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SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 
Iglesia de Santo Tomás de Villanueva, Castel Gandolfo
 Sábado 15 de agosto de 1987

 

1. «Dichosa tú que has creído» (Lc 1, 45).

En la solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, la liturgia nos conduce a la casa de Zacarías. En el umbral de esta casa hospitalaria, María oye de la boca de Isabel, su pariente, aquellas palabras que la iglesia ha añadido después al saludo del Arcángel Gabriel, al formar la oración del «Ave María»: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42).

Isabel saluda a María como «Madre de su Señor» (cf. Lc 1, 43) Y al final alaba a Dios por aquella fe que ha permitido a la Virgen de Nazaret acoger la palabra de la anunciación: una verdad humanamente inconcebible e inescrutable.

Dice, pues: «¡Dichosa tú que has creído!, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45).

2. En la solemnidad de Pentecostés hemos inaugurado el Año Mariano, durante el cual nos referimos de modo particular precisamente a estas palabras. Hacemos referencia a la fe de la Madre de Dios, así como lo ha hecho el Concilio Vaticano II.

Leemos justamente en la Constitución Lumen gentium: « ... avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida» (Lumen gentium, 58).

Acogiendo la palabra de la anunciación, pronunciando su «fiat» (= hágase en mí según tu palabra), María aceptaba también la participación en la cruz del Hijo del hombre.

La Encíclica Redemptoris Mater, ligada al Año Mariano, intenta poner de relieve todo este camino de fe, esta peregrinación en la fe, de la que nos hablan las enseñanzas del Concilio. En esta peregrinación, María «avanzaba del modo más perfecto y especial», llegando a ser para todo el pueblo de Dios, para toda la Iglesia «el modelo» como Virgen y como Madre.

Por este motivo el Año Mariano es una invitación y una exhortación, dirigida a toda la Iglesia, a cada comunidad y a cada cristiano, a acercarse a la Madre de Cristo, exactamente en esta peregrinación en la fe, para renovar —hacia el final del segundo milenio— esta fe, que en el corazón y en la vida de María ha llegado a ser el inicio del camino de la Iglesia a través de los siglos y los milenios.

Esta invitación y esta exhortación está, queridos hermanos y hermanas, también dirigida a vuestra parroquia de Castelgandolfo, donde nos encontramos con ocasión de la solemnidad de hoy.

3. Al visitar a Isabel, la Virgen de Nazaret responde al saludo de su pariente con las palabras del «Magnificat»: «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo» (Lc 1,49).

La fe de María se expresa en estas palabras —más aún, se expresa en todo el «Magnificat»—, pero en estas palabras de modo especial. Ellas, por tanto, deben ser estudiadas y meditadas por nosotros de una manera particular, si queremos penetrar en el misterio de la Madre de Dios. Si queremos seguir a María en el camino de su fe.

La fe, en efecto, no es sólo una convicción abstracta de Dios como Ser infinitamente perfecto, pero también infinitamente lejano. La fe es asimismo el convencimiento de que «el Poderoso ha hecho obras grandes». Y estas «obras grandes», sea en el orden de la creación, sea, aún más, en el orden de la redención, hablan de El como de la primera fuente del don. Esta fuente se llama «Amor». «Dios es amor» (1 Jn 4, 8).

Precisamente como amor —y por amor— «se hizo pobre … para que vosotros fueseis ricos» (2 Cor 8, 9). La Virgen de Nazaret tiene un profundo convencimiento de esta verdad y la expresa en el «Magnificat». Ella misma es la primera entre estos «pobres», a los que el Dios vivo, como don, se ha acercado con la mayor plenitud.

4. La liturgia de la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María nos presenta —con las palabras del Apocalipsis— una Mujer que lucha contra un Dragón. De esta manera, el último libro de la Sagrada Escritura hace referencia al primero: al libro del Génesis. María, que ha creído de la manera más radical en el Dios-Amor, se encuentra, en el curso de la historia del hombre y de la Iglesia, en cierto sentido, en el mismo centro de esta lucha contra el mal, una lucha que el príncipe de las tinieblas, «la antigua serpiente» (Ap 12, 9) (la del libro del Génesis) dirige contra Dios y contra todo el orden divino del amor, de la gracia, del don y de la santidad.

Participar en la fe de la Santísima Virgen quiere decir participar también en esta lucha: en sí mismos, en el ámbito de la propia vida y de las responsabilidades cotidianas.

En este combate, Ella obtiene la victoria mediante la fe. «Y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1 Jn 5, 4) como ha escrito San Juan. La solemnidad de hoy es la fiesta de la última victoria de aquella que Isabel ha llamado «dichosa tú que has creído».

5. «El Poderoso ha hecho obras grandes por mí»: estas palabras pronunciadas en la visitación obtienen la confirmación definitiva en el misterio de la Asunción de María al cielo. «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1, 48).

El Concilio se expresa con las siguientes palabras: «Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el decurso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal con el fin de que se asemejase de forma más plena a su Hijo, Señor de señores (cfr. Ap. 19,16) Y vencedor del pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59).

«Mientras la Iglesia ha alcanzado en la Santísima Virgen la perfección, ... los fieles luchan todavía por crecer en santidad, venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos» (Lumen gentium, 65).

María, modelo de virtudes; pero, sobre todo, modelo de fe. Al contemplarla hoy Asunta al Cielo, en el cumplimiento final de su itinerario de fe, nosotros le pedimos que nos preceda en nuestro camino de fe; que nos oriente; que nos sostenga. Levantamos nuestros ojos a Ella para pedirle que nos obtenga siempre el don de la fe, la fuerza de la fe, la alegría de la fe; que nos haga crecer en la santidad, venciendo enteramente el pecado.

Amén.



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