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VISITA PASTORAL A ORVIETO

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA DEL «CORPUS CHRISTI»
EN LA CATEDRAL DE ORVIETO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Orvieto
Domingo 17 de junio de 1990

 

1. “¡Celebra a Yahveh, Jerusalén, alaba a tu Dios, Sión!” (Sal 147, 12).

Toda la Iglesia exalta a Jerusalén porque allí, en la ciudad santa, Dios ha realizado lo que había preparado para el pueblo elegido, y a través del pueblo de la Antigua Alianza, para todos los hombres.

Allí —en el Cenáculo de Jerusalén— ha sucedido lo que el Apóstol describe en su primera carta a los Corintios: “La copa de bendición qué bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Co 10, 16).

¡Ciertamente! En el Cenáculo de Jerusalén, en la víspera de su muerte redentora en la cruz, Jesucristo cumplió lo que había predicho:

“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él” (Jn 6, 51. 56).

2. “¡Iglesia santa, alaba a tu Señor!”.

El Cenáculo de Jerusalén —donde fue instituido el santísimo sacramento: el Cuerpo y la Sangre de Cristo bajo las especies del pan y del vino— se ha extendido por toda la tierra. Ahora está presente en cada lugar en que se reúne la comunidad cristiana: tanto en una espléndida construcción arquitectónica, como en una modesta capilla en tierra de misión, allí está presente el Cenáculo.

Y en todas partes la Iglesia alaba a su Señor por el don de la Eucaristía, por medio de la cual El se ha quedado con nosotros: se ha hecho comida de los hombres para la vida eterna.

La solemnidad que hoy celebramos constituye una expresión particular de esta alabanza.

3. Dirijo un fraterno saludo al pastor de la diócesis, mons. Decio Lucio Grandoni y le agradezco las cordiales palabras que ha querido dirigirme en nombre de todos vosotros. Con él deseo saludar a los prelados de Umbría aquí presentes; a las autoridades que participan en esta celebración; a los sacerdotes, religiosos y religiosas; a los enfermos, que mediante el sufrimiento se asocian de modo especial al sacrificio eucarístico; a los jóvenes, y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas.

Con este encuentro queremos expresar juntos nuestro reconocimiento al Señor, recordando el VII centenario de la fundación de la catedral de vuestra ciudad, cuya primera piedra bendijo mi predecesor, el Papa Nicolás IV, el 13 de noviembre de 1290.

Si bien su construcción no tiene relación directa con la solemnidad del Corpus Domini, instituida por el Papa Urbano IV mediante la bula Transiturus, en el año 1264, ni con el milagro de Bolsena del año precedente, es indudable que el misterio eucarístico se halla aquí manifiestamente evocado por el corporal de Bolsena, para el cual se hizo construir especialmente la capilla que ahora lo custodia celosamente.

Desde entonces la ciudad de Orvieto es conocida en el mundo entero por ese signo milagroso, que a todos nos recuerda el amor misericordioso de Dios que se ha hecho comida y bebida de salvación para la humanidad peregrina en la tierra. Vuestra ciudad conserva y alimenta la llama inextinguible del culto hacia un misterio tan grande.

4. ¡Iglesia de Orvieto, alaba a tu Señor!

Nos hallamos frente a Cristo realmente presente bajo los velos de simples y materiales apariencias. Cristo-Pan, Cristo-Vino: verdadera comida y verdadera bebida para el hombre que tiene hambre y sed de lo infinito. Sólo El, Cristo puede colmar la necesidad de eternidad del corazón humano; sólo El, Cristo, es total realización de todas sus aspiraciones y prenda segura de inmortalidad. Sólo Cristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6) para los que comen su carne y beben su sangre.

Como los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, también nosotros hoy compartimos este pan de vida eterna, mientras exultantes unimos nuestra alabanza a la de los fieles de toda la tierra. Permanecemos atónitos, recogidos en adoración, ante el gran misterio de nuestra fe y proclamarnos con alegría nuestro reconocimiento por el don sublime con el que el Redentor ha enriquecido a su Iglesia.

5. ¡Cuán urgente es la necesidad que el hombre experimenta de un pan verdadero! ¡Pero cuán confusas son las indicaciones que al respecto le llegan de todas partes!

Junto a quien pretende ofrecerle un pan semejante con una u otra ideología, hay quien incluso querría disuadirle de tal búsqueda, juzgándola inútil y vana. Uno y otro, de todas formas, concuerdan en el hecho de sostener que el hombre está llamado a construir su propio destino sólo dentro del horizonte de los valores terrenales.

Cristo, en cambio, ha querido esconderse bajo las apariencias del pan y del vino para recordarnos que este alimento existe y que, aun estando situado en el espacio y en el tiempo, trasciende esas dimensiones para alcanzar la eternidad: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre”. Por lo tanto, sólo la Eucaristía puede dar a la existencia sentido pleno y valor auténtico. Jesús se ha convertido en nuestro alimento espiritual para proclamar la soberana dignidad del hombre, para reivindicar sus derechos y sus justas exigencias, para transmitirle el secreto de la victoria definitiva sobre el mal y la comunión eterna con Dios.

Así, en su sugestiva solemnidad, la celebración de hoy evoca este mensaje exultante que nos impulsa a acoger la invitación íntima a la conversión y al servicio, al amor y al perdón. Nos estimula a ser auténticos imitadores, con nuestra vida, de lo que celebramos en la liturgia.

No lo olvidéis jamás: Cristo, que nos nutre bajo las especies consagradas, es el mismo que viene a nuestro encuentro en los acontecimientos cotidianos; está en el pobre que tiende la mano, está en el que sufre e implora ayuda, está en el hermano que pide nuestra disponibilidad y espera que le acojamos. Está en el hombre: está en todo ser humano, incluso en el más pequeño e indefenso.

¡Misterio profundo de vida! ¡Impenetrable misterio de amor!

6. Cuantos nos alimentamos del mismo pan “somos un solo cuerpo” (cf. 1 Co 10, 17) y de tantas personas diversas se forma una sola familia.

La liturgia del Corpus Domini nos recuerda el compromiso de profesar en la vida la común pertenencia al mismo Señor, ya que todos nos alimentamos del mismo manantial místico de vida inmortal.

La Eucaristía nace del amor y sirve al amor, definitivo mandamiento de la Nueva Alianza.

Que todo esto, queridos hermanos y hermanas, esté ante vuestro ojos para que podáis celebrar adecuadamente el VII centenario de vuestra basílica catedral. Os exhorto vivamente a aprovechar este aniversario jubilar para favorecer el crecimiento de la vida cristiana de todas las diócesis y para renovar efectivamente la catequesis, la liturgia y el espíritu misionero y apostólico. Recordad siempre el deber peculiar de vuestra comunidad eclesial de testimoniar el culto a la santísima Eucaristía y mostrar sus efectos en la comunión de sentimientos y de vida.

Confío este empeño a toda vuestra diócesis de Orvieto-Todi, dos antiguas sedes episcopales reunidas hoy bajo la guía de un único pastor. Os invito a hacer confluir los múltiples dones, que os ha prodigado el Espíritu Santo, en la unidad de un solo cuerpo eclesial: sacerdotes, religiosos y laicos, unidos en torno a aquel que es signo y ministro de comunión, el obispo diocesano.

Que cada sector de vuestra Iglesia particular, resistiendo a la posible tentación del individualismo y de la división, tenga como meta propia la construcción, bajo la guía del obispo, de una Iglesia compacta, sólidamente fundada en la verdad y en la caridad.

¡Y que la Eucaristía que Jesús os dona sea el pan cotidiano de esta indispensable adhesión, el sostén de este camino solidario!

7. Pero “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52).

Es lo que se preguntaban las numerosas personas que escuchaban a Jesús aquel día en que, en Cafarnaúm, él les prometió la Eucaristía. Así discutían y se preguntaban entre ellos. Muchos entonces abandonaron a Cristo, a pesar de haber sido testigos del milagro de la multiplicación de los panes y de otros signos.

Jesús dijo a los Apóstoles: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67).

Le respondió Simón Pedro:

Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 69).

En toda la tierra la Iglesia vive de la Eucaristía. En este sacramento encuentran su síntesis salvífica todas las palabras de la vida eterna. Se convierte en comida para las almas y, precisamente gracias a este alimento, el hombre peregrino por los múltiples desiertos del tiempo se encamina a la Jerusalén eterna.

Por tanto, cuando el “ser mortal se revista de inmortalidad” (cf. 1 Co 15, 53), se manifestará plenamente la potencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

¡Es verdad! En el Cuerpo y en la Sangre de Cristo ya se halla el principio de la gloria y de la vida. Gloria y vida que serán nuestra herencia futura. ¡Para siempre!

Porque “el hombre viviente es la gloria dé Dios” (San Ireneo, Adv. haer. IV, 20, 7).

¡Amén!



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