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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 28 de junio de 1995

 

Diversidad en la unidad: la cuestión ecuménica

(Lectura:
 capítulo 4 de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios, versículos 11-13)

1. A la dimensión misionera de la Iglesia, explicada en las catequesis anteriores, pertenece también el ecumenismo. Con particular alegría me dispongo a tratar este tema mientras se encuentra presente en Roma la delegación oficial del patriarcado de Constantinopla, guiada por Su Santidad Bartolomé I. Estoy seguro de que también nuestro venerado hermano vive intensamente la solicitud por este problema, y su visita brindará una contribución eficaz al progreso del diálogo ecuménico.

Sobre este asunto específico he publicado recientemente la carta encíclica Ut unum sint, invitando a cuantos se declaran discípulos de Cristo a intensificar su compromiso en favor de la plena unidad de todos los cristianos. En efecto, "esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece, en cambio, al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape" (n. 9).

A lo largo de los siglos, por desgracia, han sido numerosas las fracturas entre los discípulos de Cristo. Estas divisiones no forman parte de la variedad legítima que distingue a las Iglesias locales o particulares, en las que está presente y se articula la única Iglesia de Cristo.

2. Para explicar la diversidad y variedad histórica de las Iglesias cristianas, es oportuno observar que la unidad querida por Cristo de ninguna manera implica una uniformidad exterior mortificante. Al respecto, en la encíclica citada, he subrayado que "la legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que, por el contrario, aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión" (n. 50). Numerosas Iglesias locales o particulares conservan su manera propia de vivir el compromiso cristiano que se remonta a instituciones de origen apostólico y a tradiciones antiquísimas, o también a praxis establecidas en los diversos tiempos fruto de experiencias que han resultado adecuadas para la inculturación del Evangelio. Así se ha ido formando en el curso de los siglos una gran variedad de Iglesias locales, que ha contribuido y contribuye a la riqueza espiritual de la Iglesia universal, sin perjudicar la unidad.

Así pues, conviene que siga existiendo la variedad. La unidad de la Iglesia no debe sufrir por ello, sobre todo si los cristianos, conscientes de su origen divino, la imploran constantemente en la oración, pues es fruto de la acción del Espíritu Santo.

El concilio Vaticano II recuerda, oportunamente, que la unidad de la Iglesia universal no es el resultado o el producto de la unión de las Iglesias locales, sino que es una de sus propiedades esenciales. Desde el inicio, la Iglesia fue fundada por Cristo como universal e, históricamente, las Iglesias locales se formaron como presencias y expresiones de esta única Iglesia universal. Por eso, la fe cristiana es fe en la Iglesia una y católica (cf. Lumen gentium, 13).

3. La palabra de Cristo, transmitida por los Apóstoles y contenida en el Nuevo Testamento, no deja dudas sobre su voluntad, de acuerdo con el plan del Padre: "No ruego sólo por éstos (los Apóstoles) sino también por aquellos, que, por medio de su palabra, creerán en mí para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17, 20-21). La unidad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo es el fundamento supremo de la unidad de la Iglesia. Es preciso imitar la perfección de esa unidad trascendente, "para que sean perfectamente uno" (Jn 17, 23). Dicha unidad divina es, por tanto, el principio que funda la unión de los creyentes: "Que ellos también sean uno en nosotros" (Jn 17, 21).

Además, en los evangelios y en los demás escritos del Nuevo Testamento se afirma claramente que la unidad de la Iglesia se ha obtenido por medio del sacrificio redentor. Leemos, por ejemplo, en el evangelio de san Juan: "Jesús debía morir (...) no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 51-52). Si la dispersión fue el fruto del pecado ―es la lección que nos brinda el episodio de la torre de Babel―, la reunificación de los hijos de Dios dispersos es obra de la Redención. Con su sacrificio, Jesús creó "un solo hombre nuevo" y reconcilió a los hombres entre sí, destruyendo la enemistad que los dividía (cf. Ef 2, 14-16).

4. En Armenia con la palabra de Cristo, san Pablo enseña que la diversidad de los miembros del cuerpo no impide su unidad: "Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo" (1 Co 12, 12). Esta unidad en la Iglesia brota, ante todo, del bautismo y de la Eucaristía, en los que se comunica y actúa el Espíritu Santo: "En un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (...) y todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13). "Porque, aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos" (1 Co 10, 17).

San Pablo, apóstol y doctor de la unidad, describe la dimensión que ésta tiene en la vida eclesial: "Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4, 4-6).

Un solo cuerpo: la imagen expresa un todo orgánico, indisolublemente unido mediante una unidad espiritual: un solo Espíritu. Se trata de una unidad real, que los cristianos están llamados a vivir cada vez más profundamente, aceptando sus exigencias y "con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándose unos a otros por amor" (Ef 4, 2).

La unidad de la Iglesia manifiesta, por consiguiente, un doble aspecto: es una propiedad que tiene como fundamento indestructible la misma unidad divina de la Trinidad, pero exige también la responsabilidad de los creyentes que deben acogerla y actuarla concretamente en su vida (cf. Ut unum sint, 6).

5. Se trata, ante todo, de conservar la una fides, la profesión de la única fe de la que habla el apóstol Pablo. Esta fe conlleva la adhesión común a Cristo y a toda la verdad revelada por él a la humanidad, testimoniada en la Escritura y conservada en la Tradición viva de la Iglesia. Precisamente para mantener y promover la unidad de la fe (unitas fidei catholicae), Jesús quiso instituir en el Colegio apostólico una autoridad especifica, vinculando su magisterio a sí mismo: "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha" (Lc 10, 16; cf. Mt 28, 18-20).

En función de la koinonía de los creyentes, la autoridad de los Apóstoles y de sus sucesores es un servicio que se realiza en el ámbito sacramental, doctrinal y pastoral, no sólo en función de una unidad de doctrina, sino también de dirección y de gobierno. Lo escribe san Pablo: "Él mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros (...), para edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios" (Ef 4, 11-13).

En esta perspectiva se comprende muy bien el ministerio específico asignado a Pedro y a sus sucesores. Está fundado en las mismas palabras de Cristo, tal como las recoge la tradición evangélica (cf. Ut unum sint, 91).

Es un misterio de gracia que el Pastor eterno de nuestras almas ha querido para su Iglesia, a fin de que, creciendo y actuando en la caridad y en la verdad permanezca en todo tiempo visiblemente unida para gloria de Dios Padre.

Pidámosle a él el don de una comprensión cada vez más profunda entre los fieles y los pastores y, por lo que respecta al ministerio petrino, invoquemos la luz necesaria para descubrir las formas mejores en que ese ministerio pueda realizar un servicio de comunión reconocido por todos (cf. ib., 96).


Saludos

Queridos hermanos y hermanas:

Deseo saludar ahora con afecto a todos los presentes venidos desde España y América Latina.

En particular a las peregrinaciones de Madrid y Mérida–Badajoz, a los seminaristas de Osma–Soria y a los fieles de distintas parroquias de Barcelona, Pamplona y Zaragoza, así como a los jóvenes estudiantes.

También a los peregrinos mexicanos de Morelia, a los de El Salvador y al grupo de la Asociación de socorro mutuo y cultura de Buenos Aires.

Al exhortaros a confirmar vuestra fe junto a la tumba del apóstol Pedro, os imparto de corazón mi bendición apostólica.



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