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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 3 de noviembre de 1993

 

El carácter secular propio de los laicos

(Lectura:
evangelio de san Juan, capítulo 3, versículos 16-17)

1. Es sabido que el concilio Vaticano II, al distinguir, entre los miembros de la Iglesia a los laicos de los que pertenecen al clero o a los institutos religiosos, reconoce como nota distintiva del estado laical el carácter secular. «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos», afirma (Lumen gentium, 31), señalando así una condición de vida que especifica la vocación y la misión de los laicos, como el orden sagrado y el ministerio sacerdotal especifican el estado de los clérigos, y la profesión de los consejos evangélicos el de los religiosos, sobre la base de la consagración bautismal, común a todos.

2. Se trata de una vocación especial, que precisa la vocación cristiana común, por la que todos estamos llamados a obrar según las exigencias de nuestro ser, es decir, como miembros del Cuerpo místico de Cristo y, en él, hijos adoptivos de Dios. Siempre según el Concilio (ib.), los ministros ordenados están llamados a desempeñar las funciones sagradas con una especial concentración de su vida en Dios para procurar a los hombres los bienes espirituales, la verdad, la vida y el amor de Cristo. Los religiosos, a su vez, dan testimonio de la búsqueda de lo único necesario con la renuncia a los bienes temporales por el reino de Dios: son, por tanto, testigos del cielo. Los laicos, como tales, están llamados y destinados a honrar a Dios en el uso de las cosas temporales y en la cooperación al progreso temporal de la sociedad. En este sentido el Concilio habla del carácter secular del laicado en la Iglesia. Cuando aplica esta expresión a la vocación de los laicos, el Concilio valoriza el orden temporal y, podemos decir, el siglo; pero el modo como define luego esa vocación demuestra su trascendencia sobre las perspectivas del tiempo y sobre las cosas del mundo.

3. En efecto, según el texto conciliar, existe en el laico cristiano, en cuanto cristiano, una verdadera vocación que, en cuanto laico, tiene su característica específica; pero no deja de ser vocación al reino de Dios. El laico cristiano es una persona que vive, ciertamente, en el siglo, donde se ocupa de las cosas temporales para proveer a la satisfacción de sus propias necesidades, tanto personales como familiares y sociales, y cooperar, en la medida de sus posibilidades y capacidades, al desarrollo económico y cultural de toda la comunidad, de la que debe sentirse miembro vivo, activo y responsable. A este género de vida lo llama y en él lo sostiene Cristo, y lo reconoce y respeta la Iglesia. En virtud de su situación en el mundo, debe buscar el reino de Dios y ordenar las cosas temporales según el designio de Dios. El texto conciliar reza así: «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (ib.). Y eso mismo reafirma el Sínodo de 1987 (propositio 4, en Christifideles laici, 15; y Catecismo de la Iglesia católica, n. 898).

El Concilio precisa también que los laicos «viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida» (Lumen gentium, 31). Así testimonian que la Iglesia, fiel al Evangelio, no considera al mundo esencialmente malo e incorregible, sino capaz de acoger la fuerza salvífica de la cruz.

4. En este punto la vocación de los laicos y el carácter secular de su condición y misión plantean un problema fundamental en la evangelización: la relación de la Iglesia con el mundo, su juicio sobre él y el planteamiento auténticamente cristiano de la acción salvífica. Ciertamente, no se puede ignorar que, en el evangelio de san Juan, con el término el mundo se designa a menudo el ambiente hostil a Dios y al Evangelio: ese mundo humano que no acepta la luz (1, 10), no reconoce al Padre (17, 25), ni al Espíritu de verdad (14, 17); y está lleno de odio hacia Cristo y sus discípulos (7, 7; 15, 18-19). Jesús no quiere orar por ese mundo (17, 9) y arroja al «príncipe de este mundo», que es Satanás (12, 31). En este sentido, los discípulos no son del mundo, como Jesús mismo no es del mundo (17, 14. 16; 8, 23). Esa neta oposición se manifiesta también en la primera carta de Juan: «Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del maligno» (1 Jn 5, 19).

Con todo, no hay que olvidar que en el mismo evangelio de san Juan el concepto de mundo se refiere también a todo el ámbito humano, al que está destinado el mensaje de la salvación: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). Si Dios ha amado al mundo, donde reinaba el pecado, este mundo recibe con la Encarnación y la Redención un nuevo valor y debe ser amado. Es un mundo destinado a la salvación: «Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17).

5. Son numerosos los textos evangélicos que prueban la actitud de clemencia y misericordia que Jesús tiene con respecto al mundo, en cuanto que es su Salvador: el pan que baja del cielo «da la vida al mundo» (Jn 6, 33), en la Eucaristía la carne de Cristo es entregada «para la vida del mundo» (6, 51). El mundo recibe, así, la vida divina de Cristo. Y recibe también su luz, pues Cristo es «la luz del mundo» (8, 12; 9, 5). Asimismo, sus discípulos están llamados a ser «luz del mundo» (Mt 5, 14): son enviados, como Jesús, «al mundo» (Jn 17, 18). El mundo es, por tanto, el campo de la evangelización y de la conversión: el campo en que el pecado ejercita y hace sentir su poder, pero en el que también actúa la redención, en una especie de tensión que el creyente sabe destinada a concluir con la victoria de la cruz, victoria cuyos signos se ven en el mundo desde el día de la Resurrección.

En esta perspectiva se coloca el concilio Vaticano II, especialmente en la constitución Gaudium et spes, que trata sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo, entendido como «toda la familia humana», donde actúa la fuerza redentora de Cristo y se realiza el plan de Dios que él lleva poco a poco a su cumplimiento (cf. 2, 2). El Concilio no ignora el influjo del pecado en el mundo, pero subraya que el mundo es bueno en cuanto creado por Dios y en cuanto salvado por Cristo. Se comprende, por consiguiente, que el mundo, considerado en su lado positivo, que recibe de la creación y de la Redención constituye «el ámbito y el medio de la vacación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo» (Christifideles laici, 15). A ellos, pues, según el Concilio, corresponde de manera especial actuar en él, para que se lleve a cumplimiento la obra del Redentor.

6. Por eso, los laicos, lejos de huir del mundo, están llamados a trabajar para santificarlo. Repitámoslo una vez más, con un hermoso texto del Concilio, que puede servir como conclusión de esta catequesis: los laicos «están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad" (Lumen gentium, 31).

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Saludos

Amadísimos hermanos y hermanas:

Saludo ahora muy cordialmente a todos los peregrinos y visitantes de lengua española.

En particular, a los alumnos y profesores del Colegio San Luis de los Franceses, de Madrid, y a las peregrinaciones de Argentina y México.

A todas las personas, familias y grupos procedentes de los diversos países de América Latina y de España imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.



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