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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 30 de noviembre de 1988

 

Las últimas palabras de Cristo en la cruz:
"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"

1. Según los sinópticos, Jesús gritó dos veces desde la cruz (cf. Mt 27, 46. 50; Mc 15, 34. 37); sólo Lucas (23, 46) explica el contenido del segundo grito. En el primero se expresan la profundidad e intensidad del sufrimiento de Jesús, su participación interior, su espíritu de oblación y también quizá la lectura profético-mesiánica que Él hace de su drama sobre la huella de un Salmo bíblico. Cierto que el primer grito manifiesta los sentimientos de desolación y abandono expresados por Jesús con las primeras palabras del Salmo 21/22: "A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: 'Eloi, Eloi, lema sabactani?' ―que quiere decir―, '¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?'" (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46).

Marco trae las palabras en arameo. Se puede suponer que ese grito haya parecido de tal forma característico, que los testigos auriculares del hecho, cuando narraron el drama del Calvario, encontraron oportuno repetir las mismas palabras de Jesús en arameo, la lengua que hablaban Él y la mayoría de los israelitas contemporáneos suyos. A Marco le pudieron ser referidas por Pedro, como sucede con la palabra "Abbá"= Padre (cf. Mc 14, 36) en la oración de Getsemaní.

2. Que Jesús use en su primer grito las palabras iniciales del Salmo 21/22, es algo significativo por diversas razones. En el espíritu de Jesús, que acostumbraba a rezar siguiendo los textos sagrados de su pueblo, se habían depositado muchas de aquellas palabras y frases que le impresionaban particularmente porque expresaban mejor la necesidad y la angustia del hombre delante de Dios y aludían de algún modo a la condición de Aquel que tomaría sobre sí toda nuestra iniquidad (cf. Is 53, 11).

Por eso, en la hora del Calvario fue espontáneo para Jesús apropiarse de aquella pregunta que el Salmista hace a Dios sintiéndose agotado por el sufrimiento. Pero en su boca el "por qué" dirigido a Dios era muy eficaz al expresar un estupor dolido por el sufrimiento que no tenía una explicación simplemente humana, sino que constituía un misterio del que sólo el Padre tenía la clave. Por esto, aún naciendo del recuerdo del Salmo leído o recitado en la sinagoga, la pregunta encerraba un significado teológico en relación con el sacrificio mediante el cual Cristo debía, en total solidaridad con el hombre pecador, experimentar en Sí el abandono de Dios. Bajo el influjo de esta tremenda experiencia interior, Jesús al morir encuentra la fuerza para estallar con este grito.

En aquella experiencia, en aquel grito, en aquel "por qué" dirigido al cielo, Jesús establece también un nuevo modo de solidaridad con nosotros, que tan a menudo nos vemos llevados a levantar ojos y labios al cielo para expresar nuestro lamento, y alguno incluso su desesperación.

3. Escuchando a Jesús pronunciar su "por qué", aprendemos que también los hombres que sufren pueden pronunciarlo, pero con esas mismas disposiciones de confianza y abandono filial de las que Jesús es maestro y modelo para nosotros. En el "por qué" de Jesús, no hay ningún sentimiento o resentimiento que lleve a la rebelión o que induzca a la desesperación; no hay sombra de reproche dirigido al Padre, sino que es la expresión de la experiencia de fragilidad, de soledad, de abandono a Sí mismo, hecha por Jesús en nuestro lugar; por Él, que se convierte así en el primero de los "humillados y ofendidos", el primero de los abandonados, el primero de los "desamparados" (como le llaman los españoles), pero que al mismo tiempo nos dice que sobre todos estos pobres hijos de Eva vela la mirada benigna de la Providencia auxiliadora.

4. En realidad, si Jesús prueba el sentimiento de verse abandonado por el Padre, sabe, sin embargo, que no lo está en absoluto. Él mismo dijo: "El Padre y yo somos una sola cosa" (Jn 10, 30), y hablando de la pasión futura: "Yo no estoy solo porque el Padre está conmigo" (Jn 16, 32). En la cima de su espíritu Jesús tiene la visión neta de Dios y la certeza de la unión con el Padre. Pero en las zonas que lindan con la sensibilidad y, por ello, más sujetas a las impresiones, emociones, repercusiones de las experiencias dolorosas internas y externas, el alma humana de Jesús se reduce a un desierto, y Él no siente ya la "presencia" del Padre, sino la trágica experiencia de la más completa desolación.

5. Aquí se puede trazar un cuadro sumario de aquella situación psicológica de Jesús con relación a Dios.

Los acontecimientos exteriores parecen manifestar la ausencia del Padre que deja crucificar a su Hijo aún disponiendo de "legiones de ángeles" (cf. Mt 26, 53), sin intervenir para impedir su condena a la muerte y al suplicio. En el huerto de los Olivos Simón Pedro había desenvainado una espada en su defensa, siendo rápidamente interrumpido por el mismo Jesús (cf. Jn 18, 10 s.); en el pretorio Pilato había intentado varias veces maniobras diversas para salvarle (cf. Jn 18, 31. 38 s.; 19, 4-6. 12-15); pero el Padre, ahora, calla. Aquel silencio de Dios pesa sobre el que muere como la pena más gravosa, tanto más cuanto que los adversarios de Jesús consideran aquel silencio como su reprobación: "Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere; ya que dijo: 'Soy Hijo de Dios'" (Mt 27, 43).

En la esfera de los sentimientos y de los afectos, este sentido de la ausencia y el abandono de Dios fue la pena más terrible para el alma de Jesús, que sacaba su fuerza y alegría de la unión con el Padre. Esa pena hizo más duros todos los demás sufrimientos. Aquella falta de consuelo interior fue su mayor suplicio.

6. Pero Jesús sabía que con esta fase extrema de su inmolación, que llegó hasta las fibras más íntimas de su corazón, completaba la obra de la redención que era el fin de su sacrificio por la reparación de los pecados. Si el pecado es la separación de Dios, Jesús debía probar en la crisis de su unión con el Padre, un sufrimiento proporcionado a esa separación.

Por otra parte, citando el comienzo del Salmo 21/22 que quizá continuó diciendo mentalmente durante la pasión, Jesús no ignoraba su conclusión, que se transforma en un himno de liberación y en un anuncio de salvación dado a todos por Dios. La experiencia del abandono es, pues, una pena pasajera que cede el puesto a la liberación personal y a la salvación universal. En el alma afligida de Jesús tal perspectiva alimentó ciertamente la esperanza, tanto más cuanto que siempre presentó su muerte como un paso hacia la resurrección, como su verdadera glorificación. Con este pensamiento su alma recobra vigor y alegría sintiendo que está próxima, precisamente en el culmen del drama de la cruz, la hora de la victoria.

7. Sin embargo, poco después, quizá por influencia del Salmo 21/22, que reaparecía en su memoria, Jesús dice estas otras palabras: "Tengo sed" (Jn 19, 28).

Es muy comprensible que con estas palabras Jesús aluda a la sed física, al gran tormento que forma parte de la pena de la crucifixión, como explican los estudiosos de estas materias. También se puede añadir que el manifestar su sed Jesús dio prueba de humildad, expresando una necesidad física elemental, como habría hecho otro cualquiera. También en esto Jesús se hace y se muestra solidario con todos los que, vivos o moribundos, sanos o enfermos, pequeños o grandes, necesitan y piden al menos un poco de agua... (cf. Mt 10, 42). ¡Es hermoso para nosotros pensar que cualquier socorro prestado aún moribundo, se le presta a Jesús crucificado!

8. No podemos ignorar la anotación del Evangelista, el cual escribe que Jesús pronunció tal expresión ―"Tengo sed"― "para que se cumpliera la Escritura" (Jn 19, 28). También en esas palabras de Jesús hay otra dimensión, además de la físico-psicológica. La referencia es también al Salmo 21/22: "Mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte" (Sal 21/22, 16). También en el Salmo 68/69, 22, se lee: "Para mi sed me dieron vinagre".

En las palabras del Salmista se trata de sed física, pero en los labios de Jesús la sed entra en la perspectiva mesiánica del sufrimiento de la cruz. En su sed, Cristo moribundo busca otra bebida muy distinta del agua o del vinagre: como cuando en el pozo de Sicar pidió a la samaritana: "Dame de beber" (Jn 4, 7). La sed física, entonces, fue símbolo y tránsito hacia otra sed: la de la conversión de aquella mujer. Ahora, en la cruz, Jesús tiene sed de una humanidad nueva, como la que deberá surgir de su sacrificio, para que se cumplan las Escrituras. Por eso relaciona el Evangelista el "grito de sed" de Jesús con las Escrituras. La sed de la cruz, en boca de Cristo moribundo, es la última expresión de ese deseo del bautismo que tenía que recibir y de fuego con el cual encender la tierra, manifestado por Él durante su vida. "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido! Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!" (Lc 12, 49-50). Ahora se va a cumplir ese deseo, y con aquellas palabras Jesús confirma el amor ardiente con que quiso recibir ese supremo "bautismo" para abrirnos a todos nosotros la fuente del agua que sacia y salva verdaderamente (cf. Jn 4, 13-14).


Saludos

Me es grato saludar ahora a todas las personas de América Latina y España presentes en este encuentro. Mi más afectuoso saludo se dirige en particular al grupo de Franciscanas Misioneras de la Madre del Divino Pastor, a quienes invito a ser signo constante de la llamada universal a la santidad y ejemplo de amor filial a la Virgen María.

Me complace también dar mi cordial saludo al grupo de jóvenes estudiantes católicos guatemaltecos. Cercana ya la Navidad, sed portadores del mensaje del Papa a vuestra Nación y a los demás Países de Centroamérica: Que la conmemoración del nacimiento del Hijo de Dios, ayude a todos los habitantes de esos queridos Países, a ser promotores de unidad y convivencia pacífica cristiana.

A vosotros y a todos los presentes, imparto la bendición apostólica.



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