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VIAJE APOSTÓLICO A VENEZUELA,
ECUADOR, PERÚ, TRINIDAD Y TOBAGO
 

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES EN EL ESTADIO OLÍMPICO «ATAHUALPA»

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Quito, miércoles 30 de enero de 1985

 

Queridos jóvenes:

1. No puedo ocultar mí alegría al encontrarme con vosotros en este estadio olímpico Atahualpa. Os saludo afectuosamente y agradezco la calurosa acogida que brindáis a quien viene a vosotros como amigo y como Sucesor de San Pedro. El entusiasmo y el intenso vibrar de vuestras voces juveniles despiertan en mí espíritu sentimientos de esperanza. Con vosotros la Iglesia, el Ecuador y el mundo sienten renovar sus energías.

Los majestuosos Andes, cuyos picos nevados nos invitan a glorificar al Creador, nos ofrecen un marco natural incomparable para esta celebración.

2. Acabamos de escuchar la Palabra de Dios. En el pasaje del Evangelio apenas leído, un joven hace a Jesús la gran pregunta del ser humano: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Luc. 18, 18).

Es el gran interrogante de cualquier edad, pero en modo particular el de quien se abre a la vida: el vuestro, queridos jóvenes: ¿Cómo alcanzar la felicidad? La respuesta de Jesús no deja lugar a dudas: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya conoces los mandamientos. No cometas adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre» (Luc. 18, 19 s.).

De una manera esquemática, Jesús ha contestado: El camino hacía la vida eterna es el de los mandamientos. El del amor prioritario a Dios, el único bueno en plenitud. El del respeto de las exigencias fundamentales de la moral humana y cristiana.

La respuesta del Maestro está llena de amor hacia el joven que le dice: «Todo eso lo he guardado desde mí juventud» (Ibid. 18, 21). Ante ello, nota el Evangelista Marcos, «Jesús, fijando en él su mirada le amó» (Marc. 10, 21). Era una mirada que llamaba a la intimidad del joven con Cristo; que pedía dar sentido a sus ansías e inquietudes; que esperaba una correspondencia generosa.

Sin embargo, cuando la voz amiga de Jesús se hace exigencia: «Aún te falta una cosa. Todo cuanto tienes, véndelo y repártelo entre los pobres; luego ven y sígueme» (Luc. 18, 22), el joven no responde al amor; y se va triste, porque era muy rico (Cf.. ibid. 18, 23).

¡Cómo nos impresiona a vosotros y a mí, esa opción del joven por la riqueza y no por Cristo! Esa opción con la que se encierra en su egoísmo, en vez de abrir su espíritu y sus bienes a los demás. Es el drama de tantas personas hoy, que en vez de sentirse «movilizados por la gran tarea de promoción de una mayor justicia: la construcción de una sociedad cada vez más justa y consiguientemente, más humana (Discurso durante la visita a la «Favela dos Alagados» de Salvador de Bahía, n. 1, 7 de julio de 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980) 167) se ciegan espiritualmente con su riqueza y se excluyen del reino de Dios (Discurso durante la visita a la «Favela Vidigal» de Río de Janeiro, n. 3. 4, 2 de julio de 1980: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980) 25 ss. ).

La subordinación de la riqueza a la causa del reino, está en la base del mensaje de Cristo de las bienaventuranzas. Está también en la base de la opción preferencial en favor de los pobres hecha por la Iglesia.

¿Qué os dice a vosotros? ¿Qué significa para vosotros, jóvenes ecuatorianos, esa opción? ¿Queréis también alejaros tristes de Cristo, para quedaros en un egoísmo estéril de riqueza o de corazón insensible? ¿O queréis amar al hombre hermano, entregándole - aunque os cueste sacrificio - vuestra solidaridad, trabajo y ayuda, para que sea más hombre, más libre, más abierto a Dios, más culto y fraterno? Cristo espera de vosotros esa prueba de amor al hombre, porque El lo quiere cada vez más digno en su dimensión humana y espiritual, en su sed de justicia y de gracia redentora, en su ansia de liberación del pecado y de las opresiones que amenazan su dignidad. Vuestra opción por Cristo, incluirá vuestra opción por la elevación del hombre, imagen de Dios.

3. La opciόn por Cristo y por el hombre, visto a la luz de El, ha tenido valientes y esforzados seguidores entre la juventud ecuatoriana. En las breñas del cercano y majestuoso Pichincha, un joven héroe, Abdón Calderón, entregó su vida y conquistó para su pueblo el gran don de la libertad. En estos mismos lares, Mariana de Jesús, una joven santa, ofreció ejemplarmente su vida en plena juventud. El Santo Hermano Miguel, recientemente elevado a la gloria de los altares, entregó sin reservas su vida desde muy joven, para llevar a los niños a Cristo. Mercedes de Jesús Molina, a quien proclamaré Beata de la Iglesia, se dedicó también a las jóvenes pobres y abandonadas. Y así millares y millares de jóvenes, en el Ecuador y en el mundo, no dudaron en entregar su vida, permaneciendo muchas veces en el silencio y el anonimato, por amor a Cristo.

El Papa quisiera encontrar en vosotros, jóvenes ecuatorianos, nuevas almas nobles y generosas de las que hoy nos habla San Juan en su primera Carta, cuando dice: «Jóvenes, os he escrito porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros y habéis vencido al maligno» (Io. 2, 14).

Sé que para preparares a la llegada del Papa, algunos de vosotros habéis tenido el I Encuentro nacional de pastoral juvenil. El tema escogido es muy elocuente y de gran alcance: «Cristo en el joven para una nueva sociedad». Voy a referirme brevemente a los puntos de vuestro estudio.

4. No ha escapado a vuestra reflexión el análisis de la realidad de vuestro país y el puesto que debe desempeñar la juventud en la sociedad ecuatoriana. Un joven no puede ni debe cerrar los ojos a la problemática del mundo que lo rodea. Cristo le enseña a mirar al mundo con visión crítica, para actuar de manera consecuente. No para amar o quedarse en las cosas terrenas, en las cosas del mundo (Cfr. 1 Io. 2, 15); sino para elevarse por encima de ellas, porque «quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (Ibid. 2, 17).

A este respecto recordamos las palabras del «Documento de Puebla», cuando al señalar los rostros concretos en los que debemos reconocer los rasgos de Cristo que sufre, señala los de ciertos «jóvenes desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad; frustrados, sobre todo en zonas rurales y urbanas marginales, por falta de oportunidades de capacitación y ocupación» (Puebla, 33).

Durante vuestro encuentro, y en otras jornadas de reflexión, habéis visto que la juventud ecuatoriana no puede convertirse en víctima de la droga, del alcoholismo, del sexo, de la violencia, del alejamiento sistemático de Dios, de un sistema educativo que oficialmente no tiene en cuenta la religión. Habéis constatado también que el joven de hoy vive en un mundo conflictivo y lleno de problemas, como el poder, la competencia, el consumismo. Por eso queréis permanecer justamente críticos ante la carrera armamentista, el racismo, los atropellos de los derechos humanos y de la dignidad del hombre. Por eso sentís como en carne propia los graves problemas de vuestros hermanos marginados, especialmente los indígenas y montubios. Y sufrís, junto a vuestros padres, hermanos y compañeros, los efectos de una precaria situación económica.

Ahí tenéis que demostrar el verdadero amor al mundo; vuestro amor, jóvenes, que queréis vencer al maligno (Cfr. 1 Io. 2, 14).

5. Ante tantos y tan graves problemas, alguno podría sentirse tentado por la fácil solución de la huida, el indiferentismo o el desaliento. Pero el joven cristiano no cae, no puede caer en la desesperanza.

El Apóstol San Juan os repite: «Jóvenes, os he escrito porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros» (Ibid.).

Sabed que en vuestra lucha contra el mal y el desaliento no estáis solos. En medio de vosotros está Cristo y Cristo resucitado. El mismo que se convirtió en el ejemplo definitivo de todo joven al crecer en su hogar de Nazaret «en edad, en gracia y en sabiduría delante de Dios y de los hombres» (Luc. 2, 52).

Por esta razón me consuela comprobar que vosotros estáis decididos a no seguir caminos torcidos de ideologías y sistemas contrarios a la fe en Cristo. En vuestras pautas de reflexión es visible ese entusiasmo propio de la juventud, para conocer mejor al Señor, para descubrirlo en las frescas páginas del Evangelio, para seguirle con generosidad, hasta llegar a una entrega total por el reino.

Sí, hasta una entrega total a El. Vosotros, en efecto, sabéis bien que la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas de que nos habla San Juan (Cfr. 1 Io. 2, 16), «no viene del Padre» (Ibid.), no pueden llenar vuestra sed de amor «genuino». Cristo os enseña el verdadero amor, abriéndoos la dimensión de la eternidad. El os muestra el misterio de la vocación cristiana. Esa que se abre incluso a la entrega total a El en el sacerdocio o en la vida consagrada a Dios y a los hermanos. ¿Por qué no tú, joven ecuatoriano?

Y si tu llamada es a la vida familiar, al matrimonio, no dejes de aprender de Cristo el amor que no se queda en insatisfactorios sucedáneos del amor: el placer, el sexo, el poder, la riqueza. Aprende de Cristo el amor superior, el amor sacrificado que sabe dar, el amor hermoso. El que nos muestra María, la Madre del Amor Hermoso, la «Mater Pulchrae Dilections».

Si sabéis acoger ese amor en vuestra vida, habréis acogido de verdad la palabra de San Juan: «Os he escrito, jóvenes, porque sois fuertes y la Palabra de Dios permanece en vosotros» (1 Io. 2, 14).

6. De entre los temas de vuestro «Encuentro nacional de pastoral juvenil», quiero subrayar el de «El joven en la Iglesia de hoy».

Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II, habéis visto que la Iglesia somos todos los bautizados, que la Iglesia confía en los jóvenes, los cuales son para ella esperanza de futuro fecundo y promesa de renovación.

Sí, como proclamó el Concilio Vaticano II, os repito con gozo, jóvenes, que el Papa y la Iglesia os miran con confianza y con amor: la Iglesia «posee lo que hace la fuerza y el encanto de la juventud: la facultad de alegrarse por lo que comienza, de darse sin recompensa, de renovarse y de partir hacia nuevas conquistas. Mirad y veréis en ella el rostro de Cristo, el verdadero héroe, humilde y sabio, el profeta de la verdad y del amor, el compañero y amigo de los jóvenes» (Mensaje a los jóvenes, n.6, 8 de diciembre de 1965).

7. Al pensar una vez más en el llamado de Cristo al joven del Evangelio: «Ven y sígueme» (Luc. 18, 22), vienen a mí mente las palabras de mí predecesor Juan XXIII: «La vida es la realización de un sueño de juventud. Que cada uno de los jóvenes tenga su sueño para convertirlo en maravillosa realidad».

A la luz de esas palabras, os pregunto: ¡Jóvenes ecuatorianos!

—¿Queréis comprometeros delante del Papa a ser miembros vivos de la Iglesia de Cristo?

— ¿Os comprometéis a entregar incluso vuestra vida por el bien de los demás, en especial por los más pobres?

— ¿Queréis luchar contra el pecado, llevando siempre el amor de Cristo en vuestro corazón?

— ¿Queréis emplear vuestro vigor juvenil en construir una nueva sociedad según la voluntad de Dios?

— ¿Queréis renunciar a la violencia, construyendo fraternidad y no odio?

— ¿Queréis ser sembradores permanentes de justicia, de verdad, de amor y de paz?

— ¿Queréis llevar a Cristo a los demás jóvenes?

- ¿Queréis ser fieles a Cristo, aunque otros no lo sean?

Habéis contestado que sí. Si sois fieles a ese programa, con el Apóstol San Juan os repito: «Vosotros habéis vencido al maligno» (1 Io. 2, 14). Por eso al daros su bendición, el Papa os dice con inmenso afecto: ¡Jóvenes ecuatorianos!, de la mano con Cristo y acompañados por María, ¡marchad siempre adelante!

 



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