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VIAJE APOSTÓLICO DE JUAN PABLO II A BRASIL

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN BELÉM 


Basílica de Nuestra Señora de Nazaret
Martes 8 de julio de 1980

 

Señor arzobispo don Alberto Gaudencio Ramos,
señor obispo auxiliar don Tadeu Prost,
hermanos míos en el Episcopado y en el sacerdocio ministerial,
mis amados hermanos y hermanas, religiosos, religiosas y laicos:

1. Este momento de alegría y comunión nos encuentra reunidos en Belén, "casa del pan", para recibir el pan de la Palabra de Dios y, dentro de unos momentos, el Pan eucarístico, Cuerpo del Señor. Nuestro encuentro se realiza en la basílica de Nuestra Señora de Nazaret. Belén y Nazaret nos hablan, antes que nada, de Jesús, el Salvador, en su vida oculta, niño y después joven, en el cumplimiento de su misión: "Heme aquí que vengo para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad" (Heb 10, 7). Belén y Nazaret nos hablan también de la Madre de Jesús, siempre próxima al Hijo eterno de Dios, su Hijo según la carne, fiel Ella también al cumplimiento de un papel de primera importancia en el plan de la salvación divina: "He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38).

Nuestra Señora avanzó en el camino de la fe, siempre en unión con su Hijo. Le acompañó paso a paso, asociándose a él, alegrándose y sufriendo con El, amando siempre a los que El amaba. Después, Cristo subió de nuevo junto a su Padre. Y en los días que precedieron a Pentecostés, el grupo de los discípulos, Iglesia naciente, llenos de alegría y de fe por el triunfo de Cristo resucitado y ansiosos por el Espíritu Santo prometido, quieren sentirse muy unidos. Los encontramos en oración, "con María, Madre de Jesús" (Act 1, 14). Era la oración de una familia: de aquellos que el Señor había llamado para su intimidad, con la Madre, la cual "con su caridad cooperó para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza, de la que Ella es efectivamente Madre según el cuerpo", como diría San Agustín (De Virginitate, 6: PL 40, 399).

2. Bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la Gracia, por obra de intrépidos religiosos, aquí se fundó una comunidad cristiana, después diócesis, de donde se irradió, no sin dificultades, el Evangelio de Cristo en esta parte norte de Brasil. Y ella, la Madre de la Gracia divina, acompañaba a los misioneros en esta su tarea y esfuerzo y estaba con la Madre Iglesia —de la que es el prototipo, el modelo y la suprema expresión— en los comienzos de su implantación en estas tierras benditas. Benditas por Dios creador, con las riquezas y bellezas naturales que nos entusiasman; y benditas por Cristo redentor, después, con los bienes de la salvación realizada por El, y que ahora celebramos aquí.

En esta Eucaristía, en esta acción de gracias por excelencia como es siempre la Misa, con María Santísima vamos a demostrar nuestro agradecimiento al Padre por Cristo en el Espíritu Santo: agradecer la evangelización y los beneficios divinos traídos por ella; agradecer la caridad de los misioneros y la esperanza que los animaba y hacía fuertes en la difusión de la fe, mediante la predicación y el bautismo que aquellos que, con la vida nueva en Cristo, aumentaron aquí la familia de los hijos de Dios.

3. Belém y su santuario de Nuestra Señora de Nazaret son monumentos del pasado, como marco de la evangelización y documento palpable de acendrada piedad para con la "Estrella de la evangelización". Pero son también presente: el presente de una Iglesia viva y el presente de la devoción mariana, en esta querida tierra brasileña.

"Todas las generaciones me llamarán dichosa" (Lc 1. 48), dijo María en su cántico profético; "Bendita eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús". Le responden a eco a lo largo de los tiempos pueblos de todas las latitudes, razas y lenguas. Unos más esclarecidos, otros menos, los fieles cristianos no cesan de recurrir a Nuestra Señora, la Santa Madre de Dios: en momentos de alegría, invocándola "Causa de nuestra alegría"; en momentos de aflicción, llamándola "Consoladora de los afligidos"; y en momentos de desvarío, implorándola "Refugio de los pecadores".

Estas expresiones de una búsqueda de Dios, ligadas a la forma de ser y a la cultura de cada pueblo y, a menudo, a estados de ánimo emocionales, no siempre se presentaron bien apoyadas en una adhesión de fe. Puede suceder incluso que no estuvieran debidamente separadas de elementos extraños a la religión. De todas formas, son algo digno de consideración y, a veces, también rico en valores aprovechables.

Aun necesitando ser clarificada, guiada y purificada, la religiosidad popular, ligada como norma a la devoción de Nuestra Señora, siendo, como la quiso llamar mi predecesor Pablo VI "Piedad de los pobres y de los sencillos", generalmente lleva consigo "una cierta sed de Dios" (cf. Evangelii nuntiandi, 48).

Así, no es necesariamente un sentimiento vago, o una forma inferior de manifestación religiosa. Antes bien, contiene, con frecuencia, un profundo sentido de Dios y de sus atributos, como la paternidad, la providencia, la presencia amorosa, la misericordia, etc.

4. Al mismo tiempo que la religión del pueblo, es corriente también, en los centros de culto mariano y en los santuarios muy concurridos, que se registre la presencia, por un motivo u otro, de personas que, o no pertenecen al gremio de la Iglesia, o bien no han permanecido siempre fieles a los compromisos y la práctica de la vida cristiana, o incluso van guiadas por una visión incompleta de la fe que profesan.

Ahora bien, todo esto necesita una pastoral atenta y apropiada y, sobre todo, muy pura y desinteresada, que va desde una liturgia viva y fiel hasta la predicación asidua y segura, la catequesis sistemática y ocasional, particularmente en la administración de los sacramentos; entre estos, en tales lugares de gran afluencia de los fieles, ocupará siempre un lugar primordial el sacramento de la penitencia, momento privilegiado de encuentro con Dios, principalmente cuando es ayudado por la caridad disponible de los ministros del confesonario.

Por consiguiente, no se pierda ninguna ocasión para esclarecer, purificar y fortalecer la fe del pueblo fiel, aun cuando sea de cuño netamente popular. El hecho de que en ella ocupe un lugar preeminente Nuestra Señora, como por otra parte sucede en la totalidad de la fe cristiana, no excluye, y ni siquiera ofusca, la mediación universal e insustituible de Cristo, quien sigue siendo el camino por excelencia para el encuentro con Dios, como enseña el Concilio Vaticano II (Lumen gentium, 60).

5. Aquí reunidos como hermanos, en reunión de familia que la vida mantiene físicamente apartados unos de otros, en este día de fiesta junto a la Madre, vamos a dirigirnos todos ahora hacia Ella, hacia Nuestra Señora. ¿No es verdad que, en reuniones familiares ocasionales junto a la madre, todos los hermanos se sienten más dispuestos a la bondad, a la reconciliación, a la unidad y al encuentro en el afecto fraterno? Además, en tales encuentros, es imperativo de la piedad y del amor filial dejar a la madre la última palabra. Y es el momento de las efusiones de afecto y de los buenos propósitos tranquilizadores del corazón materno.

Llegamos a ese momento. Como Madre bondadosa, la Virgen Santísima no cesa de invitar a todos sus hijos, los miembros del Cuerpo místico, a que cultiven entre sí la bondad, la reconciliación y la unidad. Permítaseme, en esta hora, como el hermano mayor, recoger e interpretar lo que está ciertamente en el corazón de todos y depositarlo en el Corazón Inmaculado de la Madre de Jesús y Madre nuestra. Invito a todos a acompañar, en oración silenciosa, la prez que hago en nombre de todos:

— Señora, Vos dijisteis bajo el soplo del Espíritu que las generaciones os llamarían bienaventurada. Nosotros volvemos a tomar el cántico de las generaciones pasadas para que no se interrumpa y exaltamos en Vos lo que de más luminoso ofreció la humanidad a Dios, la criatura humana en su perfección, de nuevo creada en justicia y santidad, en la belleza sin par que llamamos "la Inmaculada" o la "llena de gracia".

— Madre, Vos sois la "nueva Eva". La Iglesia de vuestro Hijo, consciente de que sólo con "hombres nuevos" se puede evangelizar, es decir, llevar la Buena Nueva al mundo para hacer una "nueva humanidad", os suplica que por mediación vuestra no falte en ella jamás la novedad del Evangelio, germen de santidad y fecundidad.

— Señora, adoramos al Padre por las prerrogativas que brillan en Vos pero lo adoramos también porque sois siempre para nosotros la "ancilla Domini", pequeña criatura. Porque fuisteis capaz de decir: "fíat", os convertisteis en Esposa del Espíritu Santo y Madre del Hijo de Dios.

— Madre, que aparecéis en las páginas del Evangelio mostrando a Cristo a los pastores y a los magos, haced que cada evangelizador —obispo, sacerdote, religioso, religiosa, padre o madre de familia, joven o niño— sea poseído por Cristo para ser capaz de revelarlo a los demás.

— Señora, escondida entre la multitud cuando vuestro Hijo realiza los signos milagrosos del nacimiento del Reino de Dios, y que sólo habláis para mandar que se haga todo lo que El dice (cf. Jn 2, 5), ayudad a los evangelizadores a que prediquen siempre no a sí mismos sino a Jesucristo.

— Madre, envuelta por el misterio de Vuestro Hijo, muchas veces incapaz de entender, pero capaz de recoger todo y meditar en el corazón (cf. Lc 2, 19 y 51), haced que nosotros, los evangelizadores, comprendamos siempre que más allá de las técnicas y estrategias, de la preparación y los planes, evangelizar es sumergirse en el misterio de Cristo e intentar comunicar algo de él a los hermanos.

— Señora de la humildad en la verdad, que nos enseñasteis en un cántico profético que "Dios siempre exalta a los humildes" (cf. Lc 1, 52), ayudad a los "sencillos y a los pobres" que os buscan con su religiosidad popular; ayudad a los Pastores a conducirlos a la luz de la verdad y a ser fuertes y comprensivos al mismo tiempo, cuando tengan que expulsar elementos degenerados y purificar manifestaciones de piedad del pueblo.

— Madre, pedimos por vuestra intercesión, como los discípulos en el Cenáculo, una continua asistencia y dócil acogida del Espíritu Santo en la Iglesia: para los que buscan la verdad de Dios y para los que deben servirla y vivirla. Que sea siempre Cristo "la luz del mundo" (cf. Jn 8, 12); y que el mundo nos reconozca sus discípulos porque permanecemos en su Palabra y conocemos la verdad que nos hace libres, con la libertad de los hijos de Dios (cf. Jn 8, 32). ¡Así sea!

 

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