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VIAJE APOSTÓLICO A MÉXICO Y CURAÇAO

SANTA MISA Y ORDENACIONES SACERDOTALES
EN LA PLAZA DE LA SORIANA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Durango, México
Miércoles 9 de mayo de 1990

 

“Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos” (Jn 15, 13).

1. Estas palabras que Cristo en la Ultima Cena dirigió a sus Apóstoles recién elegidos para renovar entre los hombres el sacrificio eucarístico, me hacen sentir muy unido a vosotros, amadísimos ordenandos. Nuestra mirada de fe y nuestros corazones movidos por el amor quieren hacer propias estas palabras que el Señor, nuestro Maestro, pronunció cuando instituyó la eucaristía y el sacerdocio ministerial, la víspera de su sacrificio en la cruz.

En esta ordenación de sacerdotes, en la que estamos participando, vislumbro la emoción de todos los presentes. Confluyendo sobre cada uno de estos queridos candidatos al presbiterado adivino —cual insondables torrentes de gracia— las oraciones y los trabajos de tantos padres y madres, de tantos educadores, de tantas personas consagradas, de tantos enfermos, de tanta gente sencilla, de tantos bienhechores. Asimismo, no puedo dejar de recordar el mérito —las más de las veces callado— de tantos sacerdotes que os precedieron, los cuales, con su vida santa y en ocasiones con su martirio, han hecho posible en el día de hoy esta ordenación tan numerosa.

Me es grato saludar con sincero afecto a monseñor Antonio López Aviña, pastor de esta arquidiócesis de Durango, así como a los demás obispos de esta región pastoral y de la vecina diócesis de Torreón. Mi cordial saludo igualmente a las autoridades civiles y militares que participan en este encuentro.

Sed bienvenidos, amadísimos hermanos y hermanas, a esta celebración eucarística que llena de gozo a la Iglesia entera porque un grupo tan numeroso de hijos de México van a ser ordenados sacerdotes para servir al pueblo de Dios. Con las palabras del salmista os invito a todos a expresar vuestra gratitud al Señor, pero especialmente los que vais a recibir el sacramento del orden. “ Cantaré eternamente las misericordias del Señor ” (Sal 88 [87], 2; cf. Is 63, 7).

2. Amadísimos en el Señor, la vocación sacerdotal es un don incomparable para toda la Iglesia, y vosotros habéis sido elegidos para ser, en la comunidad eclesial, signo personal y sacramental de la presencia, de la acción salvífica y del amor del Buen Pastor, “ para edificación del Cuerpo de Cristo” (Ef 4, 12).

Con palabras de san Pablo, también yo “os exhorto a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados” (Ibíd. 4, 1). Esta elección es para siempre. Es una opción de amor, fuente de vuestra alegría y de vuestra santidad. Me uno, pues, a vuestro gozo, que es también el gozo de todo el pueblo de Dios, porque sois amados y elegidos para siempre.

3. El don del sacerdocio es una opción por el amor: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros” (Jn 15, 9), dice el Señor. El amor que os tiene Cristo arranca del amor eterno entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por eso se manifiesta con una máxima expresión: “ Nadie tienen mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Ibíd., 15, 13).

Jesucristo es el Hijo amado del Padre enviado al mundo, “en la plenitud de los tiempos, nacido de mujer” (Ga 4, 4), para amar y salvar al mundo. El sacerdocio mesiánico de Cristo nace de este amor y voluntad salvífica de Dios. Cristo es el Sacerdote eterno y de su sacerdocio participamos todos. El ofreció el único sacerdocio, el de la cruz, que se perpetúa entre nosotros por medio de la eucaristía. De este sacerdocio y sacrificio, como donación total, habla Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Nosotros nos hemos reunido aquí para contemplar con los ojos de la fe este amor tan grande. No obstante nuestra debilidad humana nos unimos al sacrificio de Cristo Sacerdote eterno. Y nos unimos a El con humildad y confianza, puesto que hemos sido llamados a participar de modo especial en este sacerdocio y a ofrecer este sacrificio de la Nueva Alianza —bajo las especies de pan y de vino, a semejanza del sacrificio de Melquisedec— (cf. Sal 110 [109], 4; cf. Hb, 5, 5-6) que Cristo dejó como testamento de amor a su Iglesia.

4. Para cada uno de vosotros, queridos hijos y hermanos, ha llegado ya el momento en el que os vais a convertir en “ sacerdotes del Señor ”, puesto que, como presbíteros, “ seréis llamados ministros de nuestro Dios ” (Is 61, 6).

Las palabras que Jesús pronunció en la Ultima Cena se cumplen también ahora mismo entre nosotros. Porque es el mismo Jesús quien os dice con amor: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15, 14).

“Vosotros sois mis amigos... A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Ibíd., 15, 14.15). Acoged, pues, queridos hijos y hermanos, esta llamada, que es una declaración de amistad profunda y eterna. Sois sus amigos, confidentes suyos, hechos partícipes de su misterio, con el fin de prolongar en su nombre, “in persona Christi”, su misma misión. Por esto se os puede llamar a cada uno, en cierto modo, “alter Christus”. No olvidéis nunca el origen de este amor, de donde procede la llamada y la misma existencia sacerdotal, que es vocación para servir a ejemplo de Cristo.

5. El don del sacerdocio es iniciativa del Señor. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros” (Jn 15, 16). Efectivamente, Jesús “llamó a los que él quiso” (Mc 3, 13); y él sabe muy bien a quiénes y por qué los ha elegido (cf. Jn 13, 18). Si la vocación, la consagración y la misión sacerdotal, en todos sus grados, son un don suyo, ello significa que hay que pedir y recibir el don tal como es. ¿Y cómo es el don que el Señor os ofrece a vosotros?

Por el Evangelio sabemos que Cristo llamó a sus Apóstoles “para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 14). El don del sacerdocio nos hace partícipes del mismo ser o consagración, de la misma misión y de la misma vida de Cristo Sacerdote y Buen Pastor.

Cuando Jesús se presentó en la sinagoga de Nazaret leyó y se aplicó a sí mismo el texto de Isaías, que también nosotros hemos escuchado hoy: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1). Jesús es, pues, el consagrado y el enviado. De esta consagración y misión hace partícipes a sus Apóstoles y a cuantos en el decurso de la historia de la Iglesia habrán de recibir, como vosotros, la imposición de las manos (cf. 2Tm, 1, 6).

Asimismo el don que recibís es exigente, como lo es el amor con que Cristo os lo concede. En la entrega sacerdotal no puede haber regateos ni ahorro de esfuerzos. Estáis llamados a la santidad y al apostolado con el ardor y dedicación de los mismos Apóstoles.

La gracia y el carácter que se reciben con el sacramento del Orden no solamente exigen santidad y entrega, sino que la hacen posible. Si se participa en el ser y en la misión de Cristo, es para participar también en su estilo de vida.

El don del sacerdocio se recibe para vivir en sintonía con Cristo, cumpliendo como El el encargo o mandato salvífico del Padre (cf. Jn 15, 10; 10, 18).

6. El don del sacerdocio se reaviva continuamente en la caridad del Buen Pastor: “Permaneced en mi amor” (Ibíd., 15, 9). Y ¿cómo es este amor de Cristo? “Hasta dar la vida por sus amigos” (Ibíd., 15, 13). Así lo había dicho el Señor cuando se presentó como Buen Pastor: “Yo doy mi vida por mis ovejas” (Ibíd., 10, 15).

Por eso el sacerdote debe ser siempre “el hombre de la caridad”. “Como pastor de la grey de Cristo, él no puede olvidar que su Maestro ha llegado a dar la propia vida por amor. A la luz de este ejemplo, el sacerdote sabe que ya no es dueño de sí mismo, sino que se debe dar todo a todos, aceptando cualquier sacrificio vinculado con el Amor” (Ángelus, 18 de febrero de 1990).

Este aspecto esencial del sacerdote tiene valor permanente. Por el hecho de ser signo del Buen Pastor, para prolongar su palabra, su sacrificio, su acción salvífica, es una llamada a vivir en sintonía con el sentir y el actuar de Cristo. Por esto, la espiritualidad específica del sacerdote es “la ascesis propia del pastor de almas” (Presbyterorum ordinis, 13). Sólo así será un “instrumento vivo de Cristo Sacerdote” (Ibíd., 12).

Toda la vida del sacerdote ha de ser un testimonio de cómo amaba el Buen Pastor, el cual vivió pobre para manifestar que se daba a sí mismo; fue obediente a los planes salvíficos del Padre porque no se pertenecía a sí mismo; fue casto porque quiso compartir esponsalmente nuestra existencia para hacer de toda la humanidad una familia de hermanos y una ofrenda a Dios.

7. El don del sacerdocio se vive en la perseverancia: “Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16).

Sí, queridos hermanos, el don del sacerdocio será garantía de vuestra perseverancia si sabéis “avivarlo” continuamente (cf. 2Tm 1, 6), siguiendo las indicaciones y medios concretos que han recordado el Concilio Vaticano II, así como los documentos postconciliares. Porque vais a ser predicadores de la palabra de Dios, necesitáis profundizar continuamente esta palabra en momentos fuertes de oración personal y de estudio. Porque vais a celebrar los misterios del Señor, necesitáis vivirlos vosotros mismos, especialmente en la celebración eucarística, en la liturgia de las horas y en el sacramento de la reconciliación. Porque tenéis que guiar a la comunidad cristiana y a cada creyente por el camino de la santidad, necesitáis vosotros mismos aspirar ardientemente a ella.

8. El don del sacerdocio se vive en una intensa comunión eclesial: “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros”. (Jn 15, 17) La unidad que Jesús quiere para toda su Iglesia, y de modo particular para los sacerdotes, está basada en el mandato del amor, como reflejo de la unidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por esto el Señor pide intensamente al Padre un claro testimonio de unidad en sus discípulos: “Que sean uno como nosotros somos: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado” (Jn 17, 22-23).

El sacerdote, juntamente con su obispo y con los demás sacerdotes del presbiterio, será agente de unidad en la comunidad eclesial en la medida en que él mismo viva esta comunión. Como enfatiza el Concilio Vaticano II: “La fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia” (Presbyterorum ordinis, 14). En efecto, en la medida en que el sacerdote viva la realidad de la Iglesia como comunión, hará efectiva la misión de la Iglesia y descubrirá también la realidad de la misma Iglesia como misterio.

¡Cómo me gustaría seguir reflexionando con vosotros sobre estas facetas maravillosas del don del sacerdocio que hoy recibís! En mis cartas con ocasión del Jueves Santo, desde el inicio de mi Pontificado, he ido exponiendo la doctrina sacerdotal que se encuentra en los documentos conciliares y especialmente en la Escritura y en la tradición de la Iglesia. El misterio de Cristo Sacerdote, que se prolonga en nosotros, es inabarcable; por ello nuestras reflexiones y meditaciones son sólo un destello de lo que el Señor mismo os irá comunicando si sois fieles. En efecto, a Cristo lo encontraréis en la medida en que lo améis. Así nos lo ha dicho El mismo: “Si alguno me ama, yo me manifestaré a él” (Jn 14, 21).

9. Hermanos e hijos queridos: ¡Vosotros sois los sacerdotes de la última década del segundo milenio! ¡Vosotros sois los sacerdotes de una nueva etapa de esperanza para México! Sed siempre testigos de la verdad, de la justicia, del amor, especialmente hacia los más necesitados. Vuestra vida sacerdotal es una exigente vocación de servicio, de entrega, de dedicación plena a la obra de la nueva evangelización de México.

Una sociedad, como la nuestra, que tiende al materialismo de la vida, mientras por otra parte siente ansia de Dios, necesita testigos del misterio. Una sociedad que está dividida, sintiendo al mismo tiempo las ansias de unidad y solidaridad, necesita servidores de la unidad. Una sociedad que olvida frecuentemente los auténticos valores, mientras pide autenticidad y coherencia, necesita signos vivos del evangelio.

Me dirijo ahora a todos los sacerdotes de esta región pastoral y de todo México, que se han unido a nosotros en esta solemne celebración. El Papa, que tanto os ama, os llama hoy a renovar vuestro entusiasmo, vuestra esperanza, vuestro empeño apostólico y ministerial para bien de la Iglesia en esta gran nación. Cristo nos ha prometido que nunca abandonará a su Iglesia. El Señor es nuestra fuerza en la adversidad, en el desaliento; El bendice hoy a vuestras comunidades con el maravilloso fruto de nuevos sacerdotes que serán un nuevo aliento en la vida sacerdotal mexicana. Acogedlos como hermanos queridísimos; acompañadlos con vuestro saber y experiencia; continuad promoviendo incansablemente vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa. De esta manera la fuerza salvadora del evangelio se hará cada vez más presente en la vida de los individuos, de la familia, de la sociedad.

10. ¡Queridos hermanos aquí presentes! Ante esta magnífica floración de sacerdotes, no podemos menos que cantar las misericordias de Dios, como nos sugiere la liturgia de hoy. Sé que entre vosotros es frecuente orar por los sacerdotes.

Es una larga tradición de México, muy querida por el Papa. Hay entre vosotros muchas almas y muchas instituciones sacerdotales y contemplativas, que mantienen este fervor, el cual es fuente no sólo de vocaciones sacerdotales, sino también de vocaciones consagradas y de especial compromiso laical. Os pido que continuéis esta hermosa tradición heredada de personas santas del pasado.

Con vosotros, pues, canto ahora en esta celebración eucarística y “cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88 [87], 2, porque el Señor os ha concedido estas vocaciones sacerdotales, que serán en medio de la comunidad como un signo personal del Buen Pastor. Toda la Iglesia se alegra con vosotros, puesto que los dones recibidos por una Iglesia particular o local, son igualmente para el bien de la Iglesia universal. Gracias pues a las familias mexicanas, gracias a las madres y a los padres de México que generosamente ofrecen sus hijos para que sean continuadores del sacerdocio de Cristo, como mensajeros de fe, amor y esperanza.

¡México necesita sacerdotes santos! ¡México necesita hombres de Dios que sepan servir a sus hermanos en las cosas de Dios! ¿Seréis vosotros de esos hombres? El Papa, que os ama entrañablemente, así lo espera. ¡Sed los santos sacerdotes que necesitan los mexicanos y que anhela la Iglesia! ¡Que Nuestra Señora de Guadalupe os acompañe siempre por los caminos de la nueva evangelización de América! Así sea.



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