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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 28 de diciembre de 1988

 

La navidad ilumina el Año Nuevo

1. En esta audiencia general, que es la última del año, surge espontáneamente reflexionar, a la luz de la Navidad, sobre el significado del año que termina.

Aún estamos viviendo en la atmósfera mística y solemne del gran misterio, que hemos celebrado con alegría y emoción, al revivir el nacimiento del Redentor en la pobreza y en el silencio de la gruta de Belén. Nos hemos arrodillado con fe ante el portal, adorando en ese Niño a la majestad infinita de Dios.

La Navidad es una fiesta esencialmente religiosa y cristiana, porque el mismo Hijo de Dios, hecho hombre por nuestra salvación, se reveló en el humilde pesebre donde fue colocado. Él es el Verbo divino, la inefable Palabra en que Dios se expresa a Sí mismo, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarnó en el seno virginal de María, como escribe San Juan en el Prólogo del cuarto Evangelio: “En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios... Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. (Jn 1, 1. 14). Así también escribe el autor de la Carta a los Hebreos: “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo... el cual es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su Palabra poderosas (Heb 1, 1-3).

Precisamente por eso la Navidad se llama también la “Fiesta de la Luz”, porque Jesús es la Verdad que nace en Belén para ser la “ Luz” del mundo. San Pablo dice que “Él es imagen de Dios invisible”, que nos “libró del poder de las tinieblas (cf. Col 1, 13-15). El Concilio Vaticano II, por su parte, después de haber puesto de relieve que el hombre con sus dramáticos interrogantes “resulta para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad”, afirma que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado... Cristo, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (Gaudium et spes, 21d y 22a).

Y es precisamente el mensaje de la Navidad el que arroja luz sobre el hecho temporal, pero también profundamente existencial, del final del año.

2. La primera reflexión que suscita el paso de un año a otro es la del correr inexorable del tiempo: Unos días empujan a otros, las semanas se suceden con ritmo imparable, un mes sustituye a otro casi imperceptiblemente, y nos encontramos en la mano un nuevo calendario. Nuestra vida se consume; nuestros años se van... Y ¿dónde? ¿Dónde va a parar este tiempo, que arrastra inexorablemente a la historia humana y la existencia personal de cada uno? Y aquí es donde la Navidad extiende ya su primera y maravillosa luz: La historia humana no es un laberinto absurdo y nuestra vida no va a parar a la muerte y a la nada. Jesús, con su divina e inefable Palabra, nos dice que Dios ha creado al hombre por amor y que espera de él, durante la existencia terrena, una respuesta de amor, para hacerlo partícipe después, más allá del tiempo, de su Amor eterno. Sabemos por la Sagrada Escritura que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro” (Heb 13, 14). “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo” (Flp 3, 20-21). Ciertamente, cada uno debe dedicarse activamente a la construcción de la ciudad terrena, realizando su trabajo y haciendo producir los propios talentos. Pero debe hacerlo recordando siempre que “si esta tienda que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en el cielo” (2 Cor 5, 1). Más aún, podemos decir que en el bien y en el mal, en el gozo y en el dolor, todo sucede para que podamos anhelar a Dios, nuestro Bien absoluto, y sentir la nostalgia del paraíso, para el que fuimos exclusivamente creados.

3. Una segunda reflexión de final de año surge del recuerdo del pasado: Los medios de comunicación recuerdan y sintetizan estos días los acontecimientos más destacados del período transcurrido. Al repasar los sucesos personales o públicos del año pasado, es fácil que nos invada un sentimiento de haber errado y de amargura, por las abundantes miserias humanas y los muchos sufrimientos que la crónica diaria nos ha dado a conocer... Pensemos sólo, en este momento, en la reciente tragedia del terremoto de Armenia y también en ciertas situaciones que han entristecido a la Iglesia. Pues bien, también y sobre todo por estos sucesos dolorosos, la Navidad desata su luz sobrenatural, trayendo la consolación de la verdad y el don de la paz interior. Pues Jesús dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). Dios es misericordia infinita, y no abandona a nadie; suceda lo que suceda, antes o después, ¡abandonémonos a su amor de Padre! Y respecto a la Iglesia, recordemos lo que San Ambrosio escribía en su tiempo: “Entre tantas corrientes del mundo, la Iglesia permanece inmóvil, construida sobre la piedra apostólica, y continúa sobre su fundamento indestructible en contra de las tempestades del mar embravecido. Es abatida por las olas, pero no derribada, y aunque con frecuencia los elementos de este mundo, al estrellarse contra ella, retumben con gran estruendo, sin embargo tiene un puerto segurísimo de salvación, donde poder acoger al fatigado” (Carta, 2, 1-2).

4. Por último, la luz de Belén ilumina también el paso al Año Nuevo. En efecto, a Belén ―como dice el Evangelista Juan― llegó “la luz verdadera que ilumina a todo hombre... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1, 9. 16). La Navidad nos exhorta y nos impele a tener confianza y valor para hacer el bien, para dar testimonio de la fe cristiana con la integridad de la doctrina y la coherencia de vida, para comprometernos en la labor de santificación personal, levantando siempre la mirada del tiempo hacia la eternidad: “¡Oh día luminosísimo de la eternidad ―exclama el autor de la Imitación de Cristo―, que la noche no puede oscurecer porque la suma Verdad lo hace siempre resplandecer: Día siempre alegre, siempre seguro y que nunca sufre cambios!” (L. III, cap. 48, n. 1).

5. ¡Amadísimos! La luz de Navidad ilumine y acompañe a cada uno de vosotros en vuestro trabajo, en vuestros afanes, en la dedicación a vuestras familias, durante todo el Año Nuevo que vamos a comenzar, y para el que os doy mis felicitaciones más cordiales. ¡Que María, a la que hemos consagrado todo un año de especial meditación y de devoción más intensa, os asista y os inspire con la fascinación de su ejemplo y con la ternura de su amor materno!


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Con mis mejores deseos de un feliz Año Nuevo, me es grato aseguraros mi plegaria al Todopoderoso, en la que pido, por la maternal intercesión de la Virgen María, proteja con su gracia a vosotros y a vuestros seres queridos, para que permanezcáis siempre en El y deis abundantes frutos.

Con afecto saludo ahora a todas las personas de América Latina de España aquí presentes. De modo especial mi saludo se dirige a las Religiosas de San José, de Gerona, que llevan a cabo un curso de renovación espiritual en Roma, así como a los profesores y alumnos del Colegio “Nuestra Señora del Pilar” de Madrid, y a las estudiantes mexicanas de las Academias “Overbrook” (Orange, California) y “Dal Riada” en Dublín.

Me es particularmente grato saludar asimismo a los nuevos sacerdotes de la Congregación “Legionarios de Cristo” que, en unión de sus familiares, formadores y amigos, han deseado expresar con su presencia sentimientos de filial adhesión al Papa. Muy agradecido por este significativo gesto, quiero aseguraros que, por medio de la Bienaventurada Madre del Salvador, pido al Todopoderoso que os mantenga siempre fieles a las promesas del día de vuestra ordenación sacerdotal y así podáis servir con plena generosidad a la Iglesia.

A vosotros y a los demás peregrinos de lengua castellana imparto, en prueba de benevolencia, mi bendición apostólica.



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