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MISA PARA LOS PEREGRINOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo XVII per annum
Castelgandolfo, 27 de julio de 1980

 

¡Alabado sea Jesucristo!

"Señor, enséñanos a orar": estas palabras dirigidas directamente a Cristo y que hoy nos recuerda la lectura del Evangelio, no pertenecen sólo al pasado. Son palabras repetidas constantemente por los hombres, es un problema siempre actual: el problema de la oración.

¿Qué quiere decir rezar? ¿Cómo hay que rezar? Por eso, la respuesta que dio Cristo es siempre actual. ¿Y qué  respuesta dio Cristo? En cierto sentido, El enseñó, a los que le preguntaban, las palabras que debían pronunciar para rezar, para dirigirse al Padre. Esas palabras se encuentran en las dos versiones evangélicas: el texto del Evangelio de hoy se diferencia ligeramente de aquel a que estamos acostumbrados en nuestra oración cotidiana; en efecto, nosotros recordamos el Padre Nuestro según la versión de San Mateo.

Cristo, pues, enseñó las palabras de la oración; las palabras más perfectas, las palabras más completas; en ellas se encierra todo.

Sin embargo, la respuesta de Cristo no se limita exclusivamente al texto, a las palabras que debemos pronunciar cuando rezamos. Se trata de un problema mucho más urgente y podría decirse que mucho más complejo.

¿Que quiere decir rezar? Rezar significa sentir la propia insuficiencia, sentir la propia insuficiencia a través de las diversas necesidades que se presentan al hombre, las necesidades que constantemente forman parte de su vida. Como, por ejemplo, la necesidad del pan a que se refiere Cristo, poniendo como ejemplo al hombre que despierta a su amigo a medianoche para pedirle pan. Tales necesidades son numerosas. La necesidad de pan es, en cierto sentido, el símbolo de todas las necesidades materíales, de las necesidades del cuerpo humano, de las necesidades de esta existencia que nace del hecho de que el hombre es el cuerpo. Pero la escala de estas necesidades es más amplia.

A la respuesta de Cristo, en la liturgia de hoy, pertenece también ese maravilloso pasaje del Génesis, cuyo personaje principal es Abraham. Y el principal problema es el de Sodoma y Gomorra; o también, en otras palabras, el del bien y del mal, del pecado y de la culpa; es decir, el problema de la justicia y de la misericordia. Espléndido es ese coloquio entre Abraham y Dios, en que se demuestra que rezar quiere decir moverse continuamente en la órbita de la justicia y de la misericordia, es un introducirse entre una y otra en Dios mismo.

Rezar, por tanto, quiere decir ser conscientes; ser conscientes, hasta el fondo, de todas las necesidades del hombre, de toda la verdad sobre el hombre y, en nombre de esa verdad, cuyo sujeto directo soy yo mismo, pero también mi prójimo, todos los hombres, la humanidad entera..., en nombre de esa verdad, dirigirse a Dios como al Padre.

Ahora bien, según la respuesta de Cristo a la pregunta "enséñanos a orar", todo se reduce a este singular concepto: aprender a rezar quiere decir "aprender quién es el Padre". Si nosotros aprendemos, en el sentido pleno de la palabra, en su plena dimensión, la realidad "Padre", hemos aprendido todo. Aprender quién es el Padre quiere decir aprender la respuesta a la pregunta sobre cómo se debe rezar, porque rezar quiere decir también encontrar la respuesta a una serie de preguntas ligadas, por ejemplo, al hecho de que yo rezo y en algunos casos no soy escuchado.

Cristo da respuestas indirectas a estas preguntas también en el Evangelio de hoy. Las da en todo el Evangelio y en toda la experiencia cristiana. Aprender quién es el Padre quiere decir aprender lo que es 'la confianza absoluta. Aprender quién es el Padre quiere decir adquirir la certeza de que El no podrá absolutamente rechazar nada. Todo esto se dice en el Evangelio de hoy. El no te rechaza ni siquiera cuando todo, material y sicológicamente, parece indicar el rechazo. El no te rechaza jamás.

Por tanto, aprender a rezar quiere decir "conocer al Padre" de ese modo; aprender a estar seguros de que el Padre no te rechaza jamás nada, sino que, por el contrario, da el Espíritu Santo a quienes lo piden.

Los dones que pedimos son diversos como lo son nuestras necesidades. Pedimos según nuestras exigencias y no puede ser de otro modo. Cristo confirma esa nuestra actitud; sí, así es; debéis pedir según vuestras exigencias, tal como las sentís. Como estas necesidades os sacuden, a veces dolorosamente, así debéis rezar. Cuando, en cambio, se trata de la respuesta a cada pregunta vuestra, tal respuesta se da siempre a través de un don sustancial: el Padre nos da al Espíritu Santo. Y lo da en consideración de su Hijo. Por esto ha dado a su Hijo, ha dado a su Hijo por los pecados del mundo, ha dado a su Hijo saliendo al encuentro de todas las necesidades del mundo, de todas las necesidades del hombre, para poder siempre, en este Hijo crucificado y resucitado dar al Espíritu Santo. Este es su don.

Aprender a rezar quiere decir aprender quién es el Padre y adquirir una confianza absoluta en Aquel que nos ofrece este don cada vez más grande y ofreciéndonoslo, jamás nos engaña. Y si a veces o incluso frecuentemente no recibimos directamente lo que pedimos, en este don tan grande —cuando se nos ofrece— se hallan encerrados todos los otros dones; aunque no siempre nos demos cuenta de ello.

El ejemplo que más me ha impresionado es el de un hombre que encontré en un hospital. Estaba gravemente enfermo a consecuencia de las lesiones sufridas durante la insurrección de Varsovia. En aquel hospital me habló de su extraordinaria felicidad. Este hombre llegó a la felicidad por cualquier otro camino, ya que juzgando visiblemente su estado físico desde el punto de vista médico, no había motivos para ser tan feliz, sentirse tan bien y considerarse escuchado por Dios. Y sin embargo había sido escuchado en otra dimensión de su humanidad. Recordó el don en que encontró su felicidad, aun siendo tan infeliz.

La liturgia de hoy que celebramos en estos jardines vaticanos de Castelgandolfo ofrece quizá una ocasión muy particular para unirnos en el espíritu con todos los presentes aquí y con cuantos lo están a través de vosotros.

Si. es verdad que por el mundo pasa la revolución, la que habéis cantado al comienzo de vuestro encuentro, entonces esa revolución es la más necesaria para el hombre. El hombre, defraudado de tantos programas, de tantas ideologías ligadas a la dimensión del cuerpo, a la temporalidad, al orden de la materia, se somete a la acción del espíritu y descubre en sí el deseo de lo que es espiritual. Creo que, realmente, hoy pasa una revolución así por el mundo. Son muchas las comunidades que rezan, rezan quizá como nunca se rezó antes, de modo diverso, más completo, más rico, con una más amplia apertura a ese don que nos da el Padre; y también con una nueva expresión humana de esa apertura. Diría que con un nuevo programa cultural de la oración nueva. Tales comunidades son numerosas. Deseo unirme con ellas por dondequiera se encuentren; sobre la tierra polaca, y en toda la tierra.

Esta gran revolución de la oración es el fruto del don y es también el testimonio de las inmensas necesidades del hombre moderno y de las amenazas que pesan sobre él y sobre el mundo contemporáneo. Creo que la oración de Abraham y su contenido es muy actual en los tiempos en que vivimos. Es tan necesaria una oración así, para tratar con Dios por cada hombre justo; para rescatar al mundo de la injusticia. Es indispensable una oración que se introduzca, diríamos, en el corazón de Dios entre lo que en El es la justicia y lo que en El es la misericordia.

Es necesaria una oración así: una gran súplica por los hombres, por las comunidades, por los pueblos, por toda la humanidad. La oración de Abraham.

Así, la respuesta de Cristo a la pregunta "enséñanos a orar" es siempre actual; debemos descifrarla en su contenido original como está registrada en el Evangelio; y debemos descifrarla también según los signos de los tiempos en que vivimos.

El fruto de tal escucha a la respuesta de Cristo, de una lectura tal, será precisamente la oración, cada oración que rezamos, cada oración que celebramos, incluso ésta que rezamos y celebramos ahora: la oración más grande de todas las oraciones, en la que Cristo mismo ruega con nosotros y a través de nosotros; en la cual "su Espíritu ruega con gemidos inenarrables" (Rom 8, 26), con nosotros y a través de nosotros que estamos celebrando la Eucaristía. Amén.

 


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