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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA MISA DE CLAUSURA DE LA ASAMBLEA ESPECIAL
PARA OCEANÍA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS


Sábado 12 de diciembre de 1998

 

1. «El amor de Cristo nos apremia»: «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14). Estas palabras del apóstol san Pablo nos guían en la meditación durante esta celebración eucarística con la que clausuramos los trabajos de la Asamblea especial del Sínodo de los obispos para Australia y Oceanía.

El amor de Cristo impulsó a los Apóstoles a todas las partes del mundo al comienzo de la evangelización. De modo particular, impulsó a san Pablo, llamado el Apóstol de los gentiles, puesto que, después de su conversión, llevó el evangelio de Cristo a muchos de los países entonces conocidos. Su evangelización tuvo lugar en la cuenca del Mediterráneo: fue de Jerusalén a Roma, a través de Grecia, y llegó hasta España.

Después se abrieron otros caminos, ensanchando las dimensiones de la predicación cristiana a medida que los que anunciaban el Evangelio entraban en contacto con nuevas tierras. La evangelización llegó gradualmente al norte de África y a Europa, al norte de los Alpes, a las poblaciones del Imperio romano, a las germánicas y, luego, a las eslavas. Con el bautismo de la Rus' de Kiev no sólo empezó la evangelización del Oriente europeo, sino también, andando el tiempo, de los grandes territorios que están más allá del Cáucaso. Al Asia meridional ya habían llegado los misioneros de la primera generación, entre ellos santo Tomás, apóstol de la India, según una antigua tradición de las comunidades cristianas de ese gran país.

2. La evangelización de Australia y Oceanía se realizó después, cuando los grandes navegantes desembarcaron en la parte del mundo más distante de Europa. Con ellos llegaron los misioneros a esas tierras, llevando el Evangelio y a menudo confirmando su verdad divina con el martirio. Nos basta mencionar solamente, entre otros, a san Pedro Chanel.

Hemos tenido la oportunidad de revivir todo eso durante estas semanas de la Asamblea especial para Oceanía del Sínodo de los obispos. Hemos tratado de hacerlo juntos, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, conscientes de las palabras de san Pablo: caritas Christi urget nos. El tema general que nos ha guiado ha sido: «Jesucristo y los pueblos de Oceanía: seguir su camino, proclamar su verdad y vivir su vida».

El año 2000 se está aproximando rápidamente, y tenemos ante nosotros el gran acontecimiento del Año santo. Pronto celebraremos el jubileo que conmemora el segundo milenio del nacimiento de Cristo y que también recuerda el comienzo del Evangelio y de la Iglesia. Con el nacimiento de Jesús, el misterio trinitario de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, entró en la historia humana para hacer del hombre una nueva criatura en Jesucristo. En Cristo apareció ante el mundo la gran ley del amor proclamada en la liturgia de hoy: la nueva ley de las bienaventuranzas, que acabamos de escuchar en el evangelio.

Al acercarse el año 2000, tertio millennio adveniente, la Iglesia se ha hecho peregrina, recorriendo los caminos de todo el mundo. Siente una profunda necesidad de reflexionar y, en cierto modo, de redescubrirse a sí misma a lo largo de los caminos por los que avanzó e incluso «corrió» el Evangelio, revelando el amor con la fuerza del Espíritu de Cristo. A lo largo de los caminos del pasado, la historia de la salvación sigue avanzando.

3. El Sínodo que concluye hoy, como las anteriores Asambleas especiales dedicadas a los diversos continentes, responde precisamente a esta finalidad. «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). Al reafirmar esta verdad, queremos transmitir a los siglos que vendrán y a las generaciones futuras el rico patrimonio de la evangelización de Oceanía. En efecto, es necesario que esas poblaciones participen plenamente del amor de Cristo, que en otro tiempo impulsó a los heraldos de la buena nueva por todos los caminos del mundo, donde encontraron nuevas poblaciones y naciones, también llamadas a ser herederas del reino de Dios.

Queridos padres sinodales que formáis esta Asamblea para Australia y Oceanía, os saludo con afecto y os agradezco el trabajo realizado, especialmente el testimonio de comunión que me habéis dado a mí y a toda la Iglesia. Doy las gracias al cardenal Schotte y a sus colaboradores de la Secretaría general del Sínodo de los obispos por su servicio a las Iglesias particulares.

Habéis venido de Australia, de Nueva Zelanda, de las islas del Pacífico, de Papúa Nueva Guinea y de las Islas Salomón, trayendo las riquezas espirituales de vuestros pueblos y también los problemas que encuentran. En efecto, ¡cómo no poner de manifiesto que, incluso en vuestras sociedades, la religión sufre amenazas e intentos de aislamiento! ¡Cómo no señalar que a veces pretenden reducirla a una experiencia individual, sin ninguna influencia en la vida social! Habéis hablado de las consecuencias de la colonización y de la inmigración, de las condiciones en que viven las minorías étnicas, y de los problemas de fe de los jóvenes. También habéis puesto de relieve los desafíos de la modernidad y la secularización, que exigen solicitud y caridad pastoral en diferentes campos: vocaciones, justicia y paz, familia, comunión eclesial, educación católica, vida sacramental, ecumenismo y diálogo interreligioso.

4. Todos habéis reflexionado y habéis buscado la unidad en torno al tema de fondo: Jesucristo, también para los pueblos de Oceanía, es el camino que se ha de seguir, la verdad que se ha de proclamar y la vida que se ha de vivir. En el mundo entero la nueva evangelización tiene este programa y se realiza mediante la generosa colaboración con el Espíritu Santo, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, 30).

Queridos hermanos, al saludaros a cada uno con un abrazo de paz, encomiendo al Señor, camino, verdad y vida, las Iglesias que están en Oceanía, y me dirijo a ellas con las palabras del profeta Isaías: «Cantad al Señor un cántico nuevo, su alabanza desde los confines de la tierra. Que le cante el mar y cuanto contiene, las islas y sus habitantes » (Is 42, 10).

María, Madre de la Iglesia, os acompañe. El amor de Cristo os impulse y permanezca siempre con vosotros. Amén.



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