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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 24 de febrero de 1993

 

El "munus petrinum" del Obispo de Roma como pastor universal

(Lectura:
capítulo 21 del evangelio de san Juan, versículos 15-17)

Queridísimos hermanos y hermanas:

Comienza hoy, Miércoles de Ceniza, el tiempo de Cuaresma, tiempo de gracia especial para todos los creyentes. Dispongámonos a comenzar este itinerario de renovación espiritual acogiendo la invitación de la Iglesia a entrar dentro de nosotros mismos y a buscar un contacto más vivo con el Señor mediante la escucha asidua de su palabra, un compromiso más intenso de oración y de penitencia, una mayor atención a los pobres y a los que sufren.

Con este espíritu de comunión eclesial, continuamos reflexionando juntos ahora sobre el ministerio petrino, fundamento de la unidad de la Iglesia.

1. En la catequesis anterior hemos hablado del obispo de Roma como sucesor de Pedro. Esta sucesión es de fundamental importancia para el cumplimiento de la misión que Jesucristo ha transmitido a los Apóstoles y a la Iglesia.

El concilio Vaticano II enseña que el obispo de Roma, como Vicario de Cristo, tiene potestad suprema y universal sobre toda la Iglesia (cf. Lumen gentium, 22). Esta potestad, como la de todos los obispos, tiene carácter ministerial (ministerium = servicio), como ya hacían notar los Padres de la Iglesia.

Las definiciones conciliares sobre la misión del obispo de Roma se deben leer y explicar a la luz de esta tradición cristiana, teniendo presente que el lenguaje tradicional utilizado por los Concilios, y especialmente por el concilio Vaticano I, sobre los poderes tanto del Papa como de los obispos emplea, para hacerse comprender, los términos propios del mundo jurídico civil, a los cuales hay que dar, en este caso, el justo sentido eclesial.

También en la Iglesia, en cuanto agregación de seres humanos llamados a realizar en la historia el designio que Dios ha predispuesto para la salvación del mundo, el poder se presenta como una exigencia imprescindible de la misión. Sin embargo, el valor analógico del lenguaje utilizado permite concebir el poder en el sentido ofrecido por la máxima de Jesús sobre el «poder para servir» y por la concepción evangélica de la guía pastoral. El poder exigido por la misión de Pedro y de sus sucesores se identifica con esta guía autorizada y garantizada por la divina asistencia, que Jesús mismo ha enunciado como ministerio (servicio) de pastor.

2. Dicho esto, podemos volver a leer la definición del concilio de Florencia (1439), que dice: «Definimos que la Santa Sede Apostólica ―y el Romano Pontífice― tiene el primado sobre toda la tierra, y el mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, jefe de los Apóstoles y verdadero Vicario de Cristo, y cabeza de toda la Iglesia, padre y maestro de todos los cristianos; y que a él ha sido confiada por Nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, la plena potestad de apacentar, regir y gobernar a toda la Iglesia, como también se contiene en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones» (DS 1307).

Se sabe que, históricamente, el problema del primado había sido planteado por la Iglesia oriental separada de Roma. El concilio de Florencia, tratando de favorecer la reunión, precisaba el significado del primado. Se trata de una misión de servicio a la Iglesia universal, que comporta necesariamente, precisamente en función de este servicio, una correlativa autoridad: la plena potestad de apacentar, regir y gobernar, sin que ello dañe los privilegios y los derechos de los patriarcas orientales, según el orden de su dignidad (cf. DS 1308).

A su vez, el concilio Vaticano I (1870) cita la definición del concilio de Florencia (cf. DS 3060) y, después de haber recordado los textos evangélicos (Jn 1, 42; Mt 16, l6s.; Jn 21, 15s.), precisa ulteriormente el significado de esta potestad. El Romano Pontífice no tiene solamente un cargo de inspección o de dirección, sino que tiene «una potestad plena y suprema de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en aquellas cosas que pertenecen a la fe y costumbres, sino también en lo tocante a la disciplina y al gobierno de la Iglesia extendida por todo el mundo» (DS 3064).

Habían existido intentos de reducir la potestad del Romano Pontífice a un cargo de inspección o de dirección. Algunos habían propuesto que el Papa fuese simplemente un árbitro en los conflictos entre las Iglesias locales, o diese solamente una dirección general a las actividades autónomas de las Iglesias y de los cristianos, con consejos y exhortaciones. Pero esta limitación no estaba conforme con la misión conferida por Cristo a Pedro. Por ello el concilio Vaticano I subraya la plenitud del poder papal, y define que no basta reconocer que el Romano Pontífice tiene la parte principal: se debe admitir en cambio que él «tiene toda la plenitud de esa potestad suprema» (DS 3064).

3. A este propósito, es bueno precisar enseguida que esta plenitud de potestad atribuida al Papa no quita nada a la plenitud que pertenece también al cuerpo episcopal. Más aún, se debe afirmar que ambos, el Papa y el cuerpo episcopal, tienen toda la plenitud de la potestad. El Papa posee esta plenitud a titulo personal, mientras el cuerpo episcopal la posee colegialmente, estando unido bajo la autoridad del Papa. El poder del Papa no es el resultado de una simple adición numérica, sino el principio de unidad y de conexión del cuerpo episcopal.

Precisamente por esto el Concilio subraya que la potestad del Papa «es ordinaria e inmediata tanto en todas y cada una de las Iglesias como en todos y cada uno de los pastores y fieles» (DS 3064). Es ordinaria, en el sentido de que es propia del Romano Pontífice en virtud de la tarea que le corresponde y no por delegación de los obispos; es inmediata, porque puede ejercerla directamente, sin el permiso o la mediación de los obispos.

La definición del Vaticano I, sin embargo, no atribuye al Papa un poder o una tarea de intervenciones diarias en las Iglesias locales; pretende excluir sólo la posibilidad de imponerle normas para limitar el ejercicio del primado. El Concilio lo declara expresamente: «Esta potestad del Sumo Pontífice está muy lejos de menoscabar el poder de jurisdicción episcopal ordinario e inmediato, por el cual los obispos apacientan y rigen como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue asignada; pues establecidos por el Espíritu Santo (cf. Hch 20, 28), sucedieron en lugar de los Apóstoles...» (DS 3061).

Al contrario, hay que recordar una declaración del Episcopado alemán (1875), aprobada por Pío IX, que dice: «En virtud de la misma institución divina, sobre la que se funda el oficio del Sumo Pontífice, se tiene también el Episcopado: a él competen derechos y deberes en virtud de una disposición que proviene de Dios mismo, y el Sumo Pontífice no tiene ni el derecho ni la potestad de cambiarlos». Los decretos del concilio Vaticano I se entienden de modo errado cuando se conjetura que, en virtud de ellos, «la jurisdicción episcopal ha sido absorbida por la papal»; que el Papa «por sí toma el puesto de cada uno de los obispos»; y que los obispos no son otra cosa que «instrumentos del Papa: son sus oficiales sin una responsabilidad propia», (DS 3115).

4. Escuchemos ahora la amplia, equilibrada y serena enseñanza del concilio Vaticano II, que declara que «Jesucristo, Pastor eterno, (...) quiso que los obispos (como sucesores de los Apóstoles) fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos. Pero para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión» (Lumen gentium, 18).

En este sentido el concilio Vaticano II habla del obispo de Roma como del pastor de toda la Iglesia, que «tiene sobre ella plena, suprema y universal potestad» (Lumen gentium, 22). Es el «poder primacial sobre todos, tanto pastores como fieles» (ib.). «Por tanto, todos los obispos... están obligados a colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente le ha sido confiado el oficio excelso de propagar el nombre cristiano» (ib., 23).

Según el mismo Concilio, la Iglesia es católica también en el sentido de que todos los seguidores de Cristo deben cooperar en su misión salvífica global mediante el apostolado propio de cada uno. Pero la acción pastoral de todos, y especialmente la colegial de todo el Episcopado obtiene la unidad a través del ministerium Petrinum del obispo de Roma. «Los obispos ―dice también el Concilio―, respetando fielmente el primado y preeminencia de su cabeza, gozan de potestad propia para bien de sus propios fieles, incluso para bien de toda la Iglesia» (Lumen gentium, 22). Y debemos añadir, también con el Concilio, que, si la potestad colegial sobre toda la Iglesia obtiene su expresión particular en el Concilio ecuménico, es «prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos» (ib.). Todo, pues, tiene por cabeza al Papa, obispo de Roma, como principio de unidad y de comunión.

5. Ahora bien, es justo hacer notar que, si el Vaticano II ha asumido la tradición del magisterio eclesiástico sobre el tema del ministerium Petrinum del obispo de Roma, que anteriormente había hallado expresión en el concilio de Florencia (1439) y en el Vaticano I (1870), su mérito, al repetir esta enseñanza, ha sido poner de relieve la correlación entre el primado y la colegialidad del Episcopado en la Iglesia. Gracias a esta nueva clarificación se han excluido las interpretaciones erróneas que se habían dado varias veces a la definición del concilio Vaticano I, y se ha demostrado el pleno significado del ministerio petrino en armonía con la doctrina de la colegialidad del Episcopado. Se ha confirmado también el derecho del Romano Pontífice de comunicarse libremente con los pastores y fieles de toda la Iglesia en el ámbito de la propia función, y ello respecto a todos los ritos (cf. Pastor aeternus, cap. II: DS 3060, 3062).

Para el sucesor de Pedro no se trata de reivindicar poderes semejantes a los de los dominadores terrenos, de los que habla Jesús (cf. Mt 20, 25-28) sino de ser fiel a la voluntad del Fundador de la Iglesia que ha instituido este tipo de sociedad y este modo de gobernar al servicio de la comunión en la fe y en la caridad.

Para responder a la voluntad de Cristo, el sucesor de Pedro deberá asumir y ejercer la autoridad que le ha sido dada con espíritu de humilde servicio y con la finalidad de asegurar la unidad. Incluso en los diversos modos históricos de ejercerla deberá imitar a Cristo en el servir y reunir a los llamados a formar parte del único redil. No subordinará nunca a fines personales lo que ha recibido para Cristo y para su Iglesia. No podrá olvidar jamás que la misión pastoral universal no puede dejar de implicar una asociación más profunda con el sacrificio Redentor, con el misterio de la cruz.

Por lo que se refiere a la relación con sus hermanos en el Episcopado, recordará y aplicará las palabras de san Gregorio Magno: «Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de mis hermanos. Así pues, soy realmente honrado cuando a ninguno de ellos se le niega el honor debido» (Epist. ad Eulogium Alexandrinum, PL 77, 933).

 

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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Deseo ahora presentar mi cordial saludo a todos los peregrinos y visitantes de los distintos países de América Latina y de España. En particular, mi afectuosa bienvenida a esta audiencia a los numerosos grupos de estudiantes procedentes de Madrid, Asturias y Palma de Mallorca. A vosotros, queridos jóvenes, os aliento a ser siempre constructores de paz y armonía dando testimonio de vuestra fe cristiana en vuestros ambientes de estudio, en vuestras familias, en la sociedad.

Saludo igualmente a la peregrinación «Familia Misionera Nuestra Señora de Fátima» de Avellaneda (Argentina), presidida por su Obispo.

A todos bendigo de corazón.

 



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