Index   Back Top Print

[ ES  - IT  - PT ]

CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA IGLESIA QUE ESTÁ EN HUNGRÍA
CON OCASIÓN DEL 750 ANIVERSARIO
DE LA MUERTE DE SANTA ISABEL

 

Emmo. Sr. cardenal László Lékai, arzobispo de Esztergom,
Excmos. arzobispos y obispos,
sacerdotes, religiosos y religiosas,
y amados fieles todos de Hungría:

Con gran alegría me dirijo de nuevo a vosotros, queridos hermanos y hermanas de Hungría, con ocasión del 750 aniversario de la bienaventurada muerte de Santa Isabel, de la dinastía de Arpad, hija digna de admiración, de la nación y la Iglesia húngaras. Deseo, pues, hacerme espiritualmente presente entre vosotros en Sarospataka, probable lugar de su nacimiento, donde estos días y este año muchos peregrinos honran a la flor perfumada que brotó de la dinastía de San Esteban.

Al cantar la "vida de Doña Isabel" y recordar sus "muchas obras buenas", evocáis la espléndida figura de una mujer joven y madre que vivió apenas veinticuatro años. Con vosotros, también yo observo a la niña Isabel, de carácter vivaz, que de su madre, de suerte trágica, aprendió a amar a Jesús y María. Pronto la vemos en Turingia, en el castillo de Wartburgo, famoso por los Minnesinger, donde se conquista con su dinamismo y amor sin prejuicios a cuantos le están en torno. Sólo quería cumplir la voluntad de Cristo; el amor de Cristo irradiaba de su persona. Ante el Crucifijo se quitó la corona diciendo: "¿Cómo podría yo llevar corona de oro cuando el Señor la lleva de espinas?; y ¡la lleva por mí!".

Su vida se realiza en el amor al conde Luis. Con 14 años escasos Isabel, y Luis, de 21 años, se amaban en Dios y se ayudaban mutuamente a amar a Dios cada vez más. Aceptaban con gratitud profunda el don de Dios de una vida nueva. ¿Quién podría permanecer indiferente ante el gozo arrebatador de una madre de 15 años y ante el amor inmenso de Luis e Isabel?

Urgida por el amor de Cristo, la joven madre visita a los pobres, enfermos y niños abandonados. Si San Pablo se hizo todo para todos para salvar a todos, Isabel se hizo madre de todos para compartir con ellos la Buena Noticia de Cristo. En el gran castillo de Wartburgo había una casa grande en la que albergó a muchos enfermos. Consolándoles y hablando con ellos de la paciencia y la salvación del alma, satisfacía el deseo de cada uno, tanto de bebida como de comida, vendiendo incluso sus adornos para alimentarles. En su casa tenía muchos criados jovencillos a quienes atendía tan bien y trató tan dulce y benignamente junto a ella que la llamaban madre y al entrar en casa corrían a ella. De entre ellos amó especialmente a los más rudos, a los enfermos, débiles y deformes, les cogía la cabeza entre las manos y los acercaba a su corazón (De dictis quattuor ancillarum, cap. II, 771 y ss.).

El secreto del gozo y el servicio incansables lo revela ella misma a sus criadas: "Qué gran fortuna la nuestra poder lavar al Señor y preparar la cama para El". Como San Francisco, su modelo, no tenía miedo a los leprosos y consideraba un privilegio poder cuidarlos. Isabel y Luis veían, con la mirada del alma, a Cristo en cada persona enferma.

Con los ojos bien abiertos Isabel observaba las heridas causadas por las injusticias sociales. En tiempos de carestía abría las despensas del condado para saciar el hambre de los pobres, llegados de tierras lejanas, y al mismo tiempo les procuraba trabajo. Sobrepasando las barreras de su época, ella misma trabajaba mientras educaba a sus hijos y atendía a los deberes de su posición. Jamás se extinguió la alegría en su corazón; daba con gozo evangélico: "Debemos dar todo lo que poseemos con alegría y gusto".

En Isabel debemos ver también a la mujer fuerte de la Biblia, a quien el sufrimiento no quebranta, sino que la hace participar en el misterio pascual. Cuando estaba esperando el segundo hijo, Isabel tuvo que sostener dura batalla para permitir a su marido ir a la Cruzada de Tierra Santa. Los esposos que se aman, piden y encuentran en la oración fuerza para aceptar la voluntad de Dios. En símbolo de su unión esponsal, ofrecieron, con una misma voluntad al servicio de Dios, el hijo que iba a nacer. Esta joven madre de tres hijos, a los veinte años perdió en pocas semanas al esposo fiel y, al mismo tiempo, sus familiares la despojaron de los bienes materiales. Persuadida de que según su conciencia no podía seguir viviendo en el castillo de Wartburgo, Isabel lo abandona por decisión propia y confía a Dios su futuro y el de sus hijos. Quería imitar a Cristo que "tomó la forma de siervo... se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2, 7-8); entonces descubrió, a la luz de la gracia, que también para ella había llegado el bendito momento de la "kénosis". Desheredada y abandonada, canta un Te Deum jubiloso. "Despojada de todo lo temporal, atormentada en muchas partes del cuerpo, seguía a Cristo esperándole no de lejos con las otras mujeres, sino sintiendo de cerca que la espada de la tribulación le atravesaba el alma" (De dictis..., pról. 80-84).

Después de haber puesto al seguro prudentemente el futuro de sus hijos, viste el sencillo sayal gris de San Francisco; el Viernes Santo renuncia solemnemente a su voluntad y comienza a vivir exclusivamente para la oración y el servicio del prójimo, como terciaria franciscana, la primera en tierras alemanas.

Acudían a ella muy numerosos los enfermos y desesperados, y ella —viviendo incesantemente en la presencia de Dios— a muchos devolvía la salud y la paz de Dios. "Ya veis, os lo he dicho, es necesario hacer felices a los hombres". Tras haber dado sin reserva "la vida por sus amigos" (Jn 15, 13), en el lecho de muerte decía: "Has de saber que he sido muy feliz".

Hace 750 años, la noche del 16 al 17 de noviembre de 1231, sonriendo de felicidad, fue al encuentro de la hermana muerte, que la unió para toda la eternidad con Cristo y con sus seres queridos.

Apenas habían pasado cuatro años, cuando el Papa Gregorio IX canonizó a la famosa condesa en 1235.

Queridísimos hermanos y hermanas de Hungría: Desde entonces Santa Isabel es una antorcha luminosa para cuantos imitan a Cristo en el servicio del prójimo. Pero antes que nada, es ejemplo fúlgido para vosotros, católicos húngaros del siglo XX; para vosotros, jóvenes; para vosotros, esposos, mensajeros del amor de Dios hoy día.

Me dirijo a vosotros, jóvenes católicos. Observad a Isabel de Hungría y tratad de descubrir el misterio de su vida. Encontraréis a Cristo, a quien ya conocéis, pero quizá no amáis bastante. Escuchad la llamada divina que viene de lo profundo de vuestro corazón; estad "arraigados y fundados en la caridad" (Ef 3, 17). Tened la valentía de dar la vida a Cristo y en El a los hermanos. "Pobres los tenéis siempre con vosotros" (Jn 12, 8); mirad atentamente a vuestro alrededor; en el ambiente en que vivís y en los hospitales, hogares familiares e instituciones de caridad, encontraréis a un hermano anciano, un enfermo que está solo, un inválido rechazado por su familia, un enfermo en el cuerpo y en la mente; en ellos podéis servir a Cristo; "cuantas veces hicisteis eso a uno de-estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).

Para llegar a aceptar esta misión apostólica con el mismo espíritu de Santa Isabel, debéis ahondar Vuestra fe en Cristo utilizando asiduamente los medios de gracia ofrecidos por la Iglesia. "Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones" (Ef 3, 17). Sed representantes del amor misericordioso del Padre para que con vuestros hermanos creyentes y con cuantos están buscando en Dios el sentido de su existencia "podáis comprender, en unión con todos los santos, cuál es la anchura, la longura, la altura y la profundidad y conocer la caridad de Cristo que supera toda ciencia, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios" (Ef 3, 18-19).

En este año jubilar, vosotros esposos, madres y padres de familia, meditad en la vida familiar llena de felicidad de Santa Isabel. Estad cerca unos de otros con fidelidad inquebrantable. Convenceos de que el amor a Dios y la vida cristiana coherente no sólo no son un obstáculo, sino que son una fuente inagotable de amor conyugal. Santificaos mutuamente, amaos mutuamente imitando a Cristo. Recordad que el pueblo de Turingia considera santo también a Luis, además de a Isabel. Orad juntos cada día sabiendo que Cristo está presente entre vosotros. En Cristo podéis llegar a ser lo que en virtud, del sacramento del matrimonio debéis ser: un cuerpo solo y una sola alma. Aceptad con gratitud el don más bello del Creador: el don de la vida, que es sagrada desde el primer instante de la concepción. Transformad vuestro hogar en iglesia doméstica, educad a vuestros hijos en la fe. "La acción catequética de la familia tiene un carácter particular y, en cierto sentido, insustituible" (Catechesi tradendae, 68).

Santificad a vuestros hijos, enseñadles a amar a Cristo y a su iglesia y a servir con desinterés al Pueblo de Dios. Arraigad en vosotros la convicción de que con el ejemplo de la vida y la transmisión de la fe, dais lo mejor a vuestros hijos. Podéis llegar a ser padres de futuros santos, pues recordad que a Gertrudis, tercera hija de Isabel, la veneran como Beata los premostratenses. Mantened la intimidad de vuestra iglesia doméstica, pero abríos al mismo tiempo a la gran tarea de construir el reino de Dios. Sed centro que irradia amor universal.

La sociedad moderna tiene necesidad urgente de hombres y mujeres revestidos de Cristo, que se dediquen al servicio del prójimo con gozo y desinterés, y cual madres y padres abracen y ayuden a los pobres de nuestros tiempos, necesitados de afecto, comprensión, fe y bienes materiales y espirituales. Tened la convicción de que tomáis parte activa en la misma misión apostólica de la Iglesia.

Mirad todos a Santa Isabel, queridos hermanos y hermanas de Hungría. Reconoced en ella el llamamiento maravilloso de "Dios, rico en misericordia" (Ef 2, 4). Enorgulleceos de que Isabel, hija de la tierra magiar, sea una santa conocida y amada en todo el mundo. Ella pensó según dimensiones que sobrepasan su época; con corazón genial intuyó la fuerza unificante del amor y la honda exigencia de la unión. La verdad de Cristo la hizo libre para que pudiera construir la unión entre dos pueblos; edificar un puente entre clases sociales opuestas, unir en sí varios aspectos del ideal de la santidad y, en fin, concertar los corazones humanos.

Pedid, pues, la intercesión de la gran Santa Isabel, santa muy actuad para vuestra querida nación, para el noble pueblo húngaro, para la unión entre los pueblos edificada sobre el amor y el respeto mutuos.

«En el nombre de Jesucristo crucificado y resucitado, en el espíritu de su misión mesiánica, que permanece en la historia de la humanidad, elevemos nuestra voz y supliquemos que en esta etapa de la historia se revele una vez más aquel amor que está en el Padre, y que por obra del Hijo y del Espíritu Santo se haga presente en el mundo contemporáneo como más fuerte que el mal, más fuerte que el pecado y la muerte. Supliquemos por intercesión de aquella que no cesa de proclamar "la misericordia de generación en generación", y también de aquellos en quienes se han cumplido hasta el final las palabras del sermón de la montaña: "Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia"» (Dives in misericordia, 15).

A fin de que el año jubilar de Santa Isabel sea para todos vosotros o un año de renovación que transforme vuestra existencia, amados hermanos y hermanas de Hungría, os confío a la protección de la "Magna Domina Hungarorum" y os envío con afecto especial mi bendición apostólica.

Junto a San Pedro, 12 de noviembre de 1981.

IOANNES PAULUS PP. II

 

© Copyright 1981 - Libreria Editrice Vaticana

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana