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SANTA MISA PARA LA CONGREGACIÓN
DE LOS LEGIONARIOS DE CRISTO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Jueves 28 de junio de 1979 

 

Amadísimos hijos Legionarios de Cristo:

En el día en que la liturgia conmemora la fiesta de una gran figura eclesial, San Ireneo, nos reunimos ante esta gruta de Lourdes, junto al altar del Señor, para ofrecerle con la Eucaristía el tributo de nuestra acción de gracias, de nuestra alabanza suplicante y de nuestra fidelidad renovada.

Viéndoos delante y sabiendo la procedencia de la gran mayoría de vosotros, el Papa no puede menos de recordar y revivir tantos momentos imborrables transcurridos en vuestra patria de origen, México; vuestro entusiasmo me renueva el eco de aquellas multitudes afectuosamente cercanas y aclamantes.

Al contemplar ante mí a tan numerosos miembros de vuestra familia religiosa, acompañados por vuestro Fundador, vienen a mi mente las palabras del Génesis que acabamos de leer en la primera lectura de esta Misa. Ellas nos hablan de la divina asistencia que multiplica la descendencia con el favor de su bendición. Ha sido también la bendición del Señor la que ha hecho germinar fecundamente aquella fundación del no lejano año 1941, y que habiendo obtenido el decreto de alabanza hace apenas 14 años, tiene hoy más de 130 sacerdotes y casi 700 miembros; distribuidos en diversas casas y naciones, trabajan ya, o se preparan a ello, para difundir el reino de Cristo en la sociedad, a través de varias formas de apostolado específico.

Sois, amados hijos, una joven familia religiosa, que busca creciente dinamismo, para ofrecer a la Iglesia una nueva aportación de energías vivas en el momento actual. Precisamente porque conozco estos ideales vuestros, mi voz quiere invitaros, con acentos evangélicos que acabamos de escuchar, a imitar al hombre prudente que edificó su casa sobre la roca.

Para vosotros que tenéis como rasgo característico la espiritualidad cristocéntrica, construir sobre roca vuestro edificio individual y comunitario querrá decir esforzaros por crecer siempre en el sublime conocimiento de Cristo, mirándole a El para plasmar en vuestra vida su mensaje, bien radicados en la fe y en la caridad, a fin de ser capaces de cuidar en todo instante los intereses de Cristo. Así podréis adquirir esa solidez interior que desafía la lluvia, los ríos y los vientos, para construir el reino de Dios en la sociedad actual, en la juventud —con la que frecuentemente trabajáis—, tan necesitadas de certezas vividas, de certezas derivadas de una inconmovible fe y confianza en Cristo. El Cristo Dios, muerto y resucitado, hecho principio de nueva vida para nosotros, que está siempre a nuestro lado como garantía de victoria frente a les adversidades.

Parte importante de esa solidez en vuestra vida será asimismo la plena fidelidad a la Iglesia y al Concilio Vaticano II, sin desviaciones de ningún tipo, sino en perfecta coherencia con lo que el Señor os pide y el Magisterio propone en el momento actual.

En ese camino, os será de gran ayuda la fidelidad potenciada a esos grandes amores que deben ser un distintivo, de acuerdo con vuestra propia vocación, de todo Legionario: amor a Cristo en el crucifijo y amor a la Virgen. Si sois fieles a ese hermoso programa, no debéis temer: vuestro edificio espiritual descansa sobre cimientos firmes.

Para que os mantengáis fieles a esos ideales, quiero recordaros que recurráis frecuentemente a la oración. Es el único modo de renovarse interiormente, de adquirir nueva luz que oriente los propios pesos, de apoyar la debilidad personal en la fuerza y solidez del poder divino. En una palabra: es el único modo para mantener una perenne juventud de espíritu, en la disponibilidad a Dios y a los demás.

Sólo así podréis vivir en plenitud la alegría rebosante de vuestra vocación de elegidos para el servicio de Cristo y de la Iglesia. Una alegría que es testimonio de la presencia del Señor y que alienta en la entrega generosa al hermano. Es este el deseo que os dejo, diciéndolo con palabras de la liturgia de hoy: “Señor, acuérdate de mí cuando muestres tu bondad para con tu pueblo; visítame cuando operes la salvación, para que yo vea la felicidad de tus escogidos, me goce con el gozo de tu pueblo y me gloríe con tu herencia”.

Una palabra final. Sé que entre vosotros están los jóvenes que durante mi permanencia en México prestaron su generosa y entusiasta colaboración en la Delegación Apostólica. Vaya a ellos el testimonio de mi profundo aprecio y gratitud. Son los mismos sentimientos que extiendo también, en presencia de sus Hermanas de Congregación residentes en Roma, a las Religiosas Clarisas del Santísimo Sacramento, que tanto se prodigaron en Ciudad de México durante mi estancia en la misma Representación Pontificia.

Y ahora, llevemos al altar del Señor todas estas intenciones.

 



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