “sin medida”: ya como Dios, en cuanto que el Padre mediante la generación eterna le da el soplar el Espíritu sin medida; ya como hombre, en cuanto que, mediante la plenitud de la gracia, Dios lo ha colmado de Espíritu Santo, para que lo efunda en todo creyente (cf. Super Evang S. Ioannis Lectura, c. III, 1. 6, nn. 541-544). El Doctor Angélico se refiere al texto de Juan (Jn 3, 34): “Porque aquél a quien Dios ha enviado habla palabras de Dios, pues Dios no le dio el espíritu con medida” (según la traducción propuesta por ilustres biblistas).

Verdaderamente podemos exclamar con íntima emoción, uniéndolos al Evangelista Juan: “De su plenitud todos hemos recibido” (Jn 1, 16); verdaderamente hemos sido hechos partícipes de la vida de Dios en el Espíritu Santo.

Y en este mundo de hijos del primer Adán, destinados a la muerte, vemos erguirse potente a Cristo, el “último Adán”, convertido en “Espíritu vivificante” (1 Cor 15, 45).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi más cordial saludo de bienvenida a todos los peregrinos y visitantes de lengua española presentes en esta audiencia. Ruego a Dios para que vuestra visita a Roma, centro de la catolicidad, os reafirme en vuestra fe y os dé fuerza para vivir los compromisos de la vida cristiana con nuevo entusiasmo e ilusión. A la Virgen Santísima, en este Año Mariano, os encomiendo de corazón.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con afecto la bendición apostólica.



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