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JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 25 de agosto de 1999

 

Combatir el pecado personal y las «estructuras de pecado»

1. Prosiguiendo nuestra reflexión sobre el camino de conversión, sostenidos por la certeza del amor del Padre, queremos centrar hoy nuestra atención en el sentido del pecado, tanto personal como social.

Examinemos, ante todo, la actitud de Jesús, que vino precisamente para liberar a los hombres del pecado y de la influencia de Satanás.

El Nuevo Testamento subraya con fuerza la autoridad de Jesús sobre los demonios, que expulsa «por el dedo de Dios» (Lc 11, 20). Desde la perspectiva evangélica, la liberación de los endemoniados (cf. Mc 5, 1-20) cobra un significado más amplio que la simple curación física, puesto que el mal físico se relaciona con un mal interior. La enfermedad de la que Jesús libera es, ante todo, la del pecado. Jesús mismo lo explica con ocasión de la curación del paralítico: «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados -dice al paralítico-: "A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa"» (Mc 2, 10-11). Antes que en las curaciones, Jesús venció el pecado superando él mismo las «tentaciones» que el diablo le presentó en el período que pasó en el desierto, después de recibir el bautismo de Juan (cf. Mc 1, 12-13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Para combatir el pecado que anida dentro de nosotros y en nuestro entorno, debemos seguir los pasos de Jesús y aprender el gusto del «sí» que él dijo continuamente al proyecto de amor del Padre. Este «sí» requiere todo nuestro esfuerzo, pero no podríamos pronunciarlo sin la ayuda de la gracia, que Jesús mismo nos ha obtenido con su obra redentora.

2. Al dirigir nuestra mirada ahora al mundo contemporáneo, debemos constatar que en él la conciencia del pecado se ha debilitado notablemente. A causa de una difundida indiferencia religiosa, o del rechazo de cuanto la recta razón y la Revelación nos dicen acerca de Dios, muchos hombres y mujeres pierden el sentido de la alianza de Dios y de sus mandamientos. Además, muy a menudo la responsabilidad humana se ofusca por la pretensión de una libertad absoluta, que se considera amenazada y condicionada por Dios, legislador supremo.

El drama de la situación contemporánea, que da la impresión de abandonar algunos valores morales fundamentales, depende en gran parte de la pérdida del sentido del pecado. A este respecto, advertimos cuán grande debe ser el camino de la «nueva evangelización». Es preciso hacer que la conciencia recupere el sentido de Dios, de su misericordia y de la gratuidad de sus dones, para que pueda reconocer la gravedad del pecado, que pone al hombre contra su Creador. Es necesario reconocer y defender como don precioso de Dios la consistencia de la libertad personal, ante la tendencia a disolverla en la cadena de condicionamientos sociales o a separarla de su referencia irrenunciable al Creador.

3. También es verdad que el pecado personal tiene siempre una dimensión social. El pecador, a la vez que ofende a Dios y se daña a sí mismo, se hace responsable también del mal testimonio y de la influencia negativa de su comportamiento. Incluso cuando el pecado es interior, empeora de alguna manera la condición humana y constituye una disminución de la contribución que todo hombre está llamado a dar al progreso espiritual de la comunidad humana.

Además de todo esto, los pecados de cada uno consolidan las formas de pecado social que son precisamente fruto de la acumulación de muchas culpas personales. Es evidente que las verdaderas responsabilidades siguen correspondiendo a las personas, dado que la estructura social en cuanto tal no es sujeto de actos morales. Como recuerda la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et paenitentia, «la Iglesia, cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de enteras naciones y bloques de naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. (...) Las verdaderas responsabilidades son de las personas» (n. 16).

Sin embargo, como he afirmado muchas veces, es un hecho incontrovertible que la interdependencia de los sistemas sociales, económicos y políticos crea en el mundo actual múltiples estructuras de pecado (cf. Sollicitudo rei socialis, 36; Catecismo de la Iglesia católica, n. 1869). Existe una tremenda fuerza de atracción del mal que lleva a considerar como «normales» e «inevitables» muchas actitudes. El mal aumenta y presiona, con efectos devastadores, las conciencias, que quedan desorientadas y ni siquiera son capaces de discernir. Asimismo, al pensar en las estructuras de pecado que frenan el desarrollo de los pueblos menos favorecidos desde el punto de vista económico y político (cf. Sollicitudo rei socialis, 37), se siente la tentación de rendirse frente a un mal moral que parece inevitable. Muchas personas se sienten impotentes y desconcertadas frente a una situación que las supera y a la que no ven camino de salida. Pero el anuncio de la victoria de Cristo sobre el mal nos da la certeza de que incluso las estructuras más consolidadas por el mal pueden ser vencidas y sustituidas por «estructuras de bien» (cf. ib., 39).

4. La «nueva evangelización» afronta este desafío. Debe esforzarse para que todos los hombres recuperen la certeza de que en Cristo es posible vencer el mal con el bien. Es preciso educar en el sentido de la responsabilidad personal, vinculada íntimamente a los imperativos morales y a la conciencia del pecado. El camino de conversión implica la exclusión de toda connivencia con las estructuras de pecado que hoy particularmente condicionan a las personas en los diversos ambientes de vida.

El jubileo puede constituir una ocasión providencial para que las personas y las comunidades caminen en esta dirección, promoviendo una auténtica metánoia, o sea, un cambio de mentalidad, que contribuya a la creación de estructuras más justas y humanas, en beneficio del bien común.


Saludos

Doy la bienvenida a los peregrinos procedentes de España, México, Guatemala, Ecuador y demás países de Latinoamérica. Al invitaros a colaborar en la creación de estructuras más justas y humanas, en beneficio del bien común, os bendigo a todos de corazón.

(A los peregrinos croatas)
La celebración del gran jubileo es, entre otras cosas, para cada cristiano y para toda la Iglesia, una oportunidad muy especial de responder a la invitación dirigida al hombre a que participe en el reino de Dios. Al mismo tiempo, es también una exhortación a afirmar cada vez más este Reino en la vida y en la actividad de cada día, desde el punto de vista personal, comunitario y social.

(A los peregrinos letones)

Guiados por la gracia de Dios, reafirmad la identidad histórica y cultural de vuestro país, que se basa en la tradición cristiana.

(En eslovaco)
Ojalá que vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo sea un testimonio de renovación de vuestra fe cristiana.

(En italiano)

Deseo, por último, dirigirme a los demás jóvenes presentes, a los enfermos y a los recién casados.

A vosotros, queridos jóvenes, os renuevo la invitación a testimoniar con generosidad vuestra fidelidad al Evangelio, en medio de vuestros coetáneos y de cuantos aún no lo conocen.

Vosotros, queridos enfermos, no dejéis de fortalecer diariamente vuestra adhesión a Cristo, que está cerca de vosotros y os consuela en el sufrimiento y la enfermedad.

Y vosotros, queridos recién casados, responded con prontitud al Señor, que os pide convertir vuestra familia en casa de su amor.

* * * * * * *

Llamamiento en favor de la paz en Timor oriental

También hoy deseo encomendar a la oración de toda la Iglesia la paz en el mundo, recordando en particular algunas situaciones que, aunque geográficamente están lejanas, se hallan siempre presentes en mi corazón.

Pidamos con fe al Señor que conceda un futuro de paz a la querida población de Timor oriental: que todos sus habitantes, y cuantos están implicados en los acontecimientos de ese territorio, se sientan animados por el sincero propósito de trabajar en favor de la reconciliación y de contribuir a sanar, con respeto y amor recíprocos, las dolorosas heridas del pasado.

También las tensiones de carácter étnico-religioso entre cristianos y musulmanes, que se han agudizado nuevamente en la isla indonesia de Ambon, exigen nuestra atención y nuestra oración. Además de mi firme condena, hago un apremiante llamamiento para que se ponga fin a la violencia, que hasta ahora ha causado innumerables víctimas y grandes daños. Espero que, mediante el perdón y la justicia, se restablezcan las relaciones pacíficas que han caracterizado durante tanto tiempo la convivencia de las dos comunidades.

Que María, Reina de la paz, apoye con su poderosa intercesión nuestras súplicas.

 



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