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SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

MISA DE CLAUSURA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica romana de San Pablo extramuros
Sábado 25 de enero de 1997

 

1. «Alabad al Señor, todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre» (Sal 117, 1-2).

Con estas palabras del salmo el Antiguo Testamento ya anunciaba el designio salvífico de Dios con respecto a todas las naciones. Se trata de un designio universal; es más, podría decirse «ecuménico», pues se refiere a toda la tierra habitada, es decir, a la oikouméne.

Esta visión de la salvación que Dios ofrece a todos los pueblos de la tierra también se presenta en la primera lectura de la liturgia de hoy a través de la imagen del banquete mesiánico. «Hará el Señor a todos los pueblos en este monte un banquete de manjares frescos » (Is 25, 6). El profeta Isaías nos ayuda a vislumbrar la obra misteriosa y providencial del Señor, que actúa en favor de la unidad y la salvación de la humanidad: arranca el velo que cubre la mirada de los pueblos, aniquila la muerte y enjuga las lágrimas de todos los rostros (cf. Is 25, 7-8).

Sí, este poder extraordinario verdaderamente proviene de Dios; en él depositamos nuestras esperanzas. Pero, al mismo tiempo, nos sentimos comprometidos a colaborar con todas nuestras energías en este designio de salvación.

Estas perspectivas universalistas, ya presentes en el Antiguo Testamento, aparecen también en el evangelio de hoy, que nos presenta el mandato misionero que Jesús encomienda a los Apóstoles antes de su ascensión al cielo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación » (Mc 16, 15). Después añade: «El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado » (Mc 16, 16). Al término de su misión mesiánica, Cristo confirma una vez más, con palabras fuertes y decididas, el plan universal de la salvación establecido por el Padre, e indica su dimensión planetaria, hablando de todas las naciones y de toda la tierra.

2. Esta misión universal de salvación adquiere gran importancia en el día en que la Iglesia recuerda la conversión de san Pablo. En efecto, entre los Apóstoles, precisamente Pablo expresa y cumple de modo particular la misión universal de la Iglesia. En el camino de Damasco Cristo lo asocia al designio divino de la salvación universal: «El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conozcas su voluntad (...), porque vas a ser su testigo ante todos los hombres» (Hch 22, 14-16).

Hasta aquel momento el celoso fariseo Saulo estaba convencido de que el plan de la salvación se refería sólo a un único pueblo: Israel. Por eso combatía con todos los medios posibles a los discípulos de Jesús de Nazaret, a los cristianos. Desde Jerusalén se dirigía hacia Damasco precisamente porque allí, donde el cristianismo se estaba difundiendo rápidamente, quería encarcelar y castigar a todos los que, abandonando las antiguas tradiciones de los padres, abrazaban la fe cristiana. En Damasco recibe la iluminación de lo alto. Cae a tierra y en ese momento dramático Cristo le hace ver su error.

En esa circunstancia Jesús se revela plenamente a Pablo como el que ha resucitado de entre los muertos. Al Apóstol se le concede, así, «ver al Justo y oír su voz» (Hch 22, 14). Desde aquel momento, Pablo es constituido «apóstol» como los Doce, y podrá afirmar, dirigiéndose a los Gálatas: «Aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que lo anunciase entre los gentiles» (Ga 1, 15-16).

La conversión de Pablo se realiza a través del sufrimiento. Se puede decir que antes fue derrotado en él Saulo, el perseguidor, para que pudiera nacer Pablo, el Apóstol de los gentiles. Su llamada es, quizá, la más singular de un Apóstol: Cristo mismo derrota en él al fariseo y lo transforma en un ardiente mensajero del Evangelio. La misión que Pablo recibe de Cristo está en armonía con la que confió a los Doce, pero con un matiz y un itinerario particular: él será el Apóstol de los gentiles.

3. Amadísimos hermanos y hermanas, verdaderamente es una feliz circunstancia la que nos reúne cada año en esta antigua basílica para la celebración eucarística que concluye la «Semana de oración por la unidad de los cristianos ». Recordamos la conversión de Pablo en este templo dedicado a él. Desde que en Damasco se le reveló Jesús resucitado, hasta el supremo testimonio que dio aquí en Roma, Pablo fue un ferviente servidor de la comunión que debe existir entre los miembros del Cuerpo de Cristo. Su «preocupación diaria» era, como él mismo confiesa, «la solicitud por todas las Iglesias» (2 Co11,28).

Precisamente el tema de la Semana de oración de este año se inspira en su actividad apostólica en favor de la reconciliación y la comunión de los creyentes: «En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Co 5, 20).

La aspiración a la reconciliación en la verdad y la caridad, que ha sido objeto de nuestra oración durante esta semana, debe acompañarnos cada día. La celebración eucarística de hoy constituye un signo de nuestra búsqueda de una comunión más profunda entre todos los cristianos. Adquiere un significado ecuménico particular gracias a la presencia de nuestro amadísimo hermano en Cristo, el Catholicós de la Gran Casa de Cilicia, Su Santidad Aram I, a quien saludo con afecto cordial y fraterno.

La nación armenia fue bautizada al inicio del siglo IV. Son conocidas las pruebas y las persecuciones que, a lo largo de los siglos, han sufrido el pueblo armenio y su Iglesia. Precisamente por esos acontecimientos, al inicio del segundo milenio, una parte de la población debió huir de Armenia, refugiándose en Cilicia, la patria de Pablo de Tarso. El Catholicosado de la Gran Casa de Cilicia ha desempeñado un importante papel al asegurar la vida cristiana al pueblo armenio durante la diáspora.

4. El abrazo de paz del Catholicós y del Obispo de Roma, Sucesor del apóstol Pedro, y la bendición que impartirán juntos en el nombre del Señor, testimonian el reconocimiento recíproco de la legitimidad de la sucesión apostólica. Aun en la diversidad de las tareas encomendadas a cada uno, somos ambos corresponsables de lo que nos une: transmitir fielmente la fe recibida de los Apóstoles, testimoniar el amor de Cristo a cada ser humano en las situaciones con frecuencia dramáticas del mundo contemporáneo, y reforzar nuestro camino hacia la unidad plena de todos los discípulos de Cristo. Para hacerlo, tenemos necesidad de consultarnos periódicamente, de modo que podamos anunciar el Evangelio con voz concorde y servirlo con corazón indiviso.

Amadísimos hermanos y hermanas aquí presentes, os invito a todos a orar para que la grata visita del Catholicós de la Gran Casa de Cilicia al Obispo de Roma nos anime a todos a vivir cada vez más el misterio de la comunión en la verdad y la caridad. Que la sangre de nuestros mártires y la comunión de nuestros santos nos ayuden a renovarnos en la Tradición que nos es común. La reciente visita del Catholicós de todos los armenios, Su Santidad Karekin I, ha sido un testimonio elocuente de nuestra voluntad de profundizar la comunión en una diaconía recíproca: «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él» (1 Co 12, 26). De este modo, nos animamos recíprocamente a ponernos al servicio los unos de los otros por medio de la caridad (cf. Ga 5, 13).

5. En estos últimos años, la celebración de la conversión de san Pablo se ha transformado en la fiesta anual del compromiso ecuménico. En Roma, como en todo el mundo, se reúnen los discípulos de Cristo de las diversas Iglesias y comunidades para elevar a Dios un coro de oraciones por la unidad de los cristianos. La relación de esta plegaria con la fiesta litúrgica de la conversión de san Pablo pone de relieve el hecho de que la unidad y la comunión de todos los cristianos sólo pueden alcanzarse recorriendo el camino de la conversión.

Especialmente en este día recordamos las palabras de la oración sacerdotal de Jesús: Padre, haz «que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado » (Jn 17, 21). La oración de Cristo nos revela la dimensión profunda de la conversión: convertirse a la unidad significa limpiar el camino del obstáculo más grande para la conversión del mundo a Cristo.

De la misma manera que Pablo de Tarso descubrió el verdadero camino que lleva a la salvación y comprendió que Cristo crucificado y resucitado había introducido en él al pueblo de Israel y a toda la humanidad, así también los cristianos deben tomar conciencia del hecho de que el camino de la salvación pasa a través de su unidad en Cristo, y que ésta exige de todos ellos un particular compromiso espiritual.

El concilio Vaticano II ha precisado el significado de la Unitatis redintegratio entre todos los cristianos, ilustrando sus métodos y medios en el actual momento histórico de la Iglesia. En la encíclica Ut unum sint, a treinta años de su publicación, he recordado las indicaciones de ese documento conciliar, con aplicaciones actualizadas.

6. Hoy damos gracias a la santísima Trinidad por los esfuerzos realizados en estos años y, al mismo tiempo, pedimos luz para los nuevos pasos que deberemos dar en este camino, con adhesión generosa y fiel a los impulsos del Espíritu Santo.

Durante esta Semana de oración han tenido lugar en todo el mundo encuentros ecuménicos y celebraciones especiales para pedir a Dios el gran don de la unidad. También la Iglesia que está en Roma, vinculada de modo particular a la tradición apostólica de los santos Pedro y Pablo, ha participado en esta oración común de todos los cristianos. Está fundada en las columnas de los Corifeos de los Apóstoles. Precisamente por esta particular identidad suya, desea ofrecer signos de acogida y de comunión a las comunidades de los discípulos de Cristo de todo el mundo. Junto con ellos, también proclama en nuestro tiempo la grandeza del nombre del Señor a todos los pueblos.

«Alabad al Señor, todas las naciones; aclamadlo, todos los pueblos. Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre». Amén.



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