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VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN CURITIBA


Domingo 6 de julio de 1980

 

(Act 2, 14-24.36
Mt 16, 13-19).

Amados hermanos en el Episcopado y en el presbiterado,
queridos hijos e hijas, religiosos y laicos:

1. ¿Cómo agradecer a la Providencia divina, que me concede la gracia de este encuentro con la población de Curitiba y con peregrinos venidos de todo el Paraná y del vecino Estado de Santa Catalina? Sirva de agradecimiento la Eucaristía que quisisteis colocar en el centro de este encuentro como alma e inspiración del mismo.

Ahora, en esta Eucaristía acaban de resonar dos páginas del Nuevo Testamento, que un Papa, Sucesor del Apóstol Pedro, no puede escuchar sin íntima emoción, sin que vuelva a abrirse en él, como una llaga, la conciencia de su propia pequeñez, ante la misión recibida, pero, al mismo tiempo, con una renovada confianza en Aquel que todo lo puede (cf. Flp 4, 13).

Una contiene el episodio de Cesarea de Filipo: la inequívoca confesión de Pedro (Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo) a la cual responde la misteriosa y prodigiosa confesión de Cristo (¡Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia!). A lo largo de dos mil años, doscientas sesenta y cuatro veces fue dicha esta misma palabra a los oídos y a la conciencia de un hombre frágil y pecador. Doscientas sesenta y cuatro veces un nuevo Pedro fue colocado al lado del primero para ser piedra angular de la Iglesia. Ultimo en el tiempo, fue repetida a mí la promesa de Cesarea de Filipo y en esa función de Pedro me encuentro en medio de vosotros. ¿Con qué mensaje?

Con el mismo que brota de otra página leída en la presente liturgia. Pedro, el ardiente pero timorato, el amigo, el renegado, el arrepentido, acababa de recibir el Espíritu Santo. Y por la fuerza del Espíritu anuncia a una Jerusalén repleta de peregrinos: "A ese hombre que entregasteis para crucificarlo, Dios lo resucitó y lo constituyó Señor" (cf. Act 2, 23-24, 36). Todo cuanto Pedro dirá hasta la última confesión en una colina del Vaticano, que corona la de Cesarea de Filipo, se reduce a esas frases. Todo cuanto debe decir el Sucesor de Pedro, tal vez esté contenido en esas sencillas palabras:. "Dios lo constituyó Señor". Es en el fondo lo que el Papa siente: el dulce y urgente deber de anunciarlo, por donde pasa, con la fuerza y el fervor de quien anuncia una Buena Nueva.

2. Pero el Sucesor de Pedro encuentra aquí y ahora un nuevo motivo de semejanza con su lejano primer Predecesor en ese su ruego referido en la lectura de esta liturgia. Este Estado de Paraná, esta ciudad de Curitiba donde me encuentro, retrata bien la Jerusalén de la mañana de Pentecostés, por la inmensa variedad de razas a que pertenecen quienes oyen anunciar la Buena Nueva de Jesucristo. Allí —según la fascinante enumeración de los Hechos de los Apóstoles— partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, de Judea, de Capadocia, del Ponto y de Asia, de Frigia, de Panfilia, de Egipto. Aquí, caldeados por la tierra que les acogió, pero presentes y reconocibles de algún modo en los rostros de sus hijos, nietos y biznietos —portugueses, italianos, ucranianos, alemanes, japoneses, rumanos, españoles, sirios, libaneses— ¡por no hablar de esos, muy numerosos, que tienen en las venas una sangre igual a la mía: sangre polaca!

Innumerables veces, mucho antes de que yo imaginase que iba a venir aquí y previese este encuentro, conocía ya ese aspecto de Paraná, punto de llegada de numerosas corrientes migratorias, punto de encuentro de hermanos venidos de los más alejados rincones de la tierra.

En este fenómeno, que la fría etiqueta de la inmigración define tan pobremente, se esconde una admirable riqueza de aspectos humanos y —¿por qué no?— evangélicos.

3. El primero de todos, la acogida franca y generosa que, apenas nacido a la independencia política, este país comenzó a ofrecer a los más diversos pueblos. Cuando difíciles coyunturas históricas hicieron caer sobre varios países de Europa el espectro del hambre, inmensos terrenos del sur de Brasil fueron ofrecidos a los brazos dispuestos para su cultivo, pero sobre todo, un nuevo hogar se le daba a quien allí acudía. Cuando en alguna nación el exceso de población llegó a crear problemas graves de espacio vital, Brasil supo abrir sus espacios casi ilimitados con prodigalidad e inteligencia. Hay un arte en la acogida, una habilidad para recibir, cosas ambas que es imposible codificar en las leyes y normas de la inmigración, pero que Brasil, gracias a las cualidades de su pueblo, conoce y aplica perfectamente. ¿Habrá países en que la asimilación e integración del inmigrado se haga con igual naturalidad? Con mayor naturalidad que aquí, imposible. No creo haber visto en otro lugar a los inmigrados, y a sus hijos y nietos, sentirse tan apasionados de la tierra que les acogió a ellos o a sus antepasados, tan compenetrados con Brasil, a la vez que no reniegan de sus países de origen.

Quiero, pues, como hijo de una patria de la que vinieron aquí tantos hijos, rendir un sentido homenaje a la amplia e inconfundible hospitalidad de este país.

4. Y aquí viene el segundo aspecto. Acogido sin reticencias ni prejuicios, el inmigrante retribuyó inmediatamente la hospitalidad recibida. No hay exageración al decir que el Brasil moderno, cuya palpitación de vitalidad pude ya ver en Brasilia, en Río de Janeiro, en Belo Horizonte, São Paulo y Porto Alegre y veo palpitar aquí, es producto también del trabajo resuelto, pero libre y alegre, de centenares de millares de inmigrantes. Pienso que, al igual que São  Paulo y Río Grande del Sur, Paraná es un magnífico ejemplo de ello. Y no hay duda de que la laboriosidad del inmigrante, sumándose a la de los brasileños de larga veteranía, no podía dejar de enriquecer, con un sentido nuevo, el progreso del país. ¿Sería exagerado hablar de un sello profundamente solidario y fraternal de ese progreso?

No quiero silenciar, en el transcurso de esta Eucaristía, un tributo de afecto a los inmigrantes que ayudaron a construir Paraná (y Brasil). No siempre fue risueño el cuadro de su venida aquí. Estuvo muchas veces llena de sufrimientos y amarguras la historia de cada familia y cada promoción que aquí llegaban. No habrá faltado ninguna de las dificultades que suelen rodear la salida de la propia patria en busca de otra. A pesar de todo, aquellos hombres y mujeres supieron aclimatarse en la nueva tierra, construir un nuevo hogar, formar familias cuya pobreza material corría parejas con altísimos valores humanos, morales y religiosos. Supieron sobre todo amar su nueva patria y trabajar por ella. Darle hijos y nietos de primerísima calidad en el sacerdocio, en las artes, en la política, en la literatura.

5. El tercer aspecto es el que hoy se presenta a mis ojos: la prodigiosa integración en la mezcla de razas de que Brasil da ejemplo. He tenido ya ocasión de decirlo, pero lo repito de buen grado, a causa de la admiración —y de la emoción— que el hecho suscita en mí: De todas las bellezas de vuestro país, no sé si llevaré en el corazón una imagen de belleza más impresionante y significativa que la de la concordia, la alegría espontánea, el sentido de auténtica fraternidad con que conviven aquí las más variadas razas.

En este festivo encuentro se hallan también presentes numerosos ciudadanos de origen italiano, a los que deseo dirigir un afectuoso saludo y un cordial augurio.

Mi saludo es el del Papa, es decir del Obispo de Roma, de esa Roma qué no sólo es el centro del catolicismo, sino también la capital de vuestra querida patria de origen, que dejasteis para buscar trabajo, pero que conserváis en vuestro corazón y en la cima de vuestros pensamientos con inmenso amor, por lo que ella ha representado para vosotros, para vuestros parientes, para la historia del mundo y para la misma historia del cristianismo. Os exhorto a conservar esos tesoros de luz, de verdad, de cultura, de arte; pero especialmente esos grandes valores humanos y cristianos, que han caracterizado siempre y constituido la verdadera gloria del pueblo italiano: su cordialidad para con todos, la apertura a la solidaridad universal, la gran calidad humana, el apego al núcleo familiar, el sentido del deber, el interés por el trabajo.

Conservad intacto, mejor dicho hacedlo fructificar con un testimonio coherente y claro, el tesoro de la fe cristiana, que os fue dado con el bautismo.

¡Sentíos orgullosos de ser cristianos! ¡Demostradlo siempre con la palabra, con el comportamiento, en el ambiente del trabajo, en la familia, en la profesión, sin respeto humano alguno!

¡Mi bendición apostólica confirme estos mis deseos!

Deseo dirigir ahora una palabra de saludo y de afecto también a la población de origen alemán, que precisamente en la región sur de Brasil es especialmente numerosa y cuya presencia ha sido muy importante para el desarrollo social del país. Como los emigrantes de otras naciones, también vuestros predecesores contribuyeron decisivamente a la mejora y al cultivo de Brasil. Ellos dieron un sello a villas, ciudades y enteras regiones con la herencia espiritual y cultural de su patria y ésta se inserta, como elemento importantísimo, en el pueblo brasileño y en su cultura.

Como supremo Pastor de la Iglesia, queridos hermanos y hermanas de origen alemán, deseo en esta ocasión recordaros sobre todo que esa herencia de vuestros padres es principalmente una herencia cristiana y que la fe en Cristo y vuestra pertenencia a la Iglesia de Jesucristo son tesoros preciosos e inigualables, que habéis recibido de manos de vuestros predecesores. Caber recordar aquí cuántos han sido los sacerdotes y religiosos venidos de vuestras filas, que han llevado en gran número la vida  religiosa a muchos campos de este país. La fidelidad a vuestra herencia espiritual y cultural significa, por tanto, de modo especial, fidelidad a vuestros orígenes religiosos y a una conducta de vida cristiana en vuestras familias, en la comunidad, en la profesión y en la sociedad.

El Sucesor de San Pedro, con esta su visita, desea alentaros y fortaleceros, así como a todos los hermanos en la fe, en esa fidelidad a vuestra fe católica. Por eso, imparto de corazón, a vosotros y a todos vuestros hermanos de origen alemán en el gran Brasil, la bendición apostólica.

Y ahora me dirijo a vosotros, queridos ucranianos. Os doy las gracias también a vosotros, que habéis querido saludar en mi persona al Vicario de Cristo en la tierra.

Aquí en Curitiba está el centro de vuestra vida eclesiástica, porque aquí está, la sede de vuestra diócesis, que fue erigida por mi predecesor Pablo VI, de venerable memoria; aquí en Curitiba comenzó vuestra vida religiosa, ya que, hace más de 80 años, por primera vez un sacerdote católico ucraniano celebró la Santa liturgia en vuestro rito para vuestros antepasados en la fiesta de San Juan Bautista y por eso a dicho Santo está dedicada vuestra catedral y vuestra diócesis.

Ahora, en honor del precursor de Cristo, vosotros, ucranianos católicos, vais a construir aquí en Curitiba una nueva iglesia catedral. Y precisamente hoy bendigo, de buen grado, la primera piedra de ese templo.

Junto con la primera piedra, bendigo también de corazón a todos vosotros aquí reunidos.

En primer lugar, bendigo al actual celoso Pastor, el obispo Jefrem Krewey, y a su predecesor el obispo Josyf Martenetz, hombre de virtud y de oración.

Bendigo a todos los sacerdotes, tanto seculares como religiosos, que trabajan en la santificación de vuestras almas inmortales. Bendigo a todos cuantos les ayudan en el trabajo pastoral; a saber: las religiosas Esclavas de la Inmaculada; las religiosas Basilianas, las religiosas Catequistas de Santa Ana, las religiosas de San José y las Catequistas del Sagrado Corazón.

Bendigo a los alumnos del seminario menor y mayor, esperanza de vuestra diócesis, así como a los escolásticos basilianos.

Bendigo a los enfermos de vuestros hospitales, a todos cuantos están afligidos en el alma y en el cuerpo.

Bendigo a los niños de vuestros orfanatos. Bendigo a todos vosotros, ancianos y jóvenes, padres e hijos, a todos los aquí presentes, así como a todos los ucranianos en todo Brasil.

Sed fieles a los mandamientos de Dios; sed leales ciudadanos del Estado en que vivís.

Apreciad vuestro rito, amadlo, porque ese rito preserva vuestra identidad nacional.

Que Dios misericordioso os tenga bajo su protección por intercesión de la Inmaculada Virgen María y de los Santos de vuestra Iglesia.

¡Alabado sea Jesucristo!

Permitid' ahora, queridos hermanos y hermanas, que invoque al menos algunos de nuestros patronos, que supieron traducir el misterio de la cruz, el misterio del amor divino en el lenguaje particular de la vida cotidiana y en las diversas épocas, desde el comienzo, y lo imprimieron en el corazón de las nuevas generaciones de los hombres creyentes y en la historia de nuestra nación y de la patria: San Woiciech (Adalberto), San Estanislao de Kostka, San Andrés Bobola, los Beatos Ladislao de Gielnow, Simón de Lipnica, Salomea, Ceslao, Kinga, la reina Eduvigis, Maximiliano María Kolbe, testimonio especial de la cruz de Cristo en nuestro tiempo, María Teresa Ledokowska y tantos otros no canonizados, pero tan presentes en la vida de la Iglesia y de la patria. Quiero recordar también a aquellos que vivieron aquí, en esta tierra, e imprimieron en ella el signo del amor de Cristo y dieron testimonio de la fidelidad a la cruz.

¡Cuánto deseo que su herencia viva y se desarrolle en vosotros, que ellos mismos revivan en nuestros tiempos y en las nuevas generaciones, en la medida de las necesidades y de los deberes!

Queridos hermanos y hermanas: Os saludo a todos, os doy las gracias por las expresiones de unión con la Santa Sede y por las oraciones que eleváis a Dios por mis intenciones. Rogad también para que yo pueda cumplir del mejor modo esta mi presente visita pastoral en Brasil, mi servicio a la Iglesia en este país.

A todos cuantos aquí estáis, a vuestras familias, los allegados, los amigos, los conocidos, los que están aquí presentes con el espíritu y el corazón, bendigo cordialmente con el signo de la cruz de Cristo, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

6. Celebrando aquí, bajo la invocación de Pentecostés recordado en la primera lectura, la Eucaristía que es sacramento de unidad y de fraternidad de los discípulos de Cristo, pero que es también germen de unidad y fraternidad en el mundo, quiero hacer una petición a vosotros y una petición por vosotros.

Por vosotros pido a Dios con el mayor fervor que nunca llegue a entibiarse, sino que se anime cada vez más y aumente la profunda integración racial que existe entre vosotros. Que en esta fraternidad entre los diversos pueblos no falte una especial solidaridad con vuestros hermanos indígenas. Que siga habiendo entre vosotros apertura para acoger otros muchos grupos humanos necesitados de una nueva patria, porque están privados de las suyas.

A vosotros os pido, con afecto de Padre y confianza de hermano, que conservéis siempre este aspecto de vuestro ser. Y esta mi petición se alarga en votos para que en este nuestro mundo donde hay aún tanta discriminación, los hombres comprendan cada vez mejor, se acepten unos a otros, por lo que tienen en común, a fin de que crezca la solidaridad, el amor y la fraternidad entre los pueblos y se consoliden las bases de la paz.

Reciba la Virgen María, Nuestra Señora Aparecida, la oración del Papa en este sentido.

 



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