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MISA POR LOS CARDENALES Y OBISPOS DIFUNTOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Martes 6 de noviembre de 2001

 

1. Dios Padre, "por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva" (1 P 1, 3). Sostenidos por estas palabras del apóstol san Pedro, recordamos con ánimo rebosante de esperanza a nuestros venerados hermanos cardenales, arzobispos y obispos que nos han dejado durante estos meses. Han vivido su jornada terrena trabajando y esforzándose en la viña del Señor; ahora duermen el sueño de la paz, en espera de la resurrección final.

Sobre el muro de sombra de la muerte, la fe proyecta la luz resplandeciente del Resucitado, primicia de los que han pasado a través de la fragilidad de la condición humana y ahora participan en Dios del don de la vida sin fin. Cristo, mediante la cruz, ha dado un significado nuevo también a la muerte. En efecto, en él se ha convertido en un sublime gesto de amor obediente al Padre y en supremo testimonio de amor solidario a los hombres. Por eso, considerada a la luz del misterio pascual, también la salida de la existencia humana ya no es una condena sin apelación, sino el paso a la vida plena y definitiva, que coincide con la perfecta comunión con Dios.

La palabra de Dios, que ha resonado en esta celebración de sufragio, abre nuestro corazón a la perspectiva de una "esperanza viva":  ante la disolución de la escena de este mundo, promete una "herencia incorruptible, pura e imperecedera".

2. Con estos sentimientos, reunidos en torno al altar, dirigimos nuestro pensamiento a nuestros hermanos que recientemente han vuelto a la casa del Padre. Llamados a la gracia de la fe en el bautismo, fueron elegidos como sucesores de los Apóstoles para ser guías del pueblo de Dios y, como recordó recientemente el Sínodo, servidores "del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo".

En la comunión, real y misteriosa, entre la Iglesia peregrina en la tierra y la Iglesia triunfante, estamos cercanos a ellos con afecto, con la certeza de que seguirán acompañando espiritualmente el camino de la comunidad cristiana.

Recordamos, de modo particular, a los cardenales difuntos Myroslav Ivan Lubachivsky, Giuseppe Casoria, José Alí Lebrún Moratinos, Pierre Eyt, Thomas Joseph Winning, Silvio Oddi, Giuseppe Maria Sensi y el patriarca Maximos V Hakim. Juntamente con ellos queremos recordar en esta celebración a todos los arzobispos y obispos que nos han dejado durante los meses pasados. Estos queridos y venerados hermanos en el episcopado están ahora con Dios, después de gastar su vida en el servicio a la causa del Evangelio y por el bien de sus hermanos.

3. "Venid a mí todos. (...) Cargad con mi yugo y aprended de mí; (...) y encontraréis vuestro descanso" (Mt 11, 28-29). Las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos nos sostienen y confortan mientras conmemoramos, al inicio de este mes de noviembre, a nuestros queridos difuntos. Aunque nos sintamos tristes por su muerte, nos consuela la promesa de Cristo. Él nos acompaña y guía hacia el conocimiento pleno del Padre:  "Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27). Este conocimiento, que aumenta continuamente durante el itinerario de la vida terrena, llegará a la perfección cuando podamos contemplar finalmente cara a cara el rostro de Dios. El Catecismo de la Iglesia católica nos recuerda que, gracias a la obediencia de Cristo, la muerte cristiana cobra un significado positivo, como paso de este mundo al Padre:  "Por el bautismo el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a él en su acto redentor" (n. 1010).

4. Mientras recordamos con particular afecto a nuestros llorados hermanos que, incorporados a Cristo con el bautismo, fueron conformados a él mediante la plenitud del sacerdocio, elevamos por ellos fervientes súplicas al Señor. Que el Padre de la misericordia los libere definitivamente de lo que queda de la fragilidad humana, para hacerles gozar eternamente del premio celestial prometido a los obreros buenos y fieles  del Evangelio.

Queremos encomendar sus almas elegidas a la solicitud materna de la Virgen, a quien invocaron y amaron tiernamente cuando estaban en esta tierra, para que les abra de par en par las puertas del paraíso. Que María, Madre de la esperanza, dirija su mirada misericordiosa hacia estos hermanos nuestros y les muestre, después de este destierro, a Jesús, fruto bendito de su vientre.

Ella, clemente; ella, piadosa; ella, la dulce Virgen María.Amén.

 



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