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CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CLAUSURA
DEL VI CONSISTORIO EXTRAORDINARIO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Solemnidad de la Ascensión del Señor
Jueves 24 de mayo de 2001

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas: 

1. Nos hallamos reunidos en torno al altar del Señor para celebrar su Ascensión al cielo. Hemos escuchado sus palabras:  "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos (...) hasta los confines del mundo" (Hch 1, 8). Desde hace dos mil años estas palabras del Señor resucitado impulsan a la Iglesia a adentrarse en el mar de la historia, la hacen contemporánea de todas las generaciones, la transforman en levadura de todas las culturas del mundo.

Las volvemos a escuchar hoy para acoger con renovado fervor la orden "duc in altum  rema mar adentro", que un día Jesús dio a san Pedro:  una orden que quise que resonara en toda la Iglesia con la carta apostólica Novo millennio ineunte, y que a la luz de esta solemnidad litúrgica cobra un significado más profundo aún. El altum hacia el que la Iglesia debe dirigirse no es sólo un compromiso misionero más fuerte, sino también, y sobre todo, un compromiso contemplativo más intenso. Como los Apóstoles, testigos de la Ascensión, también nosotros estamos invitados a fijar nuestra mirada en el rostro de Cristo, elevado al resplandor de la gloria divina.

Ciertamente, contemplar el cielo no significa olvidar la tierra. Si nos viniera esta tentación, nos bastaría escuchar de nuevo a los "dos hombres vestidos de blanco" de la página evangélica de hoy:  "¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?". La contemplación cristiana no nos aleja del compromiso histórico. El "cielo" al que Jesús ascendió no es lejanía, sino ocultamiento y custodia de una presencia que no nos abandona jamás, hasta que él vuelva en la gloria. Mientras tanto, es la hora exigente del testimonio, para que en el nombre de Cristo "se predique la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos" (cf. Lc 24, 47).

2. Precisamente para reavivar esta conciencia, quise convocar el consistorio extraordinario que se concluye hoy. Los señores cardenales de todo el mundo, a los que saludo con afecto fraterno, se han reunido conmigo durante estos días para afrontar algunos de los temas más importantes para la evangelización y el testimonio cristiano en el mundo actual, al comienzo de un nuevo milenio. Para nosotros ha sido, ante todo, un momento de comunión, en el que hemos experimentado un poco de la alegría que colmó el corazón de los Apóstoles, después de que el Resucitado, bendiciéndolos, se separó de ellos para subir al cielo. En efecto, dice san Lucas que, "después de adorarlo, se volvieron a Jerusalén con gran alegría, y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios" (Lc 24, 52-53).

La naturaleza misionera de la Iglesia hunde sus raíces en este icono de los orígenes. Lleva impresos sus rasgos y vuelve a proponer su espíritu. Vuelve a proponerlo comenzando por la experiencia de la alegría, que el Señor Jesús prometió a cuantos lo aman:  "Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado" (Jn 15, 11). Si nuestra fe en el Señor resucitado es viva, nuestro corazón no puede menos de colmarse de alegría, y la misión se configura como un "rebosar" de alegría, que nos impulsa a llevar a todos la "buena nueva" de la salvación con valentía, sin miedos ni complejos, incluso a costa del sacrificio de la vida.

La naturaleza misionera de la Iglesia, que parte de Cristo, encuentra apoyo en la colegialidad episcopal, y es estimulada por el Sucesor de Pedro, cuyo ministerio tiende a promover la comunión en la Iglesia, garantizando la unidad de todos los fieles en Cristo.

3. Precisamente esta experiencia convirtió a san Pablo en el "Apóstol de los gentiles", llevándolo a recorrer gran parte del mundo entonces conocido, bajo el impulso de una fuerza interior que lo obligaba a hablar de Cristo:  "Vae mihi est si non evangelizavero"  "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Co 9, 16). También yo, en mi reciente peregrinación apostólica a Grecia, Siria y Malta, quise ir tras sus huellas, como completando, de este modo, mi peregrinación jubilar.
Experimenté en ella la alegría de compartir con afectuosa admiración algunos aspectos de la vida de nuestros amadísimos hermanos católicos orientales, y de ver abrirse nuevas perspectivas ecuménicas en las relaciones con nuestros también muy amados hermanos ortodoxos:  con la ayuda de Dios se dieron pasos muy significativos hacia la anhelada meta de la comunión plena.

El encuentro con los musulmanes fue asimismo muy hermoso. Como en la peregrinación, tan anhelada, a la tierra del Señor, que realicé durante el gran jubileo, tuve la ocasión de destacar los vínculos particulares de nuestra fe con la del pueblo judío, igualmente fue muy intenso el momento de diálogo con los creyentes del islam. En efecto, el concilio Vaticano II nos enseñó que el anuncio de Cristo, único Salvador, no nos impide, sino que, al contrario, nos sugiere pensamientos y gestos de paz hacia los creyentes que pertenecen a otras religiones (cf. Nostra aetate, 2).

4. "Seréis mis testigos". Estas palabras que Jesús dirigió a los Apóstoles antes de la Ascensión explican bien el sentido de la evangelización de siempre, pero, de modo especial, resultan sumamente actuales en nuestro tiempo. Vivimos en una época en que sobreabunda la palabra, repetida hasta la saciedad por los medios de comunicación social, que ejercen tanto influjo sobre la opinión pública, para bien y para mal. Pero lo que necesitamos es la palabra rica en sabiduría y santidad. Por eso en la Novo millennio ineunte escribí que "la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la santidad" (n. 30), cultivada en la escucha de la palabra de Dios, la oración y la vida eucarística, especialmente durante la celebración semanal del dies Domini. Sólo gracias al testimonio de cristianos verdaderamente comprometidos a vivir de modo radical el Evangelio, el mensaje de Cristo puede abrirse camino en nuestro mundo.

La Iglesia afronta hoy enormes desafíos, que ponen a prueba la confianza y el entusiasmo de los heraldos. Y no se trata sólo de problemas "cuantitativos", debidos al hecho de que los cristianos constituyen una minoría, mientras el proceso de secularización sigue erosionando la tradición cristiana incluso en países de antigua evangelización. Los problemas más graves derivan de una transformación general del horizonte cultural, dominado por el primado de las ciencias experimentales inspiradas en los criterios de la epistemología científica. El mundo moderno, incluso cuando se muestra sensible a la dimensión religiosa y parece redescubrirla, acepta a lo sumo la imagen de Dios creador, mientras que le resulta difícil aceptar —como sucedió con los oyentes de san Pablo en el areópago de Atenas (cf. Hch 17, 32-34)— el scandalum crucis (cf. 1 Co 1, 23), el "escándalo" de un Dios que por amor entra en nuestra historia y se hace hombre, muriendo y resucitando por nosotros. Es fácil intuir el desafío que esto implica para las escuelas y las universidades católicas, así como para los centros de formación filosófica y teológica de los candidatos al sacerdocio, lugares en los que es preciso impartir una preparación cultural que esté a la altura del momento cultural actual.

Otros problemas derivan del fenómeno de la globalización, que, aunque ofrece la ventaja de acercar a los pueblos y las culturas, haciendo más accesible a todos un sinfín de mensajes, no facilita el discernimiento y una síntesis madura, sino que favorece una actitud relativista, que hace aún más difícil aceptar a Cristo como "camino, verdad y vida" (Jn 14, 6) para todo hombre.

¿Y qué decir de cuanto está emergiendo en el ámbito de los interrogantes morales? Hoy más que nunca, sobre todo en el campo de los grandes temas de la bioética, la justicia social, la institución familiar y la vida conyugal, la humanidad se siente interpelada por problemas formidables, que ponen en tela de juicio su mismo destino.

El consistorio ha reflexionado ampliamente sobre algunos de estos problemas, realizando análisis profundos y proponiendo soluciones meditadas. Diversas cuestiones se volverán a abordar en el próximo Sínodo de los obispos, que, como ha quedado demostrado, es un instrumento valioso y eficaz de la colegialidad episcopal, al servicio de las Iglesias particulares. Venerados hermanos cardenales, os agradezco la magnífica contribución que acabáis de dar:  quiero aprovecharla para sacar oportunas indicaciones operativas, a fin de que la acción pastoral y evangelizadora en toda la Iglesia aumente su espíritu misionero, con plena conciencia de los desafíos actuales.

5. El misterio de la Ascensión nos abre hoy el horizonte ideal desde el que se ha de enfocar este compromiso. Es, ante todo, el horizonte de la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado. Asciende al cielo como rey de amor y paz, fuente de salvación para la humanidad entera. Asciende para "ponerse ante Dios,  intercediendo por nosotros", como hemos  escuchado en la lectura de la carta a los Hebreos (Hb 9, 24). La palabra de Dios nos invita a tener confianza:  "es fiel quien hizo la promesa" (Hb 10, 23).

También nos da fuerza el Espíritu, que Cristo derramó sin medida. El Espíritu es el secreto de la Iglesia de hoy, como lo fue para la Iglesia de la primera hora. Estaríamos condenados al fracaso si no siguiera siendo eficaz en nosotros la promesa que Jesús hizo a los primeros Apóstoles:  "Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto" (Lc 24, 49). El Espíritu, Cristo, el Padre:  ¡toda la Trinidad está comprometida con nosotros!

Sí, mis queridos hermanos y hermanas, no estaremos solos cuando recorramos el camino que nos espera. Nos acompañan los sacerdotes, los religiosos y los laicos, jóvenes y adultos, comprometidos a fondo para dar a la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Jesús, un rostro de pobreza y misericordia, especialmente hacia los necesitados y los marginados, un rostro iluminado por el testimonio de la comunión en la verdad y en el amor. No estaremos solos, sobre todo porque con nosotros estará la santísima Trinidad. Los compromisos que encomendé como consigna a toda la Iglesia en la Novo millennio ineunte, así como los problemas sobre los que ha reflexionado el consistorio, no los afrontaremos sólo con nuestras fuerzas humanas, sino con la fuerza que viene "de lo alto". Esta es la certeza que se alimenta continuamente en la contemplación de Cristo elevado al cielo. Fijando en él nuesta mirada, aceptemos de buen grado la exhortación de la carta a los Hebreos a "mantenernos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa" (Hb 10, 23).

Nuestro renovado compromiso se hace canto de alabanza, a la vez que con las palabras del Salmo indicamos a todos los pueblos del mundo a Cristo resucitado y elevado al cielo:  "Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo. (...) Dios es el rey del mundo" (Sal 47, 1. 8).

Por tanto, con renovada confianza, "rememos mar adentro" en su nombre.

 



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