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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 29 de mayo de 1991

 

El Espíritu Santo, fuente de la paz

1. La paz el gran deseo de la humanidad de nuestro tiempo. Lo es de dos formas fundamentales: la exclusión de la guerra como medio de solución de las diferencias entre los pueblos ―o entre los Estados― y la superación de los conflictos sociales mediante la realización de la justicia. ¿Cómo negar que la difusión de estos sentimientos representa ya un progreso de la psicología social, de la mentalidad política y de la misma organización de la convivencia nacional e internacional? La Iglesia que ―especialmente frente a las recientes experiencias dramáticas― no hace sino predicar e invocar la paz, no puede menos de alegrarse cuando constata los nuevos logros del derecho, de las instituciones sociales y políticas y, más a fondo, de la misma conciencia humana acerca de la paz.

Sin embargo, persisten también en nuestro mundo conflictos profundos que son el origen de muchas disputas étnicas y culturales, además de económicas y políticas. Para ser realistas y leales, no se puede menos de reconocer la dificultad, es más, la imposibilidad de conservar la paz sin un principio más elevado que actúe profundamente en los ánimos con fuerza divina.

2. Según la doctrina revelada, este principio es el Espíritu Santo, que comunica a los hombres la paz espiritual, la paz íntima, que se expande como paz en la sociedad.

Es Jesús mismo quien, hablando a los discípulos en el Cenáculo, anuncia su paz («os dejo la paz»: Jn 14, 27): paz comunicada a los discípulos con el don del Espíritu Santo, que establece en los corazones dicha paz. En efecto, en el texto de Juan la promesa de la paz sigue a la promesa de la venida del Paráclito (cf. Jn 14, 26). La obra pacificadora de Cristo se realizará por medio del Espíritu Santo, enviado para llevar a pleno cumplimiento la misión del Salvador.

3. Hay que notar que la paz de Cristo se anuncia y ofrece con el perdón de los pecados, como se observa en las palabras de Jesús resucitado a los discípulos: «La paz con vosotros (...) Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedarán perdonados» (Jn 20, 21-23). Se trata de la paz que es el efecto del sacrificio redentor consumado en la cruz, que alcanza su cumplimiento en la glorificación de Cristo.

Ésta es la primera forma de paz que los hombres necesitan: la paz conseguida con la superación del obstáculo del pecado. Es una paz que sólo puede venir de Dios, con el perdón de los pecados mediante el sacrificio de Cristo. El Espíritu Santo, que realiza este perdón en los individuos, es para los hombres principio operativo de la paz fundamental que reconcilia con Dios.

4. Según san Pablo, la paz es «fruto del Espíritu Santo», relacionado con el amor: «Fruto del Espíritu es amor, alegría, paz...» (Ga 5, 22). Se contrapone a las obras de la carne, entre las cuales ―según el Apóstol― figuran «discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias...» (Ga 5, 20). Se trata de un conjunto de obstáculos que son, ante todo, interiores, y que impiden la paz del alma y la paz social. Precisamente porque transforma las disposiciones íntimas, el Espíritu Santo suscita un comportamiento fundamental de paz también en el mundo. Pablo dice de Cristo que «es nuestra paz» (Ef 2, 14), y explica que Cristo hizo la paz y reconcilió a todos los hombres con Dios por medio de su sacrificio, del que nació un solo hombre nuevo, sobre las cenizas de las divisiones y las enemistades entre los hombres. Pero el mismo Apóstol agrega que esta paz se realiza en el Espíritu Santo: «Por medio de Cristo, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18). Se trata siempre de la única paz verdadera de Cristo, pero infundida y vivida en los corazones bajo el impulso del Espíritu Santo.

5. En la carta a los Filipenses, el Apóstol habla de la paz como de un don concedido a quienes, aún en medio de las angustias de la vida, se dirigen a Dios «mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias... y asegura: «La paz de Dios, que supera tildo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Flp 4, 6-7).

La vida de los santos es un testimonio y una prueba de este origen divino de la paz. Se muestran íntimamente serenos en medio de las pruebas más dolorosas y de las tormentas que parecen abatirlos. Algo ―o mejor, Alguien― está presente y obra en ellos para protegerlos del oleaje de las vicisitudes externas y de su misma debilidad y miedo. Es el Espíritu Santo el autor de esa paz que es fruto del amor, que él infunde en los corazones (cf. santo Tomás, II-II, q. 29, aa. 3-4).

6. Según san Pablo, «el Reino de Dios (...) es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14, 17). El Apóstol formula este principio cuando recomienda a los cristianos que no juzguen con malevolencia a los más débiles de entre ellos, quienes no lograban liberarse de ciertas imposiciones de prácticas ascéticas fundadas en una idea falsa de la pureza, como por ejemplo la prohibición de comer carne y de beber vino, costumbre de algunos paganos (como los pitagóricos) y también de algunos judíos (como los esenios). Pablo invita a seguir la regla de una conciencia iluminada y cierta (cf. Rm 14, 5-6. 23), pero, sobre todo, la inspiración de la caridad, que debe regular la conducta de los fuertes: «Nada hay de suyo impuro (...). Ahora bien, si por un alimento tu hermano se entristece, tú no procedes ya según la caridad. ¡Que por tu corrida no destruyas a aquel por quien murió Cristo!» (Rm 14, 14-15).

Por consiguiente, Pablo recomienda no crear, perturbaciones en la comunidad, no suscitar conflictos y no escandalizar a los demás: «Procuremos (...) lo que fomente la paz y la mutua edificación» (Rm 14, 19), exhorta. Cada cual debe preocuparse por conservar la armonía, evitando usar la libertad del cristiano de manera tendenciosa que hiera y perjudique al prójimo. El principio que enuncia el Apóstol es éste: la caridad debe regular y disciplinar a la libertad. Al tratar un problema particular, Pablo enuncia el principio general: «El reino de Dios es paz en el Espíritu Santo».

7. El cristiano debe empeñarse, por tanto en secundar la acción del Espíritu Santo, alimentando en el alma las «tendencias del espíritu que son vida y paz» (Rm 8, 6). De aquí las repetidas exhortaciones del Apóstol a los fieles, para «conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 3), para comportarse «con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor» (Ef 4, 3) y para abandonar cada vez más las «tendencias de la carne que llevan al odio a Dios» y que están en conflicto con las del Espíritu, que «son paz» (Rm 8, 6-7). Sólo si están unidos en «el vínculo de la paz», los cristianos se muestran «unidos en el Espíritu» y son seguidores auténticos de aquel que vino al mundo para traer la paz.

El deseo del Apóstol es que reciban de Dios el gran don, que es un elemento esencial de la vida en el Espíritu: «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe (...) por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15, 13).

8. Al concluir esta catequesis, quiero desear también yo a todos los cristianos, a todos los hombres, la paz en el Espíritu Santo. Y recordar una vez más que, según la enseñanza de Pablo y el testimonio de las almas santas, el Espíritu Santo hace reconocer sus inspiraciones mediante la paz íntima que ellos llevan en el corazón. Las sugerencias del Espíritu Santo van en el sentido de la paz, no en el de la turbación, la discordia, la disensión y la hostilidad frente al bien. Puede haber una legítima diversidad de opiniones sobre puntos particulares y sobre los medios para alcanzar un fin común; pero la caridad, participación en el Espíritu Santo, impulsa hacia la concordia y la unión profunda en el bien que quiere el Señor. San Pablo es categórico: «Dios no es un Dios de confusión, sino de paz» (1 Col 4, 33).

Esto vale, obviamente, para la paz de los ánimos y de los corazones en el seno de las comunidades cristianas. Pero cuando el Espíritu Santo reina en los corazones, los estimula a hacer todos los esfuerzos por establecer la paz en las relaciones con los demás, en todos los niveles: familiar, cívico, social político, étnico, nacional e internacional (cf. Rm 12, 18; Hb 12, 14). En particular, estimula a los cristianos a una obra de mediación sabia en la búsqueda de la reconciliación entre las gentes en conflicto y de la adopción del diálogo como medio que hay que emplear contra las tentaciones y las amenazas de la guerra.

Oremos a fin de que los cristianos, la Iglesia y todos los hombres de buena voluntad ¡se empeñen cada vez más en la obediencia fiel al Espíritu de la paz!


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora saludar muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española. En particular, a los niños ganadores del concurso sobre San Juan de la Cruz, organizado por la Caja de Ahorros de Ávila, así como a las peregrinaciones procedentes de Argentina y México.

A todos imparto con afecto la bendición apostólica.



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