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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de mayo de 1998

 

1. Jesús está relacionado con el Espíritu Santo ya desde el primer instante de su existencia en el tiempo, como recuerda el Símbolo niceno-constantinopolitano: «Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine». La fe de la Iglesia en este misterio se funda en la palabra de Dios: «El Espíritu Santo —anuncia el ángel Gabriel a María— vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Y a José el ángel le dice: «Lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20).

Gracias a la intervención directa del Espíritu Santo, se realiza en la Encarnación la gracia suprema, la «gracia de la unión», de la naturaleza humana con la persona del Verbo. Esa unión es la fuente de todas las demás gracias, como explica santo Tomás (cf. Summa Theol., III, q. 2, a. 10-12; q. 6, a. 6; q. 7, a. 13).

2. Para profundizar en el papel del Espíritu Santo en el acontecimiento de la Encarnación, es importante volver a los datos que nos brinda la palabra de Dios.

San Lucas afirma que el Espíritu Santo desciende como fuerza de lo alto sobre María, cubriéndola con su sombra. El Antiguo Testamento muestra que cada vez que Dios decide hacer que brote la vida, actúa a través de la «fuerza» de su espíritu creador: «La palabra del Señor hizo el cielo; el aliento de su boca, sus ejércitos» (Sal 33, 6). Eso vale para todo ser vivo, hasta el punto de que si Dios «retirara a sí su espíritu, si hacia sí recogiera su soplo, a una expiraría toda carne (es decir, todo ser humano), el hombre al polvo volvería» (Jb 34, 14-15). Dios hace que su Espíritu intervenga sobre todo en los momentos en que Israel se siente incapaz de levantarse solamente con sus propias fuerzas. Lo sugiere el profeta Ezequiel en la visión dramática del interminable valle lleno de huesos: «El Espíritu entró en ellos; revivieron y se incorporaron sobre sus pies» (Ez 37, 10).

La concepción virginal de Jesús es «la obra más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de la creación y de la salvación» (Dominum et vivificantem, 50). En este acontecimiento de gracia, una virgen es hecha fecunda; una mujer, redimida desde su concepción, engendra al Redentor. Así se prepara una nueva creación y se inicia la alianza nueva y eterna: comienza a vivir un hombre que es el Hijo de Dios. Antes de este evento, nunca se dice que el Espíritu haya descendido directamente sobre una mujer para convertirla en madre. En los nacimientos prodigiosos que se realizaron a lo largo de la historia de Israel, la intervención divina, cuando se alude a ella, se refiere al niño que va a nacer y no a la madre.

3. Si nos preguntamos con qué fin el Espíritu Santo realizó el acontecimiento de la Encarnación, la palabra de Dios nos responde sintéticamente, en la segunda carta de san Pedro, que tuvo lugar para hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1, 4). «En efecto —explica san Ireneo de Lyon—, esta es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios» (Adv. haer., III, 19, 1). San Atanasio sigue la misma línea: «Cuando el Verbo se encarnó en la santísima Virgen María, el Espíritu entró en ella juntamente con él; por el Espíritu, el Verbo se formó un cuerpo y lo adaptó a sí, queriendo unir mediante sí y llevar al Padre toda la creación» (Ad Serap. 1, 31). Santo Tomás recoge esas afirmaciones: «El Hijo unigénito de Dios, queriendo que también nosotros fuéramos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza humana, para que, hecho hombre, hiciera dioses a los hombres» (Opusc. 57 in festo Corporis Christi, 1), es decir, partícipes por gracia de la naturaleza divina.

El misterio de la Encarnación revela el asombroso amor de Dios, cuya personificación más elevada es el Espíritu Santo, pues él es el Amor de Dios en persona, la Persona-Amor: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4, 9). En la Encarnación, más que en cualquier otra obra, se revela la gloria de Dios.

Con mucha razón, en el Gloria in excelsis cantamos: «Por tu inmensa gloria, te alabamos, te bendecimos, (...) te damos gracias». Esta expresión puede aplicarse de manera especial a la acción del Espíritu Santo, al que en la primera carta de san Pedro se llama «el Espíritu de gloria» (1 P 4, 14). Se trata de una gloria que es pura gratuidad: no consiste en tomar o recibir, sino sólo en dar. Al darnos su Espíritu, que es fuente de vida, el Padre manifiesta su gloria, haciéndola visible en nuestra vida. En este sentido, san Ireneo afirma que «la gloria de Dios es el hombre vivo» (Adv. haer., IV, 20, 7).

4. Si ahora tratamos de ver más de cerca qué nos revela del misterio del Espíritu el acontecimiento de la Encarnación, podemos decir que este evento nos manifiesta ante todo que él es la fuerza benévola de Dios que engendra la vida.

La fuerza que «cubre con su sombra» a María evoca la nube del Señor que se posaba sobre la tienda del desierto (cf. Ex 40, 34) o que llenaba el templo (cf. 1 R 8, 10). Así pues, es la presencia amiga, la proximidad salvífica de Dios, que viene a entablar un pacto de amor con sus hijos. Es una fuerza al servicio del amor, que se realiza con el sello de la humildad: no sólo inspira la humildad de María, la esclava del Señor, sino que en cierto sentido se oculta tras ella, hasta el punto de que nadie en Nazaret logra intuir que «lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). San Ignacio de Antioquía expresa admirablemente este misterio paradójico: «Al príncipe de este mundo quedó oculta la virginidad de María y también su parto, al igual que la muerte del Señor. Estos tres misterios sonoros se cumplieron en el silencio de Dios» (Ad Eph. 19, 1).

5. El misterio de la Encarnación, visto en la perspectiva del Espíritu Santo que lo llevó a cabo, ilumina también el misterio del hombre.

En efecto, el Espíritu, que actuó de un modo único en el misterio de la Encarnación, está presente también en el origen de todo ser humano. Nuestro ser es un «ser recibido», una realidad pensada, amada y donada. No basta la evolución para explicar el origen del género humano, como no basta la causalidad biológica de los padres para explicar por sí sola el nacimiento de un niño. Aun en la trascendencia de su acción, siempre respetuosa de las «causas segundas», Dios crea el alma espiritual del nuevo ser humano, comunicándole el aliento vital (cf. Gn 2, 7) por su Espíritu, que «da la vida». Todo hijo, por consiguiente, se ha de ver y acoger como un don del Espíritu Santo.

También la castidad de los célibes y de las vírgenes constituye un reflejo singular del amor «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5, 5). El Espíritu que hizo partícipe de la fecundidad divina a la virgen María, asegura también a cuantos han elegido la virginidad por el reino de los cielos una descendencia numerosa en el ámbito de la familia espiritual, formada por todos los que «no nacieron de sangre, ni de deseo carnal, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13).


Saludos

(En checo)
El sábado celebraréis la fiesta de santa Zdislava de Lemberk. Ella logró conciliar admirablemente las exigencias humanas con las espirituales: fue esposa y madre ejemplar. Os bendigo a vosotros y a todo el pueblo checo, a fin de que, por intercesión de santa Zdislava, aumente el número de buenas familias, sólidamente cristianas.

(En eslovaco)
El Señor Jesús prometió a los Apóstoles: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos... hasta los confines del mundo" (Hch 1, 8). Esta promesa se ha cumplido. También vosotros debéis dar testimonio de que Jesús es el único Redentor del hombre. Pedid al Espí ritu Santo que os enseñe a conocer cada vez mejor al Señor Jesús y a amar cada vez más sinceramente a los hombres con amor cristiano. Que os ayuden a ello la devoción a la Virgen y mi bendición.

(En castellano)
Saludo cordialmente a los peregrinos españoles y latinoamericanos, en particular a los miembros del «Movimiento de vida cristiana», a los integrantes de las Fuerzas Armadas de Colombia y de la Escuela de Estado Mayor de España, así como a los demás grupos de Argentina, México, Panamá, España y Bolivia. Tengo particularmente presente a la población boliviana, que está sufriendo en estos días la dura prueba de los terremotos. Les aseguro mi cordial solidaridad y mi cercanía espiritual en este difícil momento. Al invocar sobre todos la fuerza y la consolación del Espíritu de Pentecostés, os imparto con afecto la bendición apostólica.

(A los participantes en el noveno curso de perfeccionamiento en bioética, organizado por el Instituto de Bioética, bajo la dirección del director, mons. Elio Sgreccia)
Durante el denso y arduo itinerario de reflexión que os ha tenido ocupados en los meses pasados, habéis tomado conciencia de los muchos problemas que hoy afronta la bioética; habéis reflexionado sobre la dignidad de la persona humana, a la luz de la recta razón y de la fe cristiana, para defender su respeto y promover su auténtico progreso. Invoco para vosotros el Espíritu Santo, a fin de que os acompañe con los dones de la sabiduría y de la ciencia y os fortifique en vuestro valiente testimonio evangélico.

(A los jóvenes, enfermos y recién casados)

En el clima de preparación para la solemnidad de Pentecostés ya próxima, os exhorto, queridos jóvenes, a ser siempre dóciles a la acción del Espíritu; a vosotros, queridos enfermos, os animo a invocar la luz y la fuerza del Espíritu Santo, para comprender cada vez mejor el valor del sufrimiento aceptado y ofrecido en unión con el de Cristo; y a vosotros, queridos recién casados, os deseo que vuestro hogar esté siempre caldeado e iluminado por el amor que el Espíritu de Dios derrama en los corazones.



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