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CARTA
CARITAS CHRISTI
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE TODO EL ORBE CATÓLICO,
INVITANDO A ORAR POR LA IGLESIA EN CHINA

 

Venerables hermanos,
salud y bendición apostólica:

El amor de Cristo, que nos une fraternalmente, y la grave responsabilidad que me ha sido confiada como Pastor Supremo de la Iglesia universal, me impulsan a abriros mi espíritu para compartir con vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, mi viva solicitud por la Iglesia que esta en China. Es bien conocida de todos la situación en que actualmente se encuentra, y estoy seguro de que muchos de vosotros no cesáis de elevar fervientes oraciones al Padre celestial y a nuestro Señor Jesucristo, Buen Pastor de las almas, por nuestros queridos hermanos y hermanas de esa gran nación. Sé, efectivamente, que ya en diversas partes del mundo católico han surgido iniciativas de oración por China, animadas por el espíritu de profunda comunión y fraternidad que une, y debe unir, en la alegría y en los sufrimientos, a los miembros del Cuerpo místico de Cristo (cf. 1 Cor 12, 12-30).

Esta Carta mía tiene su origen en las oraciones que incesantemente elevo a Dios Todopoderoso por esa querida porción de su pueblo, y pretende invitar a la oración, por vuestro medio, a los católicos de todo el mundo. Sabemos con certeza que el Señor es fiel a su palabra: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá» (Mt 7, 7). De hecho, incluso cuando fallan los medios humanos normales que sirven para mantener los vínculos de las relaciones en el seno de una comunidad, queda siempre la fuerza de la oración, la cual conserva viva la llama de la esperanza que no defrauda, gracias a la acción del Espíritu Santo que está en nosotros. «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza —nos enseña San Pablo—, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene: mas el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom 8, 26).

Os pido, pues, que oréis, os pido que os unáis en el Espíritu de Dios con los hijos e hijas de la Iglesia católica que viven en China, con los cuales ha dejado de existir, desde hace algunos decenios, una relación visible. Por medio de la oración, aunque exteriormente se vean privados de toda comunicación con nosotros, permanecen en el corazón mismo de la Iglesia de Cristo. La oración podrá, además, obtener de la misericordia divina aquellos dones, luces y fuerzas espirituales, necesarios para que le sean garantizadas a la Iglesia que está en China las condiciones indispensables, a fin de que pueda gozar de la unión también visible con la Iglesia de Jesucristo, que es «una, santa, católica y apostólica».

Por lo que se refiere a esto, es función peculiar de la Sede romana de San Pedro unir a los hermanos en la verdad y en el amor. Precisamente al Apóstol Pedro le confió el Señor la responsabilidad de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), porque el Señor ha querido que sobre él fuese construida su Iglesia (cf. Mt 16, 18-19), «El Romano Pontífice, como Sucesor de Pedro —afirma el Concilio Ecuménico Vaticano II—, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de la multitud de los fieles» (Lumen gentium, 23). Es él quien hace que el mismo Episcopado sea uno e indiviso (cf. Lumen gentium, 18). El vínculo con la Sede de Pedro y con su ministerio apostólico es, por tanto, condición indispensable para participar en la unión con la gran familia católica.

La solicitud por la Iglesia en China, que ha sido siempre tan viva en mis recientes predecesores Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo I, se ha convertido en particular y constante inquietud de mi pontificado, como he manifestado más de una vez en diversos modos. Esta angustia nace de la naturaleza misma de la catolicidad de la Iglesia, la cual es una y universal, múltiple en la variedad de las gentes que la componen y al mismo tiempo idéntica en el fundamento de la fe y en el vínculo de la comunión. Como afirma el Concilio Vaticano II, «el único Pueblo de Dios está presente en todas las razas de la tierra, pues de todas ellas reúne sus ciudadanos... Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18, 36), la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno... Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor» (cf. Lumen gentium, 13).

«En virtud de esta catolicidad —continúa enseñando el Concilio—, cada una de las partes colabora mediante sus dones propios con las restantes partes y con toda la Iglesia, de tal modo que el todo y cada una de las partes aumentan a causa de todos los que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad... Además, dentro de la comunión eclesiástica, existen legítimamente Iglesias particulares que gozan de tradiciones propias, permaneciendo inmutable el primado de la Cátedra de Pedro, que preside la asamblea universal de la caridad (San Ignacio M., Ad Romanos), protege las diferencias legítimas y simultáneamente vela para que las diversidades sirvan a la unidad en vez de dañarla. De aquí se derivan, finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales. Los miembros del Pueblo de Dios son llamados a una comunicación de bienes, y las siguientes palabras del Apóstol pueden aplicarse a cada una de las Iglesias: "El don que cada uno ha recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios" (1 P 4, 10)» (Cf. Lumen gentium, 13).

La Iglesia Romana ha querido siempre promover, como una Madre (con amor tierno y fuerte, aunque también a veces con defectos humanos), el crecimiento de sus hijos en el mundo entero, procurando que no les faltasen Pastores aptos y capaces, ayuda de personal misionero y medios de evangelización. Una vez que las comunidades conseguían llegar a una madurez de desarrollo, ella se ha alegrado de que el clero local asumiese la responsabilidad de gobierno de la propia Iglesia, manteniendo con la Romana la comunión de la fe y la disciplina común que de ella deriva. La presencia, en número siempre creciente, de obispos autóctonos en las Conferencias Episcopales de todo el mundo, e igualmente de prelados y obispos de todos los continentes en la Curia Romana, demuestra con elocuencia la cuidadosa solicitud de la Iglesia en valorar la tarea de sus hijos, sin distinción alguna de origen ni deseo de hegemonía. Especialmente después del Concilio Ecuménico Vaticano II, se ha ofrecido a las Conferencias Episcopales un espacio mucho más amplio de iniciativas para el bien de los fieles del propio territorio; ellas tienen, sin embargo la plena conciencia de que, en cualquier dificultad y para toda necesidad eventual, pueden siempre confiar en el apoyo, en la comprensión y en la ayuda de la Iglesia de Roma.

Nosotros sabemos bien que nuestros hermanos y hermanas en China han debido afrontar, en el espacio de estos treinta años, pruebas difíciles y prolongadas. En esos duros sufrimientos han dado muestra de su fidelidad a Cristo y a su Iglesia; esos valientes testimonios pueden compararse sin duda con los de los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia. ¡Cómo conforta recibir noticias de la constante e intrépida lealtad de los católicos en China a la fe de sus padres, y de su filial adhesión a la Sede de Pedro! Todo ello, a la vez que suscita nuestra profunda admiración, debe impulsarnos aún más a ofrecerles nuestro afectuoso apoyo y la ayuda de nuestras fervientes oraciones.

Desde hace ya algún tiempo, las exigencias de la libertad religiosa han encontrado en aquel gran país una mayor comprensión. Es necesario, por tanto, suplicar a Dios Todopoderoso, Señor de las naciones, que, en aplicación de los principios de tal libertad, nuestros hermanos y hermanas en China puedan vivir su fe sin impedimentos, manteniéndose en la unidad católica de la Iglesia.

La Sede Apostólica no pierde ocasión de intentar dar a conocer a los católicos en China cuán profundamente los siente en su corazón la Iglesia católica, la cual mira con particular simpatía y afecto toda esa maravillosa realidad de tradiciones y de cultura, de noble humanidad y de rica espiritualidad, que forma el patrimonio histórico y actual de la gran nación china, como puse de relieve en mi discurso en Manila el 18 de febrero pasado. En nombre de la solicitud «por todas las Iglesias» (2 Cor 11, 28) que nos une, os pido insistentemente que también vosotros, queridos hermanos en el Episcopado, hagáis otro tanto, invitando a vuestros fieles a orar por, y junto con, sus hermanos y hermanas en China.

Unamos, pues, nuestras oraciones, para que ellos se mantengan firmes en la fe y perseverantes en una activa caridad. Supliquemos que el Señor conserve en ellos cada vez más viva y gozosa la esperanza de que un día renazca su Iglesia y de que un nuevo Pentecostés del Espíritu haga florecer el mensaje de Jesús en esa querida tierra. Oremos también para que el Señor toque los corazones de aquellos que están atormentados por dudas y temores, y también de aquellos que han cedido frente a las duras pruebas, arriesgando así el depósito de la fe que les había sido transmitida. Elevemos, por fin, nuestra plegaria por toda la noble nación china, para que pueda caminar siempre por las sendas de la paz y del verdadero progreso.

Oremos, sobre todo, con la convicción del Apóstol de las Gentes, de que Dios, «que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos» (Ef 3, 20), hará «concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rom 8, 28).

Encomendemos nuestras súplicas a la poderosa intercesión de María Santísima, a quien los fieles chinos invocan con tanto fervor y confianza bajo el título de Reina de China, para que alcance de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, abundancia de gracias y de favores celestiales para sus queridos hijos e hijas en China.

La ya próxima celebración del comienzo del nuevo año chino (25 enero) me ofrece una grata ocasión para manifestar, una vez más, el afecto y estima que tengo, y he tenido siempre, por el pueblo chino. En esta feliz circunstancia, me uno al gozo de todos los miembros de la gran familia china, allí donde se encuentren, y les deseo a todos un feliz y sereno año nuevo.

Con gran afecto en el Señor os imparto la bendición apostólica.

Vaticano, 6 de enero de 1982, solemnidad de la Epifanía de Nuestro Señor, IV año de mi pontificado.

JOANNES PAULUS PP. II

 



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