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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 7 de octubre de 1987

 

Jesucristo tiene el poder de perdonar los pecados

1. Unido al poder divino de juzgar que, como vimos en la catequesis anterior, Jesucristo se atribuye y los Evangelistas, especialmente Juan, nos dan a conocer, va el poder de perdonar los pecados. Vimos que el poder divino de juzgar a cada uno y a todos —puesto de relieve especialmente en la descripción apocalíptica del juicio final— está en profunda conexión con la voluntad divina de salvar al hombre en Cristo y por medio de Cristo. El primer momento de realización de la salvación es el perdón de los pecados.

Podemos decir que la verdad revelada sobre el poder de juzgar tiene su continuación en todo lo que los Evangelios dicen sobre el poder de perdonar los pecados. Este poder pertenece sólo a Dios. Si Jesucristo —el Hijo del hombre— tiene el mismo poder quiere decir que Él es Dios, conforme a lo que el mismo ha dicho: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). En efecto, Jesús, desde el principio de su misión mesiánica, no se limita a proclamar la necesidad de la conversión (“Convertíos y creed en el Evangelio”: Mc 1, 15) y a enseñar que el Padre está dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos, sino que perdona Él mismo los pecados.

2. Precisamente en esos momentos es cuando brilla con más claridad el poder que Jesús declara poseer, atribuyéndolo a Sí mismo, sin vacilación alguna. El afirma, por ejemplo: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados” (cf. Mc 2, 10). Lo afirma ante los escribas de Cafarnaum, cuando le llevan a un paralítico para que lo cure. El Evangelista Marcos escribe que Jesús, al ver la fe de los que llevaban al paralítico, quienes habían hecho una abertura en el techo para descolgar la camilla del pobre enfermo delante de Él, dijo al paralítico: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 5). Los escribas que estaban allí, pensaban entre sí: “¿Cómo habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” (2, 7). Jesús, que leía en su interior, parece querer reprenderlos: “¿Por qué pensáis así en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil: decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados —se dirige al paralítico—, yo te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (2, 8-11). La gente que vio el milagro, llena de estupor, glorificó a Dios diciendo: “Jamás hemos visto cosa igual” (2, 12).

Es comprensible a admiración por esa extraordinaria curación, y también el sentido de temor o reverencia que, según Mateo, sobrecogió a la multitud ante la manifestación de ese poder de curar que Dios había dado a los hombres (cf. Mt 9, 8) o, como escribe Lucas, ante las “cosas increíbles" que habían visto ese día (Lc 5, 26). Pero para aquellos que reflexionan sobre el desarrollo de los hechos, el milagro de la curación aparece como la confirmación de la verdad proclamada por Jesús e intuida y contestada por los escribas: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”.

3. Hay que notar también la puntualización de Jesús sobre su poder de perdonar los pecados en la tierra: es un poder, que Él ejerce ya en su vida histórica, mientras se mueve como “Hijo del hombre” por los pueblos y calles de Palestina, y no sólo a la hora del juicio escatológico, después de la glorificación de su humanidad. Jesús es ya en la tierra el “Dios con nosotros”, el Dios-hombre que perdona los pecados.

Hay que notar, además, cómo siempre que Jesús habla de perdón de los pecados, los presentes manifiestan contestación y escándalo. Así, en el texto donde se describe el episodio de la pecadora, que se acerca al Maestro cuando estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, Jesús dice a la pecadora: “Tus pecados te son perdonados” (Lc 7, 48). Es significativa la reacción de los comensales que “comenzaron a decir entre si: ¿Quién es éste para perdonar los pecados?” (Lc 7, 49).

4. También en el episodio de la mujer “sorprendida en flagrante adulterio” y llevada por los escribas y fariseos a la presencia de Jesús para provocar un juicio suyo en base a la ley de Moisés, encontramos algunos detalles muy significativos, que el Evangelista Juan quiso registrar. Ya la primera respuesta de Jesús a los que acusaban a la mujer: “El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la piedra primero” (8, 7), nos manifiesta su consideración realista de la condición humana, comenzando por la de sus interlocutores, que, de hecho, van marchándose uno tras otro. Démonos cuenta, además, de la profunda humanidad de Jesús al tratara a aquella desdichada, cuyos errores ciertamente desaprueba (pues de hecho le recomienda: “Vete y no peques más”: 8, 11), pero que no la aplasta bajo el peso de una condena sin apelación. En las palabras de Jesús podemos ver la reafirmación de su poder de perdonar los pecados y, por tanto, de la trascendencia de su Yo divino, cuando después de haber preguntado a la mujer: “¿Nadie te ha condenado?” y haber obtenido la respuesta: “Nadie, Señor”, declara: “Ni yo tampoco te condeno; vete y no peques más” (8, 10-11). En ese “ni yo tampoco” vibra el poder de juicio y de perdón que el Verbo tiene en comunión con el Padre y que ejerce en su encarnación humana para la salvación de cada uno de nosotros.

5. Lo que cuenta para todos nosotros en esta economía de la salvación y del perdón de los pecados, es que se ame con toda el alma a Aquel que viene a nosotros como eterna Voluntad de amor y de perdón. Nos lo enseña el mismo Jesús cuando, al sentarse a la mesa con los fariseos y verlos admirados porque acepta las piadosas manifestaciones de veneración por parte de la pecadora, les cuenta la parábola de los dos deudores, uno de los cuales debía al acreedor quinientos denarios, el otro cincuenta, y a los dos les condona la deuda: “¿Quién, pues, lo amará más?” (Lc 7, 42). Responde Simón: “Supongo que aquel a quien condonó más”. Y El añadió: “Bien has respondido... ¿Ves a esta mujer?... Le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama” (cf. Lc 7, 42-47).

La compleja psicología de la relación entre el acreedor y el deudor, entre el amor que obtiene el perdón y el perdón que genera nuevo amor, entre la medida rigurosa del dar y del tener y la generosidad del corazón agradecido que tiende a dar sin medida, se condensa en estas palabras de Jesús que son para nosotros una invitación a tomar la actitud justa ante el Dios-Hombre que ejerce su poder divino de perdonar los pecados para salvarnos.

6. Puesto que todos estamos en deuda con Dios, Jesús incluye en la oración que enseñó a sus discípulos y que ellos transmitieron a todos los creyentes, esa petición fundamental al Padre: “Perdónanos nuestras deudas” (Mt 6, 12), que en la redacción de Lucas suena: “Perdónanos nuestros pecados” (Lc 11, 1). Una vez más Él quiere inculcarnos la verdad de que sólo Dios tiene el poder de perdonar los pecados (Mc 2, 7). Pero al mismo tiempo Jesús ejerce este poder divino en virtud de la otra verdad que también nos enseñó, a saber, que el Padre no sólo “ha entregado al Hijo todo el poder para juzgar” (Jn 5, 22), sino que le ha conferido también el poder para perdonar los pecados. Evidentemente, no se trata de un simple “ministerio” confiado a un puro hombre que lo desempeña por mandato divino: el significado de las palabras con que Jesús se atribuye a Sí mismo el poder de perdonar los pecados —y quede hecho los perdona en muchos casos que narran los Evangelios— , es más fuerte y más comprometido para las mentes de los que escuchan a Cristo, los cuales de hecho rebaten su pretensión de hacerse Dios y lo acusan de blasfemia, de modo tan encarnizado, que lo llevan a la muerte de cruz.

7. Sin embargo, el “ministerio” del perdón de los pecados lo confiará Jesús a los Apóstoles (y a sus sucesores), cuando se les aparezca después de la resurrección: “Recibid el Espíritu Santo, a quienes perdonareis los pecados les serán perdonados” (Jn 20, 22-23). Como Hijo del hombre, que se identifica en cuanto a la persona con el Hijo de Dios, Jesús perdona los pecados por propio poder, que el Padre le ha comunicado en el misterio de la comunión trinitaria y de la unión hipostática; como Hijo del hombre que sufre y muere en su naturaleza humana por nuestra salvación, Jesús expía nuestros pecados y nos consigue su perdón de parte del Dios Uno y Trino; como Hijo del hombre que en su misión mesiánica ha de prolongar su acción salvífica hasta la consumación de los siglos, Jesús confiere a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados para ayudar a los hombres a vivir sintonizados en la fe y en la vida con esta Voluntad eterna del Padre, “rico en misericordia” (Ef 2, 4)

En esta infinita misericordia del Padre, en el sacrificio de Cristo, Hijo de Dios y del hombre que murió por nosotros, en la obra del Espíritu Santo que, por medio del ministerio de la Iglesia, realizó continuamente en el mundo “el perdón de los pecados” (cf. Encíclica Dominum et Vivificantem), se apoya nuestra esperanza de salvación.


Saludos

Vaya, junto con este mensaje para todos los peregrinos y visitantes de lengua española, mi más cordial saludo de bienvenida a esta audiencia.

En particular, saludo a las Religiosas Esclavas de Cristo Rey a quienes aliento, como a todas las personas consagradas aquí presentes, a una entrega ilusionada y sin reserva a Dios, en fidelidad a la propia vocación.

Saludo igualmente a los peregrinos procedentes de Medellín, Cali, San Juan de Cuyo, Santander y Córdoba.

Imparto con afecto la bendición apostólica.



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