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SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Castelgandolfo
Domingo 15 de agosto de 1982

 

1. «Tu trono subsistirá por siempre jamás, / cetro de equidad es el cetro de tu reino... / Toda radiante de gloria entra la hija del rey; / su vestido está tejido de oro» (cfr. Sal 44, [451, 7. 14).

La liturgia de la Iglesia recurre hoy a las palabras del Salmo para presentar incluso, con imágenes humanas un gran misterio de la fe.

Es el misterio de la Asunción de la Santísima Madre de Dios, la Virgen María.

Sin embargo, aún más que las analogías que se sacan del Salmo 44, son elocuentes sus mismas palabras. María se presenta en el umbral de la casa de Isabel, su pariente, y —cuando ésta la saluda como «la madre del Señor»— pronuncia las palabras del Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador ... Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo» (Lc 1, 46-47. 49).

2. Cuando María pronunció estas palabras, se había realizado ya en Ella, mediante «la anunciación del Ángel», el misterio de la Encarnación. El Hijo de Dios, el Verbo Eterno, se había hecho hombre en su seno por obra del Espíritu Santo.

Al dirigirse «a la montaña» para visitar a Isabel, María era ya la Madre del Hijo de Dios: llevaba en sí el más grande misterio de la historia del hombre.

De lo profundo de este misterio nacen las palabras del himno del Magníficat. De lo profundo de este misterio María alaba al Omnipotente porque «ha hecho cosas grandes» por Ella (Lc 1, 49).

Y no sólo por Ella. Por toda la humanidad: por todos los hombres y por cada uno de los hombres Dios ha hecho «grandes cosas» haciéndose hombre. Pero Ella, la Virgen de Nazaret, ha sido objeto de una elevación especial, de una dignidad particular. Pues ha llegado a ser la Madre del Dios-Hombre.

Hoy, en el día de la Asunción, la liturgia de la Iglesia pone en los labios de María sus mismas palabras: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí».

Entre la Visitación y la Asunción hay continuidad. Aquélla que ha sido elegida eternamente para ser Madre del Verbo Encarnado; Aquélla en la que Dios mismo ha habitado en la persona del Hijo, comienza a morar de modo particular en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

He aquí el misterio que meditamos con veneración hoy: el misterio de la Asunción.

3. Aquélla en la que Dios mismo tomó morada en la Persona del Hijo, fue concebida inmaculada: está libre de la herencia del pecado original.

De este modo fue también preservada de la ley de la muerte, que entró en la historia del hombre junto con el pecado.

Escribe San Pablo (y estas palabras las leemos en la liturgia de hoy): «Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida, pero cada uno en su puesto» (1 Cor 15, 21-23).

Libre —por obra de Cristo— del pecado original, redimida de modo particular y excepcional, María fue incluida en su resurrección también de modo particular y excepcional. La resurrección de Cristo venció en Ella la ley del pecado y de la muerte ya mediante la Inmaculada Concepción. Ya entonces se realizó en ella la victoria sobre el pecado y sobre la ley de la muerte, pena del pecado; y hoy se revela en toda la plenitud.

Era necesario que Ella, que era Madre del Resucitado, participase la primera entre los hombres en el pleno poder de su resurrección.

Era necesario que Ella, en la que habitó el Hijo de Dios como autor de la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, también la primera habitase en Dios, libre del pecado y de la corrupción del sepulcro:

— del pecado, mediante la Inmaculada Concepción;

— de la corrupción del sepulcro, mediante la Asunción.

Creemos que «la Virgen Inmaculada, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste» (Pío XII, Constitución Apostólica Munificentissimus Deus, 1 noviembre de 1950).

4. Contemplamos hoy de modo particular a la Madre de Dios. Fijamos la mirada en su definitiva morada en Dios. En su gloria.

Ella es aquel «signo» grandioso que, según las palabras de San Juan en el Apocalipsis, apareció en el cielo (cfr. Ap 12, 1).

Este signo está al mismo tiempo unido estrechamente con la tierra. Es, ante todo, el signo de la lucha «con el dragón» (cfr. Ap 12, 4), y en esta lucha releemos toda la historia de la Iglesia en la tierra: la lucha contra satanás, la lucha contra las fuerzas de las tinieblas, que no cesan de lanzar sus ataques al Reino de Dios.

Este es, al mismo tiempo, el signo de la victoria definitiva; en el misterio de su Asunción, María es el signo de esa victoria definitiva, de la que habla el autor del Apocalipsis: «Ya llega la victoria, el poder y el reino de nuestro Dios, y el mando de su Mesías» (Ap 12, 10).

5. La solemnidad de hoy es una gran fiesta de la fe. Se debe aguzar la mirada de la fe, para que el misterio de la Asunción pueda actuar libremente en nuestra mente y en nuestro corazón:

a fin de que se haga también para nosotros el signo de la victoria definitiva, la cual está precedida del trabajo y de la lucha respecto a las fuerzas de las tinieblas.

Se debe aguzar la mirada de la fe para vislumbrar a través de las fatigas y los sufrimientos de esta vida temporal la dimensión definitiva de la eternidad: 

a semejanza de la Madre de Cristo debemos también nosotros habitar «en Dios», mediante la unión eterna con El.

¡Cuánto debemos esforzarnos mientras vivimos aquí en la tierra a fin de que Dios habite «en nosotros»! En María, en la cual tomó morada mediante el misterio de la Encarnación como Hijo en el seno de la Madre, El moró antes que nada mediante la gracia.

Y también en nosotros quiere habitar mediante la gracia: «Dios te salve, María, llena eres de gracia ... ».

Que la solemnidad de hoy reavive en nosotros el ardiente deseo de vivir en gracia, de perseverar en la gracia de Dios.

«Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna ... ». Si, a semejanza de María, debemos habitar eternamente en Dios, es necesario que aquí en la tierra Dios encuentre su habitación en nuestra alma.

Amén.



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