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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO
 

MISA EN EL 450 ANIVERSARIO DE LA EVANGELIZACIÓN DE ECUADOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Miércoles, 30 de enero de 1985

 

Señor Cardenal,
hermanos en el Episcopado,
autoridades,
queridos hermanos y hermanas:

«Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ez. 36, 28).

1. Con esta palabras tomadas de la primera lectura de la liturgia de hoy, deseo conmemorar este día importante en la historia de la evangelización del Ecuador. Como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia desde la Sede de San Pedro, me produce gran alegría encontrarme aquí con todos vosotros. Vamos a celebrar la Eucaristía, centro de la vida litúrgica de la Iglesia, que generación tras generación ha alimentado la fe, la esperanza y el amor de este pueblo, congregado como comunidad eclesial en torno al primer obispado del Ecuador, precisamente el de Quito. Aquí los primeros misioneros celebraron por vez primera el Santo Sacrificio, en el lugar donde hoy se ubica la histórica capilla de Cantuña.

En esta sede episcopal de Quito, junto con vuestro Pastor, el Señor Cardenal-Arzobispo, con mis hermanos Obispos, con los sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos de los diversos movimientos eclesiales y con todo el pueblo católico del Ecuador, elevo mí acción de gracias al Dios uno y trino por los abundantes frutos de estos 450 años de evangelización, que se iniciara en estos territorios pocas décadas después de la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo.

2. En el nombre de la Santísima Trinidad, Cristo resucitado, al momento de volver al Padre y tras haber consumado su misión mesiánica en el mundo, envió a sus Apóstoles diciendo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Matth. 28, 18-19). Y añadió: «Enseñadles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Ibíd. 28, 20).

Los Apóstoles de Cristo, y luego sus sucesores, han cumplido el mandato del Señor resucitado y han continuado, generación tras generación, haciendo discípulos en todos los pueblos. Como el grano de trigo que se deposita en la tierra y germina, así la semilla del Evangelio fue sembrada en el alma fecunda de pueblos nuevos que, siempre más numerosos, recibieron el bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad. Ellos, aceptando a Cristo como Señor y Salvador, entraron en la familia de los hijos de Dios, la Iglesia.

3. De este modo, también en los nuevos pueblos del continente americano nacidos a la fe, ha venido a cumplirse la profecía de Ezequiel que hemos escuchado en la primera lectura: «Os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras manchas y de todos vuestros ídolos os purificaré» (Εz. 36, 24-25).

La promesa del Señor se ha cumplido, y he aquí que los pueblos del Nuevo Mundo surgen como un pueblo nuevo: el Pueblo de Dios: «Habitaréis la tierra que yo di a vuestros padres. Vosotros seréis mí pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ibíd. 36, 28).

4. Lo que el Profeta Ezequiel había anunciado teniendo ante los ojos el Israel de la Antigua Alianza, se ha realizado en la Nueva Alianza; a los 15 siglos de la venida de Cristo, su mensaje de salvación se ha hecho vida entre vosotros, empezando por vuestros antepasados.

En efecto, en 1534 se funda la ciudad indohispana de San Francisco de Quito con finalidades de evangelización, según las actas. Diez años más tarde, aquella comunidad es constituida en obispado. Las «doctrinas», anticipos de futuras parroquias, se multiplican en manos de religiosos franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios. Y a los veinte años, de esa comunidad eclesial constituida en obispado nace políticamente la Real Audiencia de Quito, el 29 de agosto de 1563.

Incorporados ala tarea los religiosos de la Compañía de Jesús, la obra eclesial florece en una red de escuelas y liceos; en L. universidad dominicana de San Fulgencio y la jesuítica de San Gregorio; en el arte de la «escuela quiteña»; en la santidad de Mariana de Jesús; en la obra misionera en zonas amazónicas, donde mensajeros del Evangelio dan testimonio de Cristo con el martirio. En el Ecuador republicano, obispos, sacerdotes diocesanos, religiosos, religiosas y eminentes seglares comprometidos extienden y reafirman, desde comienzas del siglo XIX hasta el presente, la fisonomía cristiana y cultural de vuestra nación.

5. Después de estos 450 años de evangelización, y a la vista de los sazonados frutos que la Palabra de Dios y la acción del Espíritu han hecho madurar en vuestra querida patria, como Sucesor de San Pedro me llena el alma de gozo poder repetir aquí, en San Francisco de Quito, las palabras del Príncipe de los Apóstoles que hemos oído en la segunda lectura: «Vosotros sois una raza elegida, un reino de sacerdotes, una nación consagrada, un pueblo que Dios eligió para que fuera suyo y proclamara sus maravillas. Vosotros estabais antes en las tinieblas y os llamó Dios a su luz admirable . . . sois Pueblo de Dios . . . habéis conocido su misericordia» (1 Petr. 2, 9-10).

Una nación consagrada. Sí. Esta nación, hace ahora algo más de un siglo, se consagró como pueblo al Sagrado Corazón de Jesús. Todavía resuena en tantos espíritus el eco de aquellas palabras, con las que el pueblo ecuatoriano hizo su acto de consagración: «Este es, Señor, vuestro pueblo. Siempre os reconocerá por su Dios. No volverá sus ojos a otra estrella que a esa de amor y misericordia que brilla en medio de vuestro pecho, santuario de la divinidad, arca de vuestro Corazón».

Aquella solemne profesión de fe popular honra a esta nación que cuenta entre sus hijos ejemplos preclaros de santidad, como Santa Mariana de Jesús, el Santo Hermano Miguel, la Madre Mercedes de Jesús Molina, a quien me cabrá la dicha de proclamar Beata pasado mañana en Guayaquil. Ellos son el fruto escogido de la evangelización del Ecuador. Ellos alientan y sirven de modelo a tantos hijos e hijas de la Iglesia, que quieren hacer hoy de sus vidas un fiel seguimiento de Cristo, una consciente consagración a El y a los hombres por El.

Queridos hermanos y hermanas: Acoged como prenda de fidelidad la misericordia de Dios Padre, en la que habéis sido llamados a participar de la vida divina en Cristo, y habéis sido hechos templos de su Espíritu. Sois el pueblo anunciado por el Profeta Ezequiel que camina hacia el Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo (Cf.. Lumen Gentium, 4). Sois parte de la Iglesia, Cuerpo místico de Jesucristo, Redentor del mundo.

6. En este día feliz, en que elevamos nuestra acción de gracias a Dios por los 450 años de evangelización, deseo abrazar en mí corazón y en la plegaría a toda la Iglesia que camina hacia el Padre en Quito; a toda la Iglesia en Ecuador. A las Iglesias que durante este tiempo os han ayudado con personal y recursos.

Esta Eucaristía que celebramos en la capital de la nación, reúne en torno al altar a fieles procedentes de todos los rincones del país. Como los granos de trigo se juntan para formar el pan eucarístico, así los ecuatorianos se reúnen aquí con sus Pastores en torno al Papa, para ser confirmados en la fe, para avivar su esperanza, para testimoniar con amor su propósito de fidelidad a Cristo.

Desde la hoya amazónica hasta la costa; de las ciudades y de los campos; de los Andes y de la llanura, los hijos de este país, situado en la mitad del mundo, se juntan hoy para elevar a Dios un himno de acción de gracias por el don de la fe.

Dado que a todos he venido a visitar, aunque no pueda ir a todos los lugares, desde este altar, que es símbolo de común unidad de fe, a todos presento mi saludo de paz, de amor, de comunión en Cristo, que nos llamó «de las tinieblas a su luz admirable» (1 Petr. 2, 9).

A los Pastores y fieles de las provincias eclesiásticas de Quito, de Cuenca y Guayaquil, con sus respectivas diócesis sufragáneas; a los de la prelatura de los Ríos, de las prefecturas y vicariatos apostólicos; a los del continente y de las islas del Pacífico; a las poblaciones indígenas y al resto de los habitantes; a niños, jóvenes, adultos y ancianos.

En efecto, cada encuentro con un grupo o sector del Pueblo de Dios en cualquiera de las ciudades incluidas en el programa de la visita, quisiera que fuera un gesto simbólico que llegara a los mismos grupos o sectores del pueblo fiel de toda la nación.

7. En el Salmo responsorial hemos cantado: «El Señor es mí Pastor, nada me falta» (Ps. 22 (23), 1).

Desde el principio de los tiempos, aun antes de que aquí llegara la luz del Evangelio, la bondad paterna de Dios adornó con bellezas sin número las tierras del antiguo Reino de Quito. Todo lo puso Dios para que sirviera al hombre: las verdes praderas y las fuentes tranquilas, de las que nos habla el Salmo. El Creador mostró con ello todo su amor hacía la creatura hecha a su imagen y semejanza. Pero sólo con la Encarnación del Verbo se manifiesta en toda su profundidad el amor de Dios hacia el hombre. Cristo viene para ser el Pastor que cuida amorosamente del rebaño. El es el Buen Pastor, que está dispuesto incluso a «dar la vida por sus ovejas» (Io. 10, 11).

¡Con cuánta alegría proclama la liturgia de hoy esta verdad del Evangelio! «El Señor es mi pastor». «El me guía por el sendero justo». «Aunque camine por cañadas oscuras nada temo, porque tú vas conmigo». ¡El es el Buen Pastor, Jesucristo! El, que es el camino, que es la luz, es quien «repara mis fuerzas», el que «prepara una mesa ante mí»: el banquete eucarístico, la mesa de la Palabra que revela los misterios de Dios y la mesa de su Cuerpo y de su Sangre, que alimentan para la vida eterna.

El hace realidad la promesa bíblica: «Me unges la cabeza con óleo», de la que nos habla el Salmo responsorial. En este óleo, en este perfume, se simboliza la gracia que irrumpe de lo alto, la fuerza del Espíritu que perfuma, que fortalece con su unción.

Cristo es el ungido de Dios, el Buen Pastor que continúa santificando mediante los sacramentos de la Iglesia. El está en la gracia de la unción de quien recibe el Bautismo, para entrar a formar parte del único rebaño de Cristo; está en la unción del sacramento de la madurez cristiana, la Confirmación; está en la unción sacerdotal de quien es consagrado para predicar, ofrecer el Sacrificio de la Eucaristía y perdonar los pecados en la Penitencia; está en la gracia que reciben los esposos que se unen en el Matrimonio; está en la unción del enfermo que se prepara para el viaje del encuentro con Dios.

Justamente el Salmista exclama lleno de gozo: «Mi cáliz rebosa». He aquí simbolizada la comunión incesante de la Nueva y Eterna Alianza, en la que toman parte quienes confiesan su fe en Cristo crucificado, resucitado y exaltado a la derecha del Padre.

8. ¡Pueblo de Dios que habitas en estas tierras del Ecuador! Mi gozo desborda también hoy porque el Señor es tu Pastor, porque participas en el Sacrificio de la Nueva Alianza, porque confiesas a Cristo muerto y resucitado como a tu Dios y Señor.

Mí cáliz rebosa en acción de gracias, porque se cumple la profecía de Ezequiel: «Vosotros seréis mí pueblo y yo seré vuestro Dios» (Ex. 36, 28). Un pueblo nuevo nacido del agua y del Espíritu Santo, que acepta la ley de Dios en su corazón como norma de vida: «Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ibid. 36, 26-27).

A cuatro siglos y medio de distancia tras haber recibido el Evangelio, te pregunto: Pueblo de Dios en Ecuador, que has recibido el Espíritu Santísimo, la herencia del primer Pentecostés: ¿Es tu corazón fiel al Señor? ¿Observas los mandamientos del Dios de la Alianza, del Dios del Evangelio? ¿Te mantienes en aquella «novedad de vida» que proviene del Señor?

9. Las generaciones han ido pasando sobre esta tierra. Una generación ha transmitido ala otra la luz de Cristo, que durante cuatro siglos y medio ha iluminado el caminar del Pueblo de Dios del Ecuador.

En su alma llevaban el signo indeleble del bautismo; en su corazón, la esperanza ardiente en la resurrección futura y en la vida eterna. De nuevo decimos con el Salmista: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término» (Ps. 22 (23), 6).

En nuestra acción de gracias de esta mañana, evocamos el recuerdo de quienes nos precedieron en la fe y ahora habitan en la casa del Señor por años sin término. De ellos habéis recibido como herencia esta hermosa nación, la cultura, el tesoro inestimable de la fe, la herencia del espíritu.

Sabemos que nos aguardan dificultades y desafíos. Pero, ¡caminamos con valor hacía el futuro! Cristo, el Buen Pastor, es el Príncipe del siglo futuro. El es el camino, la verdad y la vida. Mantengamos la unión con El y entre nosotros. Y, ¡sigámosle! Ayudados por María, seamos perseverantes en quedarnos con El. Así sea.

* * *

Oración del Papa al  final de la misa:

Este es, Señor, vuestro pueblo.
Siempre, Jesús, os reconocerá por su Dios.
No volverá sus ojos a otra estrella,
que a esa de amor y misericordia
que brilla en medio de vuestro pecho.

Sea, pues, Dios nuestro, sea vuestro Corazón
el faro luminoso de nuestra fe,
el áncora segura de nuestra esperanza,
el emblema de nuestras banderas,
el escudo impenetrable de nuestra flaqueza,
la aurora hermosa de una paz imperturbable,
el vínculo estrecho de una concordia santa,
la nube que fecunde nuestros campos,
el sol que alumbre nuestros horizontes,
la vena, en fin, riquísima
de la prosperidad y abundancia que necesitamos.

Y, pues, nos consagramos y entregamos sin reserva
a vuestro Divino Corazón,
multiplicad sin fin los años de nuestra paz.
Desterrad de los confines de la patria
la impiedad y corrupción, la calamidad y la miseria.
Dicte nuestras leyes vuestro Evangelio;
gobierne nuestros tribunales vuestra justicia;
sostengan y dirijan a nuestros gobernantes
vuestra clemencia y fortaleza;
perfeccionen a nuestros sacerdotes
vuestra sabiduría, santidad y celo;
convierta a todos los hijos del Ecuador vuestra gracia
y corónelos en la eternidad vuestra gloría;
para que todos los pueblos y naciones de la tierra,
contemplando la verdadera dicha y ventura del nuestro,
se acojan a su vez a vuestro amante Corazón
y disfruten de la paz que ofrece al mundo
esa fuente pura y símbolo perfecto
de amor y caridad. Amén. 



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