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HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
EN LA MISA «IN CENA DOMINI»

Jueves Santo, 1 de abril de 1999

 

1. «Adoro te devote,
latens Deitas,
quae sub his figuris
vere latitas»
.

 «Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias».

Revivimos esta tarde la última cena, durante la cual el divino Salvador, la noche en que fue entregado, nos dejó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre, memorial de su muerte y su resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad (cf. Sacrosanctum Concilium, 47).

Todas las lecturas de esta celebración hablan de ritos y gestos destinados a imprimir en la historia el designio salvífico de Dios. El libro del Éxodo nos transmite el documento sacerdotal que fija las prescripciones para la celebración de la pascua judía. El apóstol Pablo, en la primera carta a los Corintios, transmite a la Iglesia el testimonio más antiguo sobre la nueva cena pascual cristiana: es el rito de la alianza nueva y eterna, instituido por Jesús en el cenáculo antes de su pasión. Y, por último, el evangelista san Juan, iluminado por el Espíritu Santo, sintetiza el sentido profundo del sacrificio de Cristo en el gesto del «lavatorio de los pies».

Se trata de la Pascua del Señor, que hunde sus raíces en la historia del pueblo de Israel y encuentra su realización plena en Jesucristo, Cordero de Dios inmolado por nuestra salvación.

2. La Iglesia vive de la Eucaristía. Gracias al ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, a lo largo de una cadena ininterrumpida que comienza en el cenáculo, las palabras y los gestos de Cristo se renuevan siguiendo el camino de la Iglesia, para ofrecer el pan de vida a los hombres de todas las generaciones: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. (...) Éste es el cáliz de la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en memoria mía» (1 Co 11, 24-25).

La Eucaristía, en cuanto renovación sacramental del sacrificio de la cruz, constituye la culminación de la obra redentora: proclama y actualiza ese misterio, que es fuente de vida para todo hombre. En efecto, cada vez que comemos de este pan y bebemos del cáliz, proclamamos la muerte del Señor, hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26).

Después de la consagración, el sacerdote proclama: «Mysterium fidei!», y la asamblea responde: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!». Sí, hoy podemos comprender de modo especial que es verdaderamente grande el «misterio de la fe»; y la sencillez de los símbolos eucarísticos, el pan y el vino, la mesa y el banquete fraterno, exalta mucho más su profundidad.

3. «O memoriale mortis Domini!
Panis vivus,
vitam praestans homini!».

 «Memorial de la muerte del Señor, pan vivo que das la vida al hombre».

La muerte del Hijo de Dios se transforma para nosotros en fuente de vida. Éste es el misterio pascual; ésta es la  nueva creación. La Iglesia confiesa esta fe con las palabras de santo Tomás de Aquino, implorando:

«Pie Pellicane, Iesu Domine,
me immundum munda
tuo sanguine, cuius una stilla
salvum facere totum mundum
quit ab omni scelere».

«Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame a mí, inmundo, con tu sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero».

Fuerza vivificadora de la muerte de Cristo. Fuerza purificadora de la sangre de Cristo, que obtiene el perdón de los pecados para los hombres de todos los tiempos y lugares. Sublimidad del sacrificio redentor, en el que hallan su plenitud todas las víctimas de la ley antigua.

4. Este misterio de amor, «incomprensible» para el ser humano, se ofrece completamente en el sacramento de la Eucaristía. Esta tarde, hasta la medianoche, el pueblo cristiano está invitado a inclinarse ante él en adoración silenciosa:

«Iesu, quem velatum nunc aspicio,
oro, fiat illud quod tam sitio:
ut, te revelata cernens facie,
visu sim beatus tuae gloriae»
.

«Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que, al mirar tu rostro cara a cara, sea yo feliz viendo tu gloria».

Ésta es la fe de la Iglesia. Ésta es la fe de cada uno de nosotros ante el sublime misterio eucarístico. Sí, que cesen las palabras y quede la adoración. En silencio.

«Ave, verum corpus,
natum de Maria Virgine...».

«Salve, cuerpo verdadero,
nacido de María Virgen,
verdaderamente atormentado,
inmolado en la cruz
por el hombre (...).
¡Oh Jesús dulce! ¡Oh Jesús piadoso!
¡Oh Jesús, hijo de María!». Amén.

   

 



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