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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 2 de septiembre de 1987

 

Jesucristo, Verbo eterno de Dios

1. En la catequesis anterior hemos dedicado un atención especial a las afirmaciones en las que Cristo habla de Sí utilizando la expresión 'YO SOY'. El contexto en el que aparecen tales afirmaciones, sobre todo en el Evangelio de Juan, nos permite pensar que al recurrir a dicha expresión Jesús hace referencia al Nombre con el que el Dios de la Antigua Alianza se califica a Sí mismo ante Moisés, en el momento de confiarle la misión a la que está llamado: “Yo soy el que soy... responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a vosotros” (Ex 3, 14).

De este modo Jesús habla de Sí, por ejemplo, en el marco de la discusión sobre Abraham: “Antes que Abraham naciese, YO SOY” (Jn 8, 58). Ya esta expresión nos permite comprender que “el Hijo del Hombre” da testimonio de su divina preexistencia. Y tal afirmación no está aislada.

2. Más de una vez Cristo habla del misterio de su Persona, y la expresión más sintética parece ser ésta: “Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Jesús dirige estas palabras a los Apóstoles en el discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican claramente que antes de “venir” al mundo Cristo “estaba” junto al Padre como Hijo. Indican, pues, su preexistencia en Dios. Jesús da a comprender claramente que su existencia terrena no puede separarse de dicha preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender correctamente.

3. Expresiones semejantes las hay numerosas. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el Padre al mundo, sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia divina. Esto está claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice ante Pilato: “Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37); y quizás no carece de importancia el hecho de que Pilato le pregunte más tarde: “¿De dónde eres tú?” (Jn 19, 9). Y antes aún leemos: “Mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vengo y adonde voy” (Jn 8, 14). A propósito de ese “¿De dónde eres tú?”, en el coloquio nocturno con Nicodemo podemos escuchar una declaración significativa: “Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo” (Jn 3, 13). Esta “venida” del cielo, del Padre, indica la “preexistencia” divina de Cristo incluso en relación con su “marcha”: “¿Qué sería si vierais al Hijo del hombre subir allí donde estaba antes?”, pregunta Jesús en el contexto del “discurso eucarístico” en las cercanías de Cafarnaum (cf. Jn 6, 62).

4. Toda la existencia terrena de Jesús como Mesías resulta de aquel “antes” y a él se vincula de nuevo como a una “dimensión” fundamental, según la cual el Hijo es “una sola cosa” con el Padre. ¡Cuán elocuentes son, desde este punto de vista, las palabras de la “oración sacerdotal” en el Cenáculo!: “Yo te he glorificado sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese” (Jn 17, 4-5).

También los Evangelios sinópticos hablan en muchos pasajes sobre la “venida” del Hijo del hombre para la salvación del mundo (cf. por ejemplo Lc 19, 10; Mc 10, 45; Mt 20, 28); sin embargo, los textos de Juan contienen una referencia especialmente clara a la preexistencia de Cristo.

5. La síntesis más plena de esta verdad está contenida en el Prólogo del cuarto Evangelio. Se puede decir que en dicho texto la verdad sobre la preexistencia divina del Hijo del hombre adquiere una ulterior explicitación, en cierto sentido definitiva: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él... En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron” (Jn 1, 1-5).

En estas frases el Evangelista confirma lo que Jesús decía de Sí mismo, cuando declaraba: “Salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28), cuando rogaba que el Padre lo glorificase con la gloria que Él tenía cerca de Él antes que el mundo existiese (cf. Jn 17, 5). Al mismo tiempo la preexistencia del Hijo en el Padre se vincula estrechamente con la revelación del misterio trinitario de Dios: el Hijo es el Verbo eterno, es “Dios de Dios”, de la misma naturaleza que el Padre (como se expresará el Concilio de Nicea en el Símbolo de la fe). La fórmula conciliar refleja precisamente el Prólogo de Juan: “El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”. Afirmar la preexistencia de Cristo en el Padre equivale a reconocer su divinidad. A su naturaleza, como a la naturaleza del Padre, pertenece la eternidad. Esto se indica con la referencia a la preexistencia eterna en el Padre.

6. El prólogo de Juan, mediante la revelación de la verdad sobre el Verbo contenida en él, constituye como el complemento definitivo de lo que ya el Antiguo Testamento había dicho de la Sabiduría. Véanse, por ejemplo, las siguientes afirmaciones: “Desde el principio y antes de los siglos me creó y hasta el fin no dejaré de ser” (Eclo 24, 14); “El que me creó reposó en mi tienda. Y me dijo: Pon tu tienda en Jacob” (Eclo 24, 12)13). La Sabiduría de que habla el Antiguo Testamento, es una criatura y al mismo tiempo tiene atributos que la colocan por encima de todo lo creado”: “Siendo una, todo lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva” (Sab 7, 27).

La verdad sobre el Verbo contenida en el Prólogo de Juan, confirma en cierto sentido la revelación acerca de la sabiduría presente en el Antiguo Testamento, y al mismo tiempo la transciende de modo definitivo: el Verbo no sólo “está en Dios” sino que “es Dios”. Al venir a este mundo en la persona de Jesucristo, el Verbo “viene entre su gente”, puesto que “el mundo fue hecho por medio de él” (cf. Jn 1, 10-11). Vino a “los suyos”, porque es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (cf. Jn 1, 9). La autorrevelación de Dios en Jesucristo consiste en esta “venida” al mundo del Verbo, que es el Hijo eterno.

7. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Digámoslo una vez más: el Prólogo de Juan es el eco eterno de las palabras con las que Jesús dice: “salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28), y de aquellas con las que ruega que el Padre lo glorifique con la gloria que El tenía cerca de El antes que el mundo existiese (cf. Jn 17, 5). El Evangelio tiene ante los ojos la revelación veterotestamentaria acerca cerca de la Sabiduría y al mismo tiempo todo el acontecimiento pascual: la marcha mediante la cruz y la resurrección, en las que la verdad sobre Cristo, Hijo del hombre y verdadero Dios, se ha hecho completamente clara a cuantos han sido sus testigos oculares.

8. En estrecha relación con la revelación del Verbo, es decir, con la divina preexistencia de Cristo, halla también confirmación la verdad sobre el Emmanuel. Esta palabra —que en traducción literal significa “Dios con nosotros”— expresa una presencia particular y personal de Dios en el mundo. Ese “YO SOY” de Cristo manifiesta precisamente esta presencia ya preanunciada por Isaías (cf. Is 7, 14), proclamada siguiendo las huellas del Profeta en el Evangelio de Mateo (cf. Mt 1, 23), y confirmada en el Prólogo de Juan: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). El lenguaje de los Evangelistas es multiforme, pero la verdad que expresan es la misma. En los sinópticos Jesús pronuncia su “yo estoy con vosotros” especialmente en los momentos difíciles, como por ejemplo: Mt 14, 27; Mc 6, 50; Jn 6, 20, con ocasión de la tempestad que se calma, como también en la perspectiva de la misión apostólica de la Iglesia: “Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo” (Mt 28, 20).

9. La expresión de Cristo: “Salí del Padre y vine al mundo” (Jn 16, 28) contiene un significado salvífico, soteriológico. Todos los Evangelistas lo manifiestan. El Prólogo de Juan lo expresa en las palabras: “A cuantos lo recibieron (= al Verbo), dióles poder de venir a ser hijos de Dios”, la posibilidad de ser engendrados de Dios (cf. Jn 1, 12-13).

Esta es la verdad central de toda la soteriología cristiana, vinculada orgánicamente con la realidad revelada de Dios-Hombre. Dios se hizo hombre a fin de que el hombre pudiera participar realmente de la vida de Dios, más aún, pudiese llegar a ser él mismo, en cierto sentido, Dios. Ya los antiguos Padres de la Iglesia tuvieron claro conocimiento de ello. Baste recordar a San Ireneo, el cual, exhortando a seguir a Cristo, único maestro verdadero y seguro, afirmaba: “Por su inmenso amor Él se ha hecho lo que nosotros somos, para darnos la posibilidad de ser lo que Él es” (cf. Adversus haereses, V, Praef.: PG 7, 1.120).

Esta verdad nos abre horizontes ilimitados, en los cuales situar la expresión concreta de nuestra vida cristiana, a la luz de la fe en Cristo, Hijo de Dios, Verbo del Padre.


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con este mensaje, queridos peregrinos y visitantes de lengua española, deseo daros mi más cordial bienvenida a este encuentro. Pido a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen María, en este Año Mariano, que vuestra venida a Roma, centro de la catolicidad, os confirme en vuestra fe en Jesús, nuestro Salvador, y os dé fuerzas para dar testimonio de ella en el mundo mediante la caridad, el amor, el servicio a los hermanos más necesitados.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de España y de los diversos países de América Latina, imparto con afecto la bendición apostólica.



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