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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 17 de marzo de 1999

 

«Conocer» al Padre

1. En la hora dramática en que se prepara para afrontar la muerte, Jesús concluye su gran discurso de despedida (cf. Jn 13 ss) dirigiendo una estupenda oración al Padre. Esta puede considerarse un testamento espiritual, con el que Jesús pone en las manos del Padre el mandato recibido: dar a conocer su amor al mundo, a través del don de la vida eterna (cf. Jn 17, 2). La vida que él ofrece se explica significativamente como un don de conocimiento: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado» (Jn 17, 3).

El conocimiento, en el lenguaje bíblico del Antiguo y del Nuevo Testamento, no se refiere sólo a la esfera intelectual; implica normalmente una experiencia vital que compromete a la persona humana en su totalidad y, por tanto, también en su capacidad de amar. Se trata de un conocimiento que permite «encontrar» a Dios, situándose en el proceso que la tradición teológica oriental llama «divinización», y que se realiza por la acción interior y transformadora del Espíritu de Dios (cf. san Gregorio de Nisa, Oratio catech., 37: PG 45, 98 B). Ya hemos abordado estos temas en las catequesis dedicadas al año del Espíritu Santo. Al volver ahora a la frase citada por Jesús, queremos profundizar qué significa conocer vitalmente a Dios Padre.

2. Se puede conocer a Dios como padre en diversos niveles, según la perspectiva desde la que se mire, y el aspecto del misterio que se considere. Hay un conocimiento natural de Dios a partir de la creación: ella lleva a reconocer en él el origen y la causa trascendente del mundo y del hombre y, en este sentido, a intuir su paternidad. Este conocimiento se profundiza a la luz progresiva de la Revelación, es decir, sobre la base de las palabras y las intervenciones histórico-salvíficas de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 287).

En el Antiguo Testamento, conocer a Dios como padre significa remontarse a los orígenes del pueblo de la alianza: «¿No es él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te constituyó?» (Dt 32, 6). La referencia a Dios en cuanto padre garantiza y conserva la unidad de los miembros de una misma familia: «¿No tenemos todos nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?» (Ml 2, 10). Se reconoce a Dios como padre también en el momento en que reprende al hijo por su bien: «Porque el Señor reprende a aquel que ama, como un padre al hijo querido» (Pr 3, 12). Y, obviamente, a un padre puede invocárselo siempre en la hora del desconsuelo: «Y grité: Señor, tú eres un padre y el héroe de mi salvación, que no me dejará en los días de tribulación, al tiempo del desamparo frente a los insolentes» (Si 51, 10). En todas estas formas se atribuyen por antonomasia a Dios los valores que se experimentan en la paternidad humana. Sin embargo, se intuye que no es posible conocer a fondo el contenido de dicha paternidad divina, sino en la medida en que Dios mismo la manifiesta.

3. En los acontecimientos de la historia de la salvación se revela cada vez más la iniciativa del Padre que, con su acción interior, abre el corazón de los creyentes para que acojan al Hijo encarnado. Al conocer a Jesús, podrán conocer también a él, al Padre. Esto es lo que enseña Jesús mismo respondiendo a Tomás: «Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7; cf. vv 7-10).

Así pues, es necesario creer en Jesús y contemplarlo, porque es la luz del mundo, para no permanecer en las tinieblas de la ignorancia (cf. Jn 12, 44-46) y conocer que su doctrina viene de Dios (cf. Jn 7, 17 s). Con esta condición es posible conocer al Padre y llegar a adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). Este conocimiento vivo es inseparable del amor. Lo comunica Jesús, como dijo en su oración sacerdotal: «Padre justo, (...) yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos» (Jn 17, 25-26).

«Cuando oramos al Padre estamos en comunión con él y con su Hijo, Jesucristo. Entonces le conocemos y lo reconocemos con admiración siempre nueva» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2781). Conocer al Padre significa, pues, encontrar en él la fuente de nuestro ser y de nuestra unidad, en cuanto miembros de una única familia; pero también significa estar sumergidos en una vida «sobrenatural», la vida misma de Dios.

4. Por consiguiente, el anuncio del Hijo sigue siendo el camino maestro para conocer y dar a conocer al Padre; en efecto, como recuerda una sugestiva expresión de san Ireneo, «el conocimiento del Padre es el Hijo» (Adv. haer., IV, 6, 7: PG 7, 990 B). Ésta es la posibilidad ofrecida a Israel, pero también a los gentiles, como subraya san Pablo en la carta a los Romanos: «¿Acaso Dios es sólo Dios de los judíos? ¿No lo es también de los gentiles? Sí, también lo es de los gentiles, puesto que no hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe» (Rm 3, 29 s). Dios es único, y es Padre de todos, deseoso de ofrecer a todos la salvación realizada por medio de su Hijo: esto es lo que el evangelio de san Juan llama el don de la vida eterna. Es preciso acoger y comunicar este don con la misma gratitud que impulsó a san Pablo a decir en la segunda carta a los Tesalonicenses: «Nosotros, en cambio, debemos dar gracias en todo tiempo a Dios por vosotros, hermanos, amados del Señor, porque Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del Espíritu y la fe en la verdad» (2 Ts 2, 13).


Saludos

Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua española que han venido de España y los diversos países latinoamericanos. Os invito a reforzar cada día más el gran don de la fe que habéis recibido desde antiguo, allanando los caminos de la fraternidad y la paz con el sentimiento de ser hijos de un Padre común.

Y ahora mi saludo va a los jóvenes aquí presentes. Queridos jóvenes, encontrarme con vosotros es siempre para mí motivo de consuelo y esperanza, porque vuestra edad es la primavera de la vida. Sed siempre fieles al amor que Dios siente por vosotros.

Os dirijo ahora un saludo afectuoso a vosotros, queridos enfermos. Cuando sufrimos, nos parece que toda nuestra realidad y todo lo que nos rodea se ensombrece; pero, en lo profundo de nuestro corazón, esto no debe apagar la luz consoladora de la fe. Cristo, con su cruz, nos sostiene en la prueba.

Y vosotros, queridos recién casados, a quienes saludo cordialmente, dad gracias a Dios por el don de la familia. Contando siempre con su ayuda, haced que vuestra existencia sea una misión de amor fiel y generoso. Que el Señor os acompañe y proteja siempre.

 



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