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CARTA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
AL PRESIDENTE DEL VI CONGRESO MISIONERO LATINOAMERICANO 
Y I CONGRESO MISIONERO AMERICANO

 

A Mons. Estanislao Karlic, 
Arzobispo de Paraná y 
Presidente del VI Congreso Misionero Latinoamericano 
y I Congreso Misionero Americano

1. Con ocasión del VI Congreso Misionero Latinoamericano y del I Congreso Misionero Americano, que tiene lugar en la ciudad argentina de Paraná, deseo enviar un cordial saludo a los Hermanos en el Episcopado que asisten, así como a todos los participantes procedentes de América del Norte y del Sur, del Centro y de la región del Caribe, unidos por el deseo común de fomentar el espíritu evangelizador y misionero en las comunidades eclesiales de todo el Continente Americano, para que en consonancia con su vida de fe, participen en el cumpliendo del mandato de Cristo a sus discípulos de ir por todo el mundo y proclamar la Buena Nueva a toda la creación (cf. Mc 16, 15). 

En efecto, anunciar a Cristo, es una misión “que incumbe a toda la Iglesia, pero que se hace especialmente urgente hoy en América, después de haber celebrado los 500 años de la primera evangelización y mientras nos disponemos a conmemorar agradecidos los 2000 años de la venida del Hijo unigénito de Dios al mundo” (Ecclesia in America, 68), sobre todo cuando se constata que su nombre “es desconocido todavía en gran parte de la humanidad y en muchos ambientes de la sociedad americana” (ibíd., 74).

2. Al hacer llegar este mensaje de aliento y cercanía espiritual a ese importante acontecimiento de la Iglesia que peregrina en América, tengo muy presentes las inolvidables experiencias vividas durante mis visitas a las diversas naciones del Continente y los innumerables rostros que reflejaban un corazón abierto a Cristo y el afán casi incontenible de comunicar el gozo de la propia fe, la cual, habiendo hundido sus raíces en los diversos pueblos y culturas americanas y marcado indeleblemente su historia a lo largo de cinco siglos, representa hoy una fuente indispensable de energía espiritual ante los grandes retos a que se enfrentan. En esos rostros, ilusionados a pesar de todas las dificultades, capaces de transmitir y, casi se diría, de contagiar la propia vitalidad creyente, se manifiesta con elocuencia el auténtico espíritu de América que, también por el empuje misionero y evangelizador dentro y fuera de sus confines, está llamado a ser el Continente de la Esperanza.

En esta apasionante tarea de la Evangelización se fomenta de modo particular la cultura de la hermandad, el diálogo y la colaboración. Como recordaba el Concilio Vaticano II, “Cristo y la Iglesia, que da testimonio de él mediante la predicación del Evangelio, trascienden todo particularismo de raza o nación” (Ad gentes, 8). Por eso es significativo que en este Congreso, además de los representantes latinoamericanos y caribeños, participen también delegaciones de Estados Unidos y de Canadá, en consonancia con la experiencia de encuentro y comunión vivida durante la reciente Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América. En efecto, en ella se puso de relieve el “deber ineludible de unir espiritualmente aún más a todos los pueblos que forman este gran Continente” (Ecclesia in America, 5) y de acrecentar los vínculos de cooperación y solidaridad entre sus Iglesias particulares, hermanas y cercanas entre sí, “para prolongar y hacer más viva la obra salvadora de Cristo en la historia de América” (ibíd., 8).

3. La Iglesia es bien consciente de que la dimensión misionera propia de toda comunidad cristiana proviene ante todo de la fe en Cristo, cuya novedad y riqueza no se puede esconder ni conservar para sí (cf. Redemptoris missio, 11). Es como la gran profecía que presenta a los hombres y mujeres de hoy la esperanza de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21, 1) y el anuncio a todas las gentes del Reino de Dios, del cual la misma Iglesia es germen e inicio en esta tierra (cf. Lumen gentium, 5)

Una proclamación que no se expresa solamente con palabras, sino también dando testimonio inequívoco de que Cristo colma realmente las aspiraciones más profundas del ser humano y llena de gozo su corazón.

Por eso, el llamado a evangelizar incluye necesariamente una invitación al fortalecimiento de la fe y a la conversión de corazón, en sintonía con la espiritualidad del Gran Jubileo que toda la Iglesia se prepara a vivir intensamente. También las comunidades cristianas de América y sus misioneros, han de afianzarse en aquellas actitudes que Jesús exigía de sus discípulos cuando les enviaba a anunciar de su parte la venida del Reino de Dios, dando gratis lo que gratis habían recibido y desembarazándose de todo aquello que pudiera entorpecer su misión genuinamente evangelizadora (cf. Mt 10, 8ss.). Su única pretensión ha de ser seguir los pasos del Maestro, que no vino “a ser servido sino a servir” (Mt 20, 28), adoptando sus mismas opciones de vida y prolongando su misión en la tierra para todo ser humano tenga vida y la tenga en abundancia (cf. Jn 10, 10).

4. En este rico contexto, teológico y existencial a la vez, en el que la fe en Cristo y la misión de anunciar el Evangelio se encuentran íntimamente enlazadas, América se aplica la palabra de Dios dirigida a Abraham, nuestro padre en la fe (cf. Rm 4, 11), que lleva a salir de la propia tierra para encaminarse, con la fuerza de la promesa divina, hacia un nuevo horizonte que el ser humano, desde lo más profundo de su ser, reconoce finalmente como su patria verdadera. Las palabras bíblicas “sal de tu tierra”, son como una invitación a las Iglesias del Continente a que, en este momento crucial de la historia, emprendan con decisión un itinerario de fe, más allá de sus preocupaciones locales, abriéndose creativamente al mundo y a tantos hermanos como, en una parte u otra, esperan que la luz de Cristo ilumine su existencia.

Deseo vivamente que esta invitación llegue a todas las comunidades eclesiales de América para que, haciendo honor a la herencia de los innumerables misioneros ejemplares que en esa tierra dedicaron su vida al Evangelio, fortalezcan su fe y acrecienten su vigor apostólico. De este modo, y mediante los oportunos programas de pastoral misionera, podrán surgir de ellas numerosas personas, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos, dispuestas a dedicarse con abnegación, constancia y generosidad a llevar por doquier el mensaje de Cristo, el más preciado tesoro que la Iglesia en América puede ofrecer al mundo.

5. Mientras confío los trabajos de ese Congreso a la Virgen María, que supo indicar mejor que nadie el camino que lleva hacia su divino Hijo, y la imploro para que proteja a cuantos hoy, en América y en el mundo, están comprometidos en llevar la luz de Cristo a todas las gentes, imparto de corazón a todos los congresistas la Bendición Apostólica.

Castel Gandolfo, 15 de Agosto, Solemnidad de la Asunción de la Virgen María a los cielos, del año 1999.

IOANNES PAULUS II

 



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