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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 29 de enero de 1992

 

El primer germen de la comunión eclesial

(Lectura:
Hechos de los Apóstoles, capítulo 1)

1. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los discípulos «entonces (es decir, después de la ascensión de Cristo resucitado a los cielos) se volvieron a Jerusalén... Y cuando llegaron subieron a la estancia superior, donde vivían, Pedro, Juan, Santiago y Andrés; Felipe y Tomás; Bartolomé y Mateo; Santiago de Alfeo, Simón el Zelotes y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 12-14). Esta es la primera imagen de aquella comunidad, «communio ecclesialis», que los Hechos ―como se puede comprobar― nos describen con bastante detalle.

2. Era una comunidad reunida por voluntad del mismo Jesús que, poco antes de volver al Padre, había ordenado a sus discípulos que permanecieran unidos en espera del gran acontecimiento que les había anunciado: «Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49).

El evangelista Lucas, autor también de los Hechos de los Apóstoles, nos introduce en esa primera comunidad de la Iglesia en Jerusalén, recordándonos la recomendación de Jesús mismo: «mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que oísteis de mí: Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días» (Hch 1, 4).

3. Esos textos nos dan a entender que esa primera comunidad de la Iglesia, que debía manifestarse a la luz del sol el día de Pentecostés con la venida del Espíritu Santo, se había formado por orden de Jesús mismo, que le había dado ―por así decir― su propia «forma». El último de esos textos nos presenta un detalle que merece nuestra atención: Jesús dio esa indicación «mientras estaba comiendo con ellos» (Hch 1, 4). Una vez vuelto al Padre, la Eucaristía se convertirá para siempre en la expresión de la comunión de la Iglesia en la que Cristo se halla sacramentalmente presente. En esa cena de Jerusalén Jesús estaba presente visiblemente con su cuerpo resucitado, y celebraba con sus amigos la fiesta del Esposo que volvía para estar con ellos por algún tiempo.

4. Después de la ascensión de Cristo, la pequeña comunidad continuaba su vida. Hemos leído ante todo que «todos ellos (los Apóstoles) perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14). La primera imagen de la Iglesia nos la presenta como una comunidad que perseveraba en la oración. Todos oraban para invocar el don del Espíritu Santo, que les había prometido Cristo antes de su pasión y, de nuevo, antes de su ascensión al cielo.

La oración ―la oración en común― es la característica funda mental de esa «comunión» en los comienzos de la Iglesia, y así seguirá siendo siempre. Lo demuestra en todos los siglos también hoy la oración en común, especialmente en su forma litúrgica, en nuestras iglesias, en las comunidades religiosas y, ―quiera Dios concedernos cada vez más esta gracia― en las familias cristianas.

El autor de los Hechos de los Apóstoles pone de relieve la perseverancia de esa oración: una oración constante, regular, bien distribuida y comunitaria. Se trata de otra característica de la comunidad eclesial, heredera de la comunidad primitiva, que es modelo para todas las generaciones futuras.

5. San Lucas subraya también la «unanimidad» de esa oración (homothymadon). Esta palabra contribuye a destacar el significado comunitario de la oración. La oración de la comunidad primitiva ―como sucederá siempre en la Iglesia― expresa y está al servicio de la «comunión» espiritual y, al mismo tiempo, la crea, profundiza y consolida. En esta comunión de oración se superan las diferencias y las divisiones originadas por otros factores materiales y espirituales: la oración produce la unidad espiritual de la comunidad.

6. Otro detalle que destaca Lucas es el hecho de que los Apóstoles perseveraban en la oración «en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos». En este caso, se les aplica la palabra hermanos a los primos, que pertenecían a la familia de Jesús, y a los que los evangelios aluden en varios momentos de la vida de Jesús. Los evangelios hablan también de varias mujeres que se hallaban presentes y participaban activamente en la acción evangelizadora del Mesías. El mismo Lucas nos lo atestigua en su evangelio: «Le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes» (Lc 8, 1-3). En los Hechos describe, asimismo, cómo se mantuvo esa situación evangélica durante los comienzos de la comunidad eclesial. Esas mujeres generosas se reunían en oración con los Apóstoles. El día de Pentecostés debían recibir el Espíritu Santo junto con ellos. Ya en esos días se vivía en la comunidad eclesial lo que diría luego el apóstol san Pablo: «Ya no hay... ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28). Ya por aquellos días la Iglesia se manifestaba como el germen de la nueva humanidad, llamada en su totalidad a la comunión con Cristo.

7. San Lucas pone de relieve la presencia de María, la Madre de Jesús, en aquella primera comunidad (cf. Hch 1, 14). Ya se sabe que María no había participado directamente en la actividad pública de Jesús. Pero el evangelio de Juan nos asegura que se hallaba presente en dos momentos decisivos: en Caná de Galilea, cuando, gracias también a su intervención, Jesús comenzó sus «signos» mesiánicos, y en el Calvario. A su vez, Lucas, que en su evangelio destacó la importancia de María ante todo en la anunciación, en la visitación, en el nacimiento, en la presentación en el templo y en el período de la vida oculta de Jesús en Nazaret, ahora, en los Hechos, nos la muestra como la mujer que, después de haber dado la vida humana al Hijo de Dios, está también presente en el nacimiento de la Iglesia, a través de la oración, el silencio, la comunión y la espera confiada.

8. El concilio Vaticano II, recogiendo esa tradición bimilenaria iniciada por Lucas y Juan, en el último capítulo de la constitución sobre la Iglesia (Lumen gentium, VIII) destacó la particular importancia de la Madre de Cristo en la economía de la salvación, que se hace realidad en la Iglesia. María es la figura de la Iglesia (typus Ecclesiae), principalmente cuando se trata de la unión con Cristo. Y esa unión es la fuente de la «communio ecclesialis», como hemos visto en las catequesis anteriores. Por ello, María está al lado de Cristo en la raíz de esta comunión.

Es preciso notar también que la presencia de la Madre de Cristo en la comunidad apostólica, el día de Pentecostés, fue preparada de modo particular a los pies de la cruz en el Gólgota, donde Jesús dio la vida «para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11, 52). El día de Pentecostés este «reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» comienza a realizarse mediante la acción del Espíritu Santo. María ―que Jesús entregó como Madre al discípulo que amaba y, mediante él, a la comunidad apostólica de toda la Iglesia― está presente «en la estancia superior» (Hch 1, 13), para lograr y estar al servicio de la consolidación de la «communio» que, por voluntad de Cristo, debe ser la Iglesia.

9. Eso vale para todos los tiempos, incluido el presente, en el que sentimos particularmente viva la necesidad de recurrir a la mujer que es tipo y Madre de la unidad de la Iglesia, como nos recomienda el Concilio, en un texto que resume la tradición y la doctrina cristiana, y con el que queremos concluir esta catequesis. Leemos en él: «Ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres para que ella, que ayudó con sus oraciones a la Iglesia naciente, también ahora, ensalzada en el cielo por encima de todos los ángeles y bienaventurados, interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo pueblo de Dios, para gloria de la santísima e indivisible Trinidad» (Lumen gentium, 69).


Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora a todos los peregrinos de lengua española procedentes de América Latina y de España.

De manera particular doy mi afectuosa bienvenida al grupo de jóvenes argentinos “Juvenalia 92”. A todos exhorto para que os sintáis miembros de la comunión eclesial, cultivando el espíritu de oración y acogiendo a María como verdadera Madre.

A todos os bendigo de corazón.



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