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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS


Iglesia de San Ignacio de Loyola, Roma
Martes 31 de diciembre de 1996

 

1. «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5).

Hemos llegado al final de un año solar: dentro de algunas horas, el año 1996 dejará su sitio al año nuevo, después de haber alcanzado, por decirlo así, su plenitud cronológica y la meta del camino comenzado hace 366 días.

La expresión «plenitud de los tiempos » tiene una dimensión que podríamos definir «histórica», porque nos recuerda que el año que está llegando a su fin nos acerca a grandes pasos al inicio del tercer milenio. Sin embargo, con esa expresión, que se encuentra en la carta a los Gálatas, san Pablo desea evocar una dimensión más profunda que se refiere a todo lo que se realizó en la cueva de Belén: «envió Dios» al mundo «a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). En estas palabras revive el acontecimiento misterioso de la Noche santa: el unigénito y eterno Hijo de Dios «por obra del Espíritu Santo, se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre» (Símbolo niceno-constantinopolitano). Entró en la historia de los hombres y, en cierto sentido, la superó.

En efecto, ¿de qué otra manera puede definirse la entrada de Dios en la historia sino como superación de la historia misma? Cuando Dios se hizo hombre, el tiempo, en su sucesión de años, de siglos y de milenios, es introducido en la dimensión de la eternidad divina: al venir al mundo, mediante su Hijo unigénito, Dios quiso unir entre sí las dimensiones del tiempo y de la eternidad. Refiriéndose a esto, la liturgia de hoy nos impulsa a tomar conciencia de una perspectiva nueva: con la encarnación del Verbo el tiempo del hombre está llamado a participar en la eternidad de Dios.

2. ¿Cómo sucede todo ello? La respuesta a esta pregunta nos la da la lectura de la liturgia de Vísperas que estamos celebrando: «envió Dios a su Hijo» al mundo, «nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Ga 4, 4-5). El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros para que nosotros, acogiéndolo, recibiéramos la filiación adoptiva.

El apóstol Juan, en el prólogo de su evangelio, proclama con asombro: «El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros (...). A todos los que lo acogieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 14.12). El Hijo unigénito, de la misma naturaleza del Padre, viene al mundo para que, mediante la gracia santificante, sean regenerados todos los hombres llamados al gran privilegio de ser, por adopción divina, «filii in Filio», hijos en el Hijo.

3. La Iglesia proclama esta verdad sobre la plenitud de los tiempos y quiere hacerlo hoy de un modo completamente singular.

Como Obispo de Roma y Sucesor del apóstol Pedro, cuya misión consiste en anunciar el Evangelio Urbi et orbi, esta tarde tengo razones especiales para alabar a Dios por la «plenitud de los tiempos » y por la salvación, que se realiza en el mundo mediante el ministerio eclesial. Tengo singulares motivos para dar gracias al Señor por lo que nuestra comunidad eclesial, corazón de la Iglesia universal, lleva a cabo especialmente al servicio de la ciudad de Roma, pues ha sido enviada en primer lugar a los ciudadanos romanos, como en otro tiempo fueron enviados a ellos los apóstoles Pedro y Pablo. Han pasado, desde entonces, cerca de dos mil años y en el arco de estos dos milenios el mandato encomendado a la Iglesia de Roma ha producido innumerables frutos.

Esta tarde, en este magnífico templo situado en el centro de Roma, en nuestra acción de gracias queremos mencionar todos los beneficios que Dios nos ha concedido mediante el ministerio apostólico tanto en la Iglesia universal como en nuestra ciudad. Deseo dar gracias al Señor, de manera especial, por los resultados obtenidos en el año que está a punto de terminar, durante el cual, al acercarse la conclusión del segundo milenio, hemos comenzado la preparación próxima al gran jubileo.

4. Conservo vivo en mi memoria el magnífico espectáculo de la pasada Vigilia de Pentecostés. En aquella ocasión la Iglesia que está en Roma, en sus diversos componentes —obispos, sacerdotes, familias religiosas y fieles laicos, en representación de todo el pueblo de Dios— dio inicio de forma solemne a la preparación inmediata para el Año santo con el comienzo de la gran Misión ciudadana.

Mi pensamiento va, también, a las parroquias y a las comunidades que han vivido en este año la gracia de la visita pastoral: San Antonio de Padua en la circunvalación Appia; San Cleto, San Julio, San Vicente Pallotti, Santa María «Causa nostrae laetitiae», Santa Bibiana, Beato Josemaría Escrivá, Santa Magdalena de Canossa, en la primera parte del año; y recientemente, San Jerónimo Emiliani y Nuestra Señora de Valme. El número de las parroquias visitadas hasta hoy se eleva así a 251; esperan aún 77.

Por todos estos acontecimientos y por el servicio prestado a la Iglesia de Roma, doy las gracias al cardenal vicario y a vosotros, queridos hermanos obispos auxiliares, así como a los párrocos, a los vicarios parroquiales y a los sacerdotes que trabajan en nuestra ciudad. Doy también las gracias a los religiosos y a las religiosas, al igual que a los laicos comprometidos en las diversas actividades apostólicas, y a todos dirijo un cordial y fraterno saludo.

Deseo expresar, asimismo, mi gratitud a todos los fieles de la diócesis de Roma. ¡Gracias a vosotros, hermanos y hermanas! ¡Gracias, familias romanas, «iglesias domésticas » (cf. Lumen gentium, 11), primeras y fundamentales células de la sociedad! ¡Gracias, miembros de las numerosas comunidades, asociaciones y movimientos comprometidos en la animación de la vida cristiana de nuestra ciudad!

Saludo con vivos sentimientos de gratitud al padre Peter-Hans Kolvenbach, prepósito general de la Compañía de Jesús, y a los padres jesuitas que trabajan en esta iglesia.

Un saludo cordial también a las autoridades civiles presentes y, de modo especial, al alcalde de Roma, a quien agradezco el regalo del cáliz que, siguiendo una hermosa tradición, se renueva cada año. Espero de corazón que todos sigan contribuyendo a dar a la ciudad un rostro más acorde con los valores de fe, de cultura y de civilización que brotan de su vocación y de su historia milenaria, también con vistas al gran jubileo del año 2000.

5. Amadísimos hermanos y hermanas, con la inspiración y el aliento que nos dan las palabras del apóstol Pablo a los Gálatas recogidas en esta liturgia de Vísperas, pongámonos todos juntos al servicio de la única causa de la Redención: dado que Dios envió a su Hijo unigénito para que pudiéramos obtener la filiación adoptiva (cf. Ga 4, 5), no podemos tener una misión más grande que la de estar totalmente al servicio del proyecto divino.

«Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1, 46). Que este cántico, que brotó del corazón de María con ocasión de su visita a santa Isabel, se transforme hoy en expresión de nuestra acción de gracias. La Iglesia lo repite diariamente, acordándose de todos los beneficios de los que se siente colmada.

«Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1, 47). Así canta, con María, la Iglesia que está en Roma, redescubriendo a diario, por una parte, su fragilidad y, por otra, las maravillas que Dios realiza en ella.

«Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (Lc 1, 48-50).

Estamos aquí para anunciar las misericordias realizadas por el Señor en el arco del año que está a punto de terminar. Estamos aquí para prepararnos con el alma llena de gratitud a cruzar, a medianoche, el umbral del año 1997.

Te Deum laudamus...
Te alabamos, oh Dios;
te proclamamos Señor.
Oh Padre eterno,
toda la tierra te adora...
Ten piedad de nosotros,
Señor; ten piedad de nosotros.
Tú eres nuestra esperanza.
No quedaremos nunca defraudados.
Amén.



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