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MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA IGLESIA QUE ESTÁ EN ROMA
CON MOTIVO DE LA CUARESMA

 

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo en el Señor a la Iglesia que está en Roma, a todas sus comunidades y sobre todo a las parroquias, a todos mis hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio, a las familias religiosas masculinas y femeninas, a los seminarios, colegios y universidades. Saludo a todos a quienes es entrañable el recuerdo de Jesucristo nuestro Redentor, manifestado en la liturgia de la Cuaresma, a cuantos, a través de este bienaventurado período, desean prepararse para participar en el misterio pascual de su muerte y resurrección, a fin de obtener los frutos salvíficos de la conversión y de la gracia en el Espíritu Santo.

Cuaresma es recuerdo. Ella recuerda el camino que nos ha indicado el Señor con su ayuno de 40 días al comienzo de su misión mesiánica. Nos recuerda también que cada uno de nosotros —en cualquier punto que se encuentre de su camino terreno— debe convertirse incesantemente a Dios, debe alejarse de la "triple concupiscencia" (cf. 1 Jn 2, 16), de las "obras de la carne" (Gál 5, 19), que "oponen resistencia al Espíritu" (Act 7, 51), y hacer lugar a los "dones del Espíritu" (cf. Gál 16, 26), siguiendo a Cristo en la oración y en el ayuno, en cuanto es capaz de ello. Por lo tanto si nos sentimos en esa unidad con Cristo, que nos trae a la memoria el mismo nombre cristiano, no podemos admitir que este período excepcional en la vida de la Iglesia no se distinga de algún modo dentro de nuestra vida.

Observemos, al menos la disciplina actual del ayuno, ya tan atenuada. En cuanto sea posible, añadamos espontáneamente obras de abstinencia y alguna renuncia de nosotros mismos, sin las cuales no existe un verdadero dominio de sí.

Vivamos mejor el espíritu de penitencia. Para esto es indispensable una oración más amplia de lo acostumbrado, la meditación de la pasión del Redentor, y finalmente el compromiso de las múltiples obras de amor al prójimo, para las que tantas ocasiones ofrece nuestra época. Una época en la que millones de hombres, adultos y niños, mueren literalmente de hambre, mientras, a la vez, en otros países y ambientes florecen el culto de los bienes superfluos y la saciedad materialista.

Recordemos que el Cristo de la Cuaresma es sobre todo el Cristo que nos espera en cada uno de los hombres que sufren, el que nos estimula al amor y juzga según lo que hayamos hecho a uno solo de estos nuestros hermanos más pequeños (cf. Mt 25, 40).

La Cuaresma, pues, no es sólo un recuerdo, sino una continua llamada. Entrar en este período y vivirlo en el espíritu que nos ha transmitido la más antigua y siempre viva tradición de la Iglesia, quiere decir: abrir la propia conciencia. Permitir a Cristo mismo abrirla con la palabra de su Evangelio, pero sobre todo con la elocuencia de su cruz.

Por lo tanto, la Cuaresma es una ocasión excepcional para salvar en cada uno de nosotros "al hombre interior" (Ef 3, 16), tan frecuentemente olvidado, que, por obra de la pasión y de la resurrección de Cristo, es creado "en justicia y santidad verdaderas" (Ef 4, 24).

Que no pase este tiempo para nosotros sin el sacramento de la penitencia, sin el examen de conciencia, sin el arrepentimiento de los pecados y juntamente con el propósito de mejorar, que no pase sin la confesión y la absolución.

El Cristo de la Cuaresma es el que desde la cruz, en la pasión y muerte pronuncia, en cierto sentido, la última suprema palabra del amor de Dios hacia el hombre, del Padre hacia el hijo pródigo. Sólo este amor es creador; sólo él tiene la fuerza de salvar al hombre y al mundo. No permanezcamos indiferentes a él. Tratemos de corresponderle. Busquemos esta respuesta en nuestro corazón. Busquémosla en la vida de la Iglesia durante esta Cuaresma.

Vaticano, 22 de febrero de 1980.

 

JOANNES PAULUS PP. II

 

 © Copyright 1980 - Libreria Editrice Vaticana

 



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