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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL DIRECTOR GENERAL DE LA UNESCO
CON MOTIVO DEL 50 ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN

 

Al señor Federico MAYOR ZARAGOZA,
director general de la Organización de las Naciones Unidas
para la educación, la ciencia y la cultura

Con ocasión del 50° aniversario de la aprobación de la Convención con la que se creó la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura, deseo confirmar el apoyo de la Sede apostólica a la consecución de los nobles objetivos descritos en ese documento. Quiero reafirmar el propósito de la Sede apostólica de proseguir su colaboración en la realización de las tareas de la UNESCO, y alentarla a afrontar los nuevos desafíos que se presentan en el alba del año 2000, gracias a la rica experiencia que ha adquirido a lo largo de este medio siglo de actividad.

Con admiración y gratitud, recuerdo ante todo a los hombres y mujeres de diferentes países y de diversas culturas que, desde hace cincuenta años, han dedicado lo mejor de sus capacidades intelectuales y morales a la realización de numerosos proyectos como, por citar sólo algunos ejemplos, la creación de instrumentos jurídicos internacionales, la salvaguardia de las obras de arte pertenecientes al patrimonio de la humanidad, la promoción de una educación elemental conveniente y abierta a todos, y también la valorización de los recursos hídricos de la tierra. La coherencia de estas iniciativas se funda en la convicción de que si «las guerras nacen en el espíritu de los hombres, también en el espíritu de los hombres han de construirse las defensas de la paz» (Preámbulo de la Convención).

Los principios y los objetivos enunciados en el acta constitutiva siguen siendo plenamente actuales: merecen el apoyo solidario de todos los países. El progreso impresionante de las ciencias, especialmente de las ciencias de la vida, ofrece a la humanidad grandes posibilidades de dominar la naturaleza. El principio según el cual las conquistas del saber están al servicio del ideal democrático de igualdad y respeto a la persona humana es esencial: hay que recordar siempre que el progreso de las ciencias deber ir acompañado por una mayor conciencia de las exigencias que brotan de la dignidad de todo ser humano, para que los frutos de la inteligencia humana sean verdaderamente útiles a todos. Es justo hacer participar a todos los hombres en los descubrimientos y en el saber, porque, en el campo de la difusión de la cultura y la educación, «todas las naciones tienen deberes sagrados que cumplir con un espíritu de mutua asistencia» (Preámbulo de la Convención).

Puede incluso decirse que, sobre la base de los principios reconocidos en 1945, se abren nuevas perspectivas para los próximos años. Los objetivos, que consisten en imprimir «un impulso vigoroso a la educación popular y a la difusión de la cultura» y «realizar paulatinamente el ideal de igual oportunidad de educación para todos, sin distinción» (Convención, art. 1), recuerdan a todos el deber moral de asegurar la educación de cada ser humano, condición esencial para que participe activamente en la sociedad de la que forma parte y contribuya a su desarrollo. En efecto, no se puede considerar a la persona humana únicamente en su existencia individual, porque también tiene una dimensión social. Precisamente en las comunidades se realiza en gran parte el desarrollo de la persona. También en ellas surgen conflictos peligrosos, cuando los miembros de un grupo se sienten oprimidos o amenazados como tales. Así pues, para afianzar la paz es necesario que se reconozcan los derechos de las naciones, comunidades unidas por diversos vínculos pero, sobre todo, por los de la cultura. Los campos en que actúa vuestra organización son fundamentales para garantizar los derechos de las naciones, especialmente el derecho a conservar su lengua y su cultura, o el derecho a construir su futuro, transmitiendo su patrimonio cultural a las generaciones jóvenes mediante una educación apropiada. Se trata de los derechos humanos considerados a nivel de los pueblos. Para construir una civilización de la paz, es cada vez más importante valorizar y garantizar los derechos de toda nación —aunque no goce de las prerrogativas de un Estado— a ordenar su vida según sus propias tradiciones, en el respeto a los derechos humanos de todos.

En su búsqueda de la cultura de la paz, es encomiable que la UNESCO considere también la contribución de las religiones. En efecto, si toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre, y, por consiguiente, si es un modo de manifestar la dimensión trascendente de la vida humana, la religión, es decir, el acercamiento al misterio de Dios, está en el centro de toda cultura. Podemos incluso decir que la religión, en su concepción profunda del hombre, constituye el fundamento último de la cultura. Por otra parte, la fe y la religión requieren la adhesión absolutamente libre que toda persona da en conciencia, en ese santuario en el que el hombre se encuentra a solas con Dios (cf. Gaudium et spes, 16): por su naturaleza, la fe y la religión, cuya plena libertad ha de garantizarse, son realidades que trascienden toda cultura y toda tradición humana. Con razón, pues, se espera la aportación de los creyentes en favor de la causa de la paz, que responde a las aspiraciones más nobles y generosas del hombre.

En la actual etapa de la vida de la UNESCO, la Sede apostólica se congratula por la obra ya realizada, y desea que todos los Estados miembros estén decididos a cooperar para «asegurar a todos el pleno e igual acceso a la educación, la búsqueda libre de la verdad objetiva y el libre intercambio de ideas y conocimientos» (Preámbulo de la Convención).

Imploro de todo corazón la ayuda de la gracia divina para usted, señor director general, y para todas las personas que cumplen la misión de la Organización de las Naciones Unidas para la educación, la ciencia y la cultura al servicio de toda la humanidad.

Vaticano, 14 de octubre de 1995.

 

JOANNES PAULUS PP. II



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