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VISITA PASTORAL A BOLONIA
(27-28 DE SEPTIEMBRE DE 1997)

MISA DE CLAUSURA DEL CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL ITALIANO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 28 de septiembre de 1997

 

1. «¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?» (Mc 14, 14).

Esa pregunta la hace Jesús el Jueves santo en Jerusalén. Los discípulos, cuando encontraron el lugar donde comerían la cena pascual, van y preparan todo como lo había establecido el Maestro y allí, en esa sala privilegiada, tiene lugar la última Cena, la cena pascual, durante la cual Cristo instituye la Eucaristía, el supremo sacramento de la nueva alianza.

Después de tomar el pan, lo bendice y lo entrega a sus discípulos, diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Lo mismo hace con el cáliz del vino: después de bendecirlo, se lo da a los discípulos, diciendo: «Tomad y bebed. Esta es mi sangre, la sangre de la alianza, derramada por todos; haced esto en conmemoración mía» (cf. Mc 14, 22-24).

Entramos hoy idealmente en Jerusalén, en la sala veneranda donde tuvo lugar la última Cena y donde se llevó a cabo la institución de la Eucaristía. Al mismo tiempo, entramos en muchos otros lugares de todo el mundo, en otros innumerables «cenáculos». En el decurso de la historia, durante los períodos de persecución, fue necesario muchas veces preparar esas salas en las catacumbas. También hoy, por desgracia, se dan circunstancias en que los cristianos deben celebrar la Eucaristía a escondidas, como en tiempos de las catacumbas. Pero dondequiera que se celebre la Cena, en las estupendas catedrales ricas de historia o en las capillitas de los países de misión, siempre se reproduce el cenáculo de Jerusalén.

2. Son numerosísimos los lugares en los que se renueva la Cena pascual, especialmente en Italia. De manera simbólica, hoy sería necesario citar aquí todas las «salas eucarísticas», todos los cenáculos de esta tierra de antiguas tradiciones cristianas. En efecto, este es el sentido del Congreso eucarístico nacional, que constituye, en la maravillosa coreografía de esta celebración, una especial «sala pascual», un nuevo «cenáculo », donde se hace presente de modo solemne el gran Misterio de la fe. Se celebra la Eucaristía de la Iglesia como don y misterio, se eleva al cielo la gran oración de acción de gracias del pueblo italiano, que desde hace casi dos mil años participa en el banquete eucarístico.

Pienso aquí en los inicios de la Iglesia, en los apóstoles Pedro y Pablo, en los mártires de los primeros siglos y, después del edicto de Constantino, en la época de los santos Padres, de los doctores, de los fundadores de órdenes y congregaciones religiosas hasta nuestros tiempos. Es incesante el memorial de la gran Eucaristía, que entraña la acción de gracias de la historia, porque Cristo «con su santa cruz ha redimido el mundo».

Para el pueblo italiano este Congreso es el último del siglo: un siglo en el que se han perpetrado, a escala mundial, graves atentados contra el hombre en la verdad de su ser. En nombre de ideologías totalitarias y engañosas, este siglo ha sacrificado millones de vidas humanas. En nombre del arbitrio, llamado libertad, se siguen suprimiendo seres humanos por nacer e inocentes. En nombre de un bienestar que no sabe mantener las perspectivas de felicidad que promete, muchos han pensado que era posible prescindir de Dios. Por consiguiente, un siglo marcado por sombras oscuras, pero también un siglo que ha conservado la fe transmitida por los Apóstoles, enriqueciéndola con el resplandor de la santidad.

En la peregrinación espiritual que lleva al gran jubileo del año 2000, este Congreso eucarístico constituye una etapa importante para las Iglesias que están en Italia. Lo atestigua también el gran número de obispos que hoy están aquí para celebrar conmigo la Eucaristía y los muchos fieles que han venido de todo el país. A cada uno de ellos le saludo cordialmente. En particular, a mi venerado hermano el señor cardenal Giacomo Biffi, arzobispo de Bolonia, que me acoge en esta circunstancia extraordinaria; y al cardenal Camillo Ruini, mi legado en este Congreso. Saludo, asimismo, a los numerosos cardenales, arzobispos y obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas presentes. Un saludo va también a los jóvenes, con los que me reuní ayer por la tarde, aquí, en esta plaza, a las familias y a los enfermos, unidos de modo especial al misterio eucarístico mediante su sufrimiento físico y moral. Saludo al presidente del Gobierno, hon. Romano Prodi, boloñés, y a las demás autoridades civiles y militares que han querido participar en nuestra celebración.

Congregados todos en esta asamblea litúrgica, que representa a la entera comunidad cristiana de Italia, aclamamos: «Anunciamos tu muerte; proclamamos tu resurrección; ven, Señor Jesús».

3. «Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años en el desierto » (Dt 8, 2).

En la primera lectura, la liturgia de hoy se refiere a la historia de Israel, pueblo elegido, que Dios hizo salir de Egipto, de la situación de esclavitud, y durante cuarenta años guió en el desierto hacia la tierra prometida. Ese camino de cuarenta años no es sólo un dato histórico; es también un gran símbolo, que tiene un significado, en cierto modo, universal. Toda la humanidad, todos los pueblos y las naciones están en camino, como Israel, en el desierto de este mundo. Ciertamente, cada región del planeta tiene sus características de cultura y civilización, que la hacen interesante y grata. Pero eso no quita que cada tierra siga siendo siempre, desde un punto de vista más profundo, un desierto por el que el hombre avanza hacia la patria prometida, hacia la casa del Padre.

En esta peregrinación, nuestro guía es Cristo crucificado y resucitado que, mediante su muerte y su resurrección, confirma constantemente la orientación última del camino humano en la historia. De por sí, el desierto de este mundo es lugar de muerte: en él el ser humano nace, crece y muere. ¡Cuántas generaciones, a lo largo de los siglos, han encontrado la muerte en este desierto! La única excepción es Cristo. Sólo él ha vencido la muerte y ha revelado la vida. Sólo gracias a él los que han muerto podrán resucitar, porque sólo él puede introducir al hombre, a través del desierto del tiempo, en la tierra prometida de la eternidad. Ya lo ha hecho con su Madre; y lo hará con todos los que creen en él y forman parte del nuevo pueblo en camino hacia la patria del cielo.

4. Durante los cuarenta años pasados en el desierto, el pueblo necesitó el maná para sobrevivir. En efecto, el desierto no se podía cultivar y, por consiguiente, no podía dar de comer al pueblo en su camino: era preciso el maná, el pan que bajaba del cielo. Cristo, nuevo Moisés, alimenta al pueblo de la nueva alianza con un maná totalmente particular. Su Cuerpo es el verdadero alimento bajo la especie del pan; su Sangre es la verdadera bebida bajo la especie del vino. Nos mantiene en vida este alimento y esta bebida eucarísticos.

En el misterio de la Sangre nos introduce la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos. El Apóstol escribe: «Presentóse Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros, (...) penetró en el santuario una vez para siempre, (...) con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. (...) Por eso es mediador de una nueva alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Hb 9, 11-12.15).

El Apóstol reserva un lugar particular al misterio de la Sangre de Cristo, de la que un canto eucarístico proclama: «Sangre santísima, Sangre de la redención, tú curas las heridas del pecado». Esta es precisamente la verdad que afirma el Autor inspirado: «La sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia» (Hb 9, 14).

5. Se trata de dos significados de la Eucaristía, que van unidos de un modo estrecho y peculiar en nuestra reflexión de hoy. La Eucaristía nos nutre; es alimento y bebida. Al mismo tiempo, la Eucaristía, en cuanto «Cuerpo entregado » y «Sangre derramada», es fuente de nuestra purificación. Mediante la Eucaristía, Jesucristo, Redentor del hombre, único Salvador del mundo, no sólo permanece entre nosotros, sino también dentro de nosotros. Con su gracia permanece en nosotros «ayer, hoy y siempre » (Hb 13, 8).

Este Congreso eucarístico quiere expresar todo eso de modo global y significativo para gloria de Dios, para la renovación de la conciencia de los hombres y para consuelo del pueblo de Dios. Quiere poner de relieve que la Eucaristía es el don supremo de Dios al hombre. Como tal, es el arquetipo de todo verdadero don del hombre al hombre, el fundamento de toda auténtica solidaridad.

Como conclusión del Congreso, tan bien preparado por la Iglesia en que se ha llevado a cabo y por la ciudad que lo ha acogido, quisiera decir a todos los creyentes de este amado país: mirad con confianza a Cristo, renovad vuestro amor a él, presente en el Sacramento eucarístico. Él es el Huésped divino del alma, el apoyo en toda debilidad, la fuerza en toda prueba, el consuelo en todo dolor, el Pan de vida, el destino supremo de todo ser humano.

De la Eucaristía brota la fuerza para afrontar siempre, en cualquier circunstancia, las exigencias de la verdad y el deber de la coherencia. Los Congresos eucarísticos nacionales han constituido una ya larga tradición de servicio al hombre; tradición que Bolonia entrega hoy a la cristiandad del tercer milenio.

Con la mirada fija en la Eucaristía, misterio central de nuestra fe, imploramos: Señor Jesús, Verbo de Dios encarnado en el seno de la Virgen María, acompaña los pasos del pueblo italiano por las sendas de la justicia y la solidaridad, de la reconciliación y la paz.

Haz que Italia conserve intacto el patrimonio de valores humanos y cristianos que la ha hecho grande a lo largo de los siglos. Que de los innumerables tabernáculos que hay en todo el país se irradie la luz de esa verdad y el calor del amor en que radica la esperanza del futuro para este pueblo, al igual que para todos los demás pueblos de la tierra. Amén.

 



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